POR EL CEIBAL
Las doce. Abandonó el bar dirigiéndose a su casa. El cielo cubierto, anunciaba lluvia y debía pasar por el puentecito del Ceibal. Comentaban que en dicho lugar, en noches oscuras, aparecía una rara bestia que hablaba. El no creía en eso, pero ahora estaba oscuro y caminando se acercaba al puente. Llegó. Un agudo silbido y un carraspeo.
Alto, flaco, de enormes orejas rojas, sin nariz y todo de negro, le impresionó mucho cuando pausadamente le dijo: buenas noches, amigo
La bestia se detuvo, fatigada, quizás por venir corriendo desde lejos y balanceándose miraba el cielo y aullaba. Atravesó despacio el puente y mirando hacia atrás, asegurándose de que la bestia no lo siguiera, corrió y corrió hasta llegar a su casa. Entró, cerró la puerta con llave, tomó un vaso de agua, abrió una hoja de la ventana porque hacía un calor húmedo inaguantable, se acostó y en un instante se quedó dormido.
La bestia lo había seguido y estaba ahí al lado de la cama. De un manotón lo destapó diciéndole: ahora estás bajo mis dominios, vine a buscarte. Levántate! El engendro se acercó a la ventana y le aulló a una luna que perezosa se asomaba por detrás de una nube de tormenta.
Encendió la luz, saltó de la cama. Silencio. Miró para todos lados y hasta debajo de la cama. Nada. Fue hacia la ventana, la cerró y corrió la cortina, para evitar que penetrara la luz de la luna llena. Luego volvió a acostarse.
Pero esta vez no pegó un ojo hasta el amanecer, pues los recuerdos, comentarios, vivencias, cálculos y supersticiones, cual carrusel embrujado, giraban en su cabeza sin parar, impidiéndole dormir.
Interesante narración, gustazo leerla.
Shalom