En alas del destino
En alas del destino
Solitario, un hombre deambulaba distraído por la avenida de una ciudad fantasmal, cuya noche era eterna. Era un mundo vacío, yermo, pues su civilización ya estaba extinta cuando fue creado. Los chapiteles y bóvedas de imposible arquitectura se elevaban hacia las distantes y desconocidas constelaciones, su trémulo parpadeo reflejado en la superficie de obsidiana de los extravagantes edificios.
Un distante sonido rasgó el rictus de monotonía del hombre. ¿Había oído bien? Parecía un graznido. Lo escuchó de nuevo, fijando la vista en las alturas. No lo había imaginado. Avistó la silueta cuando pasó por delante de la gran luna gibosa. El ave, que resultó ser un cuervo, se posó sobre la estatua de una temida y olvidada deidad. La figura de piedra había sido esculpida en amenazante pose, hundiendo sus tentáculos en el suelo como si fueran raíces en busca de vida que agotar.
El cuervo volvió a graznar, impaciente.
—¿De dónde has venido? ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí, pequeño?
Por toda contestación, el ave se impulsó y comenzó a revolotear, esperando.
—¿Por qué no? No tengo nada mejor que hacer.
El insólito guía condujo al hombre a las afueras. Sorteó el pequeño cráter que había formado un meteorito al caer, cerca de una granja derruida, y llegó de ese modo hasta el muro brumoso que delimitaba sus dominios.
El cuervo ocupó un lugar en lo alto y esperó, adecentándose el plumaje con el pico.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
El ave giró la cabeza en un gesto expectante.
—Entiendo.
En ese instante la tierra tembló. Se abrió una profunda fosa y de ella brotaron unas monstruosas criaturas. Sin mediar sonido alguno, arrastrando sus penosas deformidades, horadaron el muro hasta crear un pasadizo. Una vez terminada su tarea, regresaron a la necrópolis subterránea de donde habían surgido.
El hombre se asomó, curioso. Enseguida percibió un olor a tiempo pasado y de viejas historias nunca del todo olvidadas.
Decidido, cruzó el umbral.
El pasadizo tenía el aspecto de un corredor de una típica casona victoriana de Nueva Inglaterra. El hombre sonrió complacido al ver varios cuadros que colgaban como en una galería de arte, firmados por un tal Pickman, cuyas imágenes eran en verdad estremecedoras. De fondo se podía escuchar la insidiosa y estridente melodía de un violín, coreada por unos cánticos cuya letanía era incomprensible, aunque no desconocida para él. Tuvo que sortear un charco de sangre que se había formado al caer esta del techo, al tiempo que reconocía la débil risa de un viejo terrible.
Con la seguridad de aquel que transita por un lugar reconocible, el hombre disfrutó de la travesía.
Unas huellas enormes de sabueso le guiaron hasta la salida.
Ante él se extendía una vasta planicie de árido aspecto, cuya tierra mostraba un tono cetrino como la piel de un cadáver. El cielo, anubarrado por completo, lo envolvía todo en un manto opresivo y silencioso. Un único árbol marchito ofrecía su patética imagen en un vano intento por adornar el desolador paisaje.
A lo lejos se divisaban los restos de una gran mansión, medido hundida en un profundo y corrompido estanque. El cuervo apareció de improviso, voló en círculos y después de avistar al hombre desapareció en lontananza.
El deseo del hombre por alcanzar aquella morada hizo que, sin saber cómo, apareciera frente a su entrada principal. Justo al lado se podía ver un panteón familiar, prácticamente reducido a escombros. De uno de los ataúdes dispersos por el suelo salía una quejumbrosa voz de mujer. Parecía arañar, frenética, el interior de la tapa.
El recibidor mostraba la cargada suntuosidad de épocas pasadas, y del amplio salón aún persistían las señales de infames festejos de roja pesadilla. Varios pasillos invitaban a descubrir lo que la penumbra guardaba con misterioso y obcecado recelo. Del centro nacía una escalinata que se perdía en las neblinosas alturas.
—¿Por dónde empiezo? —musitó.
Comenzó entonces a escuchar un sordo latido, insistente, profundo. Provenía del piso superior.
—Muy bien. Arriba entonces.
Un gato negro se cruzó de repente. Estaba tuerto.
Tras subir se asomó a una balconada. Contempló atónito la imagen de una embarcación varada en la playa de una tierra ignota, medio oculta por la nieve de una ventisca de naturaleza implacable. Era evidente el abandono de la nave, que se mostraba escorada a estribor, el desmadejado trapo y las escotas colgando inertes y la arboladura quebrada, vencida en su sueño de derrota.
El hombre prosiguió su camino. De las lámparas laterales colgaban amplias telarañas, las cuales habían logrado atrapar en su entramada red el mismo paso del tiempo.
