La canción del abuelo
Mi padre perdió a su madre a los nueve años. Fue un problema mucho mayor que quedar huérfano, mi abuela dejó cinco hijos y un marido esquizofrénico. Su muerte, mientras pujaba en el alumbramiento de su última hija, ocasionó un trastorno familiar que dejó inútiles de todo buen criterio a los adultos que la rodeaban.
Su muerte fue un problema tan grande que nunca se lloró su ausencia per se, se lo hacía para reclamarle el condenado asunto que les había dejado. Cada adulto de la familia se llevó un crío. Así, mi padre y sus hermanos, fueron repartidos como cachorros a los tíos sin hijos, a la abuela viuda y a la prima solterona. Mi abuelo no era un loco bueno, era verbalmente violento y con conductas agresivas propias de su paranoia. Murió en su casa una tarde de invierno, pocos años después, ninguno de sus hijos pudo ir al entierro porque eran menores de edad.
Mi madre era la hija menor de un matrimonio de clase media que vivían en las afueras de la ciudad. Conoció a mi padre en un baile del colegio y se casaron tres años después. Alquilaron un piso todo lo lejos que pudieron, a 400 kilómetros con carretera directa.
Mi madre se quejaba del desamor de su padre y su hermana, que no eran capaces de acercarse a verla, el reclamo lo hacía extensivo a la familia de su esposo que, según ella, eran igual de desatentos. Mi padre, en cambio, telefoneaba y escribía cartas a sus hermanos invitándoles en navidades y cumpleaños. Él sí que tenía ilusión al respecto, pero como era huérfano sabía que había deseos irrealizables.
La navidad del año en el que murió mi abuela materna, mi abuelo fue a la cena de nochebuena con una mujer que presentó como su novia. Un tiempo después se casó con otra, una rubia de bote que era peluquera y que cada vez que nombraba a su marido le decía “mi chuchi”. Mi madre no lo aceptó nunca y dejó de hablarle, aunque lo hacía de manera oficial como mero trámite diplomático para algún encuentro que mi padre propiciaba.
Las pascuas de 1981 mis padres decidieron viajar a la capital, con sus cuatro hijos, para celebrarlo en casa de mi abuelo. Eran visitas desprovistas de cariño y amor, pero a mi padre le hacía ilusión que comiéramos un domingo en casa de su suegro. Habían preparado ensalada y empanadas de atún con vino para los mayores y Coca Cola para los niños. Adornaron el salón con guirnaldas blancas y amarillas, que hacían juego con las servilletas y el mantel. Mi madre optó por sincerarse, muy a su estilo, y le dijo a su padre, apenas terminar el postre, que era una “mierda de persona”.
Ella, que fue docente y que a sus cuatro hijos hacía enjabonar la lengua cuando emitían alguna grosería, llamó a su padre “mierda de persona” en domingo de ramos y delante de toda su familia.
Le dijo que un hombre de bien aceptaría la condición de viudo y respetaría la memoria de su mujer. Mi madre es extremadamente melodramática y artificiosa en sus acciones, así que después de esperar durante siete años un gran encuentro familiar, llamó a su padre “mierda de persona”, acarreó a sus hijos hasta el coche murmurando “mierda de persona, mierda de persona” y gritó a mi padre que pedía disculpas en el comedor de la casa de mi abuelo, que se diera prisa.
Cuando subió al coche, mi padre le preguntó si se había vuelto loca y dejó de hablarle las 4 horas del viaje hacia nuestra casa y toda la semana siguiente.
Cinco años después, mis padres se divorciaron, mi madre jamás se lo contó a su padre. Un viernes por la tarde, sin ningún aviso, apareció en el piso inmundo al que nos había llevado mi madre luego de la separación. Por esa época, ella había comenzado a amenazarnos con suicidarse, hecho que a mis hermanos y a mí no nos parecía una mera amenaza y exacerbábamos nuestra buena conducta.
Juan, el más pequeño de los hermanos, vio a mi abuelo y su mujer, teníamos prohibido llamarla abuela, bajar del taxi, corrió hasta la cocina y le dijo contento a mi madre lo que pasaba. Gritaba: “llegó el abuelo, llegó el abuelo” como si llevase sus nueve años de vida esperando pronunciar la frase que otros niños repiten cada fin de semana.
Yo pensé que mi madre aprovecharía la situación para decirnos que se mataría, pero tan desesperada estaba, que abrió la puerta con los ojos llorosos y abrazó a su padre.
Hizo café y por si a alguno de los que asistíamos a esa ceremonia no le apetecía el café también preparó te. A mí me envió a la panadería a comprar “cosas ricas”, por eso no estaba cuando lo demás sucedió.
Matías, el mayor de los hermanos del medio, me contó que el abuelo permaneció de pie junto a su mujer observando como mi madre iba de un lado para el otro improvisando la merienda. Imagino que tan poco sabía el abuelo de sus nietos, que no sé dio cuenta que faltaba yo. Cuenta Matías que mi madre les insistió en que tomaran asiento, para él eso era muy importante de remarcar., pero que ellos no querían porque tenían prisa.
—Me contó tu hermana que te has divorciado. —Mi madre no utilizaba ese término, porque el divorcio implicaba la posibilidad de un nuevo matrimonio y eso ella no lo concebía.
—Enrique me dejó —contestó mi madre a su padre.
—Pobre mujer —dijo mi abuelo y se marchó. Siempre de la mano de “mi chuchi”, según contaba mi hermano.
Cuando llegué de la panadería, mi madre estaba llorando en el sofá, acurrucada sobre las piernas de Matías, su hijo preferido. Juan, Mercedes y yo, que siempre quedábamos fuera de las escenas de cariño entre ellos, la observamos llorar largo rato. Yo sentí pena solo por mis hermanos que habían tenido que presenciar esa situación. Creí que mi abuelo se merecía aquello de “mierda de persona” porque sus nietos, sobre todo Juan que no sabía mucho de él, deseaba quererlo.
Cogí a Juan y Mercedes de las manos, los llevé hasta la habitación y les hice inventar una canción que se llamaba “mierda de persona”. La letra iba cambiando, pero giraba en torno a un estribillo que insultaba a nuestro abuelo. Era gracioso vernos así, en una especia de ritual africano danzando en círculo y gritando “mierda de persona, mierda de persona”.
Mi abuelo murió en un tren al poco tiempo, su cuerpo estuvo sin ser identificado varios días y a mí me parece la muerte más horrible de la que escuché hablar.