REGALO DE CUMPLEAÑOS
El vaivén de la cucharilla en el café, el pelo en la cara, y los tirantes del camisón intentando abandonar el soporte que les proporcionaban los hombros de Catalina, mostraban que la noche había sido más dura de lo normal. La mirada perdida por la cristalera de la cocina y la mente en blanco a propósito, para que la conciencia no le diera la lata nada más levantarse.
El sol que ya le quemaba la parte derecha de su ajada cara, fue el que le obligó a levantarse de aquella triste cocina. Miró el reloj de pulsera que tenía desde niña, no para saber qué hora era, sino con la inocente ilusión de que se detuviera para siempre a aquella hora de una primaveral mañana de Mayo, por un momento hizo el amago de perder la calma y llorar como tantas otras mañanas, pero no, -hoy no, pensó, y se perdió por la diminuta casa.
Marcelo se encontraba detenido en un semáforo de la avenida de la Albufera, el sol calentaba a través del parabrisas y le obligaba a entornar los párpados para ver algo, un suspiro de nostalgia se le escapó al pasar por delante de un gimnasio, que se encontraba donde antiguamente campeaba con carteles de papel y letreros luminosos el cine Excelsior, -cómo ha cambiado el barrio, se dijo mientras
entraba con dificultad la tercera en su viejo Citroën.
Al girar a la derecha en el puente de Vallecas, una carrera popular le hizo detenerse de nuevo durante unos minutos, se miró en el retrovisor intentando compararse con aquellos jóvenes que lucían esbeltos a su paso, pero salió perdiendo sin lugar a dudas.
Mientras se compadecía de sí mismo, miró a su izquierda y en la ventanilla del coche de al lado, un papel en blanco y negro le llamó la atención, bajó la ventanilla, y estirando el brazo todo cuanto pudo, lo cogió y lo dejó en la guantera, casi sin darse cuenta de que hacía unos segundos que ya podía seguir con su camino.
Vicente se encontraba aún en la cama, aquella mañana de sábado no tenía nada que ofrecerle, había sido una dura semana de trabajo, y una vez que el viernes llegaba a su fin, su mundo se reducía a dejar pasar la vida frente a la televisión, a ratos compadeciéndose, a ratos dejándose llevar por el sueño y la apatía. De vez en cuando unas fotos que descansaban sobre su vieja mesilla le recordaban que una vez tuvo una vida que merecía la pena, ahora la alegría ya no le visitaba casi nunca y si alguna vez lo hacía, tampoco tardaba mucho en volver a abandonarle.
Aquella soleada mañana, era su cumpleaños, -cincuenta tacos, suspiró mientras se echaba las manos a la espalda al ponerse sus viejas zapatillas de estar por casa.
Miró el móvil, con esa pequeña esperanza que aún le quedaba, y deambuló por la casa buscando una razón para no volver de nuevo a la cama.
Catalina, tras una ducha en la que intentó arrojar sus penas por el desagüe, se puso una blusa blanca y sus viejos vaqueros desgastados por el uso, que le sentaban como un guante, y salió en busca de un bolso nuevo, o unos zapatos, o las dos cosas, -qué bien me las merezco, se dijo.
Cerró la puerta echando las dos vueltas de rigor a la llave, y bajó la escalera con paso firme mientras escuchaba su mp3 a todo volumen.
-Las doce y media, pensó mirando una vez más su reloj, cuando el sol la cegó al abrir la puerta del oscuro portal.
Marcelo, una vez hubo aparcado el coche en su calle, decidió que era demasiado pronto para enfrentarse a los gritos de sus hijos en casa, y se fue al bar a darse un homenaje en forma de ración de bravas y cerveza fría, en compañía de su propia soledad.
Mientras miraba embelesado en la pantalla gigante de aquel cochambroso establecimiento una interesantísima etapa de una carrera ciclista, cayó en la cuenta de que era el cumpleaños de su
amigo Vicente, -toda la semana acordándome y casi se me olvida, se dijo mientras apuraba su tercera caña.
Vicente era mucho más que un amigo para él, era el hermano que la vida le robó, era un amigo de los de antes, de los que estaban siempre ahí, aunque casi nunca estaba. –luego le llamo, pensó, echándose mano al bolsillo de atrás del pantalón.
Sacó su cartera de piel marrón, que ya tenía la forma de su culo de tantos años juntos, y al abrirla para pagar la cuenta, se cayó el papel que un rato antes había cogido del cristal de un coche.