Entró en un vetusto dormitorio. El descolorido papel de las paredes se había desprendido como pétalos marchitos. Halló a un enfermo de aterrador semblante. Postrado en la cama, hablaba con voz lejana, gutural. Los espantos que revelaban sus palabras le erizaron el vello e hicieron que abandonara la habitación con premura.
Suciedad. Tristeza. El dulce y embriagador aroma de la decadencia.
Decidió dejar a un lado las aventuras y seguir el latido, que lo condujo hacia otra sala. Allí encontró a un hombre de desdichado aspecto, rodeado de manuscritos emborronados y manchados de tinta. El cuervo se hallaba apostado sobre uno de sus hombros.
Un candelabro descansaba sobre un tonel de amontillado, iluminando la peculiar escena con una luz que divagaba entre lo fantasmagórico y lo acogedor. De una de las paredes salía un maullido agónico e insistente.
—¿Es realmente necesario? —preguntó el recién llegado señalando hacia la pared.
—Me reconforta, aunque no lo crea —fue la contestación.
—Entonces no se hable más.
—Gracias. Lamento no poder ofrecerle un trago; hace tiempo que ese tonel está vacío —declaró con voz amargada.
—Con el ofrecimiento ya es suficiente, su hospitalidad está a salvo; además, no bebo.
—Es un alivio saber que no todos acabamos igual; el alcohol y otras debilidades inconfesables arruinaron mi vida.
—Le comprendo, no hay nada peor que cuando el enemigo es uno mismo… Por cierto, ¿está usted trabajando en algo nuevo?
—¡Nunca más! —graznó el cuervo de improviso. El hombre con bigote y pelo ensortijado ofreció una risa melancólica y acarició con aire ausente al pájaro, que le picoteó los dedos con suavidad.
—Lamento decepcionarle, pero no es lo que parece —explicó con aire derrotista—. Se trata de mi única novela. No soy capaz de terminarla.
—Temo que tal cosa ya no sea necesaria. Tengo entendido que un colega tuvo la osadía de escribir una suerte de continuación.
—No sabía de su existencia.
—Ofrece una solución científica a la mayoría de los misterios creados por usted —reveló con aire condescendiente, enarcando las cejas en claro ademán desaprobatorio.
—Entonces ha arruinado mi obra. El razonamiento es un veneno para cualquiera de mis escritos.
—No haga de ello un drama; siempre la puede terminar usted mismo.
—Ya le he dicho que no me veo capaz. No puedo ni crear nuevos versos con los que purgar mi alma maldita; por eso se encuentra usted aquí.
El de Boston abrió los brazos e invitó a su contertulio a tomar asiento.
—Necesito su ayuda, su influencia —continuó—. Quizá entre los dos seamos capaces de crear algo, de romper con esta absurda desazón que me ha transfigurado en un simple caparazón vacío de contenido. Siento que tenerle cerca ya causa un cambio en mí.
—Siga, se lo ruego.
—He pensado que podríamos intentar crear nuevas obras a través de otras manos, de otras personas.
—¿Es tal cosa posible? ¿Cómo?
—Enviando a unos cuantos locos elegidos nuestras ideas, nuestros relatos.
—Me atrae la sugerencia, aunque la originalidad de nuestra voz se perderá al ser narrada por otro.
—Lo importante es que la esencia de la idea prevalezca —explicó, el rostro febril por la emoción—. ¿Le parece bien que probemos?
—¡Adelante con ello! —El de Providence, excitado, miró en derredor—. ¿No tendrá a su alcance una máquina de escribir?
—Lo lamento —negó—. Solo poseo lo que ve. Pluma, tinta, papel…
—Será suficiente, las palabras brotan igual y tienen el mismo valor, independientemente de la forma en la que sean creadas.
—Idónea afirmación. ¿Fuma usted?
—Lo lamento, pero no.
—Parece que soy el único de los dos que tiene vicios —dijo tras sacar una pipa—. Me hace usted sentir como un ser abyecto.
—No será para tanto… ¿Empezamos ya?
—Cuando quiera, tenemos todo el tiempo del mundo.
—Eso dicen… ¿Alguna idea?
—Podríamos intentar extender sus Mitos. Siempre me atrajo ese sugerente horror cósmico que consiguió crear.
—Me parece excelente. Luego procuraremos terminar juntos esa novela que tiene atascada.
—Imploro por ello.
—¿Por dónde empezamos?
—Quizá unos cuantos Primordiales más. También echo en falta algún que otro nuevo y prohibido grimorio.
—Ha despertado mi imaginación. —El hombre comenzó a escribir, concentrado—. A ver qué le parece esta entrada.
—Perfecto. Yo añadiría…
Tiempo después, y sin que ninguno de los dos se diera cuenta de ello, el cuervo abandonó el caserón en majestuoso vuelo. Y en sus alas llevaba la carga de un nuevo comienzo que dar a conocer…