Lo que fue Alberto
Alberto
me conoció, me enamoró y luego, me dejó.
Tres
verbos en pasado, Alberto es mí pasado, ¿alguna pregunta?
Si,
la manera más tétrica de comenzar un relato sobre una ruptura amorosa fue esa.
Si usted, querido amigo, se sintió incomodo es porque está acostumbrado a los cuentos de hadas de la niñez, que nos enseñan
desde muy pequeño que todo comienzo es totalmente alegre o al menos, estable y
peor aún: El final siempre será feliz.
Por
otro lado, la vida no es así, para nada es perfecta, de hecho, háganles caso a
los desconocidos del autobús, que afirman que la vida va de altos y bajos.
Claro…las opiniones son distintas, una cosa es escuchar a las personas
negativas y otra a las personas positivas, pero otra cosa muy distinta es y será
escuchar a Alberto.
En
esta ciudad (sobre todo en la parte céntrica) no hay excepción en la que, un
lunes no haya tráfico, astutamente parto de mi casa al trabajo más temprano de
lo que comúnmente hago cualquier otro día de la semana. Entro al autobús ruta
6, dos puestos habían desocupados y decido sentarme junto a él. A primera
vista, lo notaba como un chico como cualquier otro, de esos que se fuman un
cigarrillo los viernes por la tarde para calentar su cuerpo un poco antes de
que comience la noche; recuerdo a la perfección de cómo estaba vestido: tenía un gorro, jeans, converse y sweater
negro.
Por
como estaba la situación, comenzó la plática entre los dos, habíamos hablado
desde donde cursaba hasta mi color favorito, culminó la conversación cuando
tuve que bajarme a mi llegada, uno de los trucos que él aún no sabe es que dejo
mi libro en el puesto que me había sentado con mi número telefónico a la
primera página del mismo y, desde que me bajé, esperé un grito como “Oye,
se te olvidó tu libro” pero no, solo el sonido del autobús acompañó mi
pensar.
Desde
el lunes hasta después de tres días esperaba
la llamada, solo recibía una que otra llamada de pago o, mis amigas
solteronas en búsqueda de aventuras en lo que conocemos como discoteca. El día llegó,
jueves 8:45 pm (la hora a la que me dedico únicamente a leer) me llamó aquel
hombre de voz gruesa, era Alberto, llamó con motivo para vernos el sábado en el
café para la tarde y, con gusto acepté. Ese fue el comienzo de dos meses largos
de una vida junto a él.
Puede
llamarlo usted al típico amor entre jóvenes veinteañeros pero, fue más que eso,
desde ese café, Alberto me hizo perderme de mi misma. Día tras día se desaparecía
mi rutina, me perdía pues, he sido yo de manera relajada y con él fui
salvajemente yo. Pensará que es una exageración si le digo que las sensaciones
se presentaban de manera intensa, ni el primer amor lo sentí así.
Alberto
me dominó enteramente, nunca me había estado tan enamorada, como si fuera la
primera vez.
Él
era distinto, sabía que el golpe se acercaba y, que sería fuerte. Lo miraba a
los ojos cuando me decía cuanto me quería o, cuando me hablaba sobre sus
asuntos filosóficos y problemas existenciales; me mostró cada marca de hojilla,
cada moretón. Por eso digo que fue distintito, tenía junto a mi (y otra veces
dentro) años de experiencia pues, cada marca hablaba por sí sola, sin embargo aún
quedaba el misterio del por qué ha sido un hombre de pocas palabras. Su cuarto,
otra historia más, las botellas pedían a gritos que fueran leídas y, su diario
me hipnotizaba con sus misterios plasmados en cada página.
El
28 de octubre, fue el día en el que me perdí completamente. Llegamos a una
especie de campo, la noche cantó para nosotros, tumbados a la luz de la luna y
al ritmo del viento nos encontramos, fijamos miradas y notamos que la plenitud había llegado.
La escenita
se repitió las tantas veces que queríamos sino hasta hoy, 3 de noviembre, que
no lo miré más al lado de la ventana en el autobús y no porque no estaba sino,
porque no quería.
No
se queden con la duda del por qué no quería, les contaré:
Para
ser breves: Él no le gustaba dar más que su cuerpo. Me tenía miedo porque era
yo quien lo amaba más, según fue lo que logré escuchar de su boca un día ya
pasado de copa.
Habían
sido semanas sin verlo tras haberle
entregado mi cuerpo, de hecho, sigo sin verlo, no hubo un “terminamos”
tampoco un ceño fruncido… no hubo nada y ahora dudo que, entre nosotros alguna
vez hubo un algo.