Lo miró sonriendo, como el que acaba de tener una magistral idea, y decidió que cincuenta tacos se merecían un buen regalo, -cuando menos un detalle…
Vicente, ya había sacado a pasear a su caniche blanco, una de las pocas razones para vestirse y salir a la calle al menos un par de veces al día, y se encontraba sentado en su sillón monoplaza, lo único que se llevó de su antigua vida, cabizbajo y tembloroso, aguantando las ganas de gritar y romper a llorar.
Su reflejo en la botella que descansaba en la mesa de fumador le daban arcadas, y pensaba en cómo sería su vida si hubiera podido vencerla.
Las vibraciones del bolso de Catalina fueron haciéndose cada vez más intensas, hasta que por fin se dio cuenta de que le estaban llamando.
-si soy yo, respondió tras quitarse los auriculares, espere un momento, que no le oigo bien. Salió de la tienda que tenía la música a todo volumen, y una vez en la calle se sentó en un banco para atender la llamada.
-sí, perdone, es que no le escuchaba nada, se disculpó, -si soy yo, volvió a decir respondiendo a la voz del otro lado del teléfono, -¿esta noche?, si, me va bien, me da la dirección… escuchó atentamente durante un largo rato mientras hacía gestos pareciendo entender algo.
De acuerdo, allí estaré. Y volvió a la tienda a seguir con su propósito.
La tarde comenzó a ganarle el pulso al sol, que parecía retirarse acobardado tras las montañas verdes que coronaban el barrio que vio nacer, y quizá morir a esas tres vidas rotas.
Vicente aun se encontraba lo suficientemente sereno como para escuchar el timbre de la puerta.
-Se ha debido de confundir señorita, le dijo a Catalina nada más verla. – a quien busca vive en aquella puerta, dijo procurando ser simpático…
-¿eres Vicente?, preguntó ella imitando en lo que pudo a Julia Roberts, y antes de que él contestara se abrió la gabardina tras la que asomaba tan solo un conjunto de encaje negro.
-felicidades de parte de Marcelo… -qué hijo puta, pensó Vicente esforzándose por retener su saliva en el lugar adecuado.
-perdone el desorden, se disculpó avergonzado mientras invitaba a pasar a aquel ángel con forma de mujer.
-la verdad es que yo no…, -no hace falta que digas nada, dijo Catalina poniéndole el dedo índice en la boca, mientras tomaba claramente la iniciativa.
Aunque los años le habían enseñado a actuar, no dejaba de sentir un miedo horrible cada vez que visitaba a un cliente, pero aquella noche, no fue esa la sensación.
-¿el dormitorio?, preguntó mientras dejaba caer insinuante su gabardina sobre el pequeño sofá.
-allí, balbuceó Vicente, qué no sabía qué hacer ni decir.
Catalina, le invitó a seguirla con un movimiento de caderas que habrían hecho temblar los cimientos del Empire States.
Una vez en la fría habitación, ambos se sentaron en la cama.
-no creo que pueda hacerlo, se disculpó Vicente al que la situación le desbordaba.
-tu déjame a mí, susurró Catalina mientras se arrodillaba
frente a su tímido cliente. Vicente, decidió dejarse llevar, no tenía nada que perder.
Catalina puso el bolso en la mesilla que flanqueaba el lado izquierdo de la cama y sin querer tiró un portafotos roído por el tiempo.
Por un momento no le dio importancia, pero la curiosidad por ver la foto que aguardaba en él, pudo más y no dudó en devolverla a su sitio.
Cuando cogió el marco, su corazón estuvo a punto de pararse. Bajo el cristal un hombre joven y apuesto reía mientras sostenía en brazos a una niña de unos tres años, que mostraba orgullosa un pequeño reloj de pulsera, exactamente igual, al que ella llevaba en ese momento, y del que no se había separado desde niña.
-¡el sofá de la entrada!, pensó.
Con un impulso descontrolado, cogió su bolso de la mesilla, y salió corriendo hacia la entrada, al recoger su gabardina casi vomita. Abrió la frágil puerta, y salió corriendo escaleras abajo.
Vicente que no entendía nada, fue tras ella, pero Catalina ya se había marchado. Así que sin comprender la actitud de aquella chica, llenó de nuevo su vaso, y brindó por su amigo Marcelo.
-Yo también me habría marchado, se dijo viendo su reflejo en la botella que ya estaba casi vacía, -yo también me habría marchado…
Quedé atrapado desde un principio.
Muy buenas letras!!
Mis sinceras felicitaciones
B.B.