EL CARBONERO SATÍRICO

EL CARBONERO SATÍRICO

En 1.935 la calle de
La Almedina era el centro de Almería, lugar de bullicio y vecindad de una
ciudad portuariamente próspera. Al final de la calle tenías la ocasión de
llegar al barrio prohibido de “Las Perchas” doblando siniestramente,
o sea a la izquierda. De niño yo pensaba que el paralelismo entre izquierda y
siniestra se debía a eso, pues si doblabas a la derecha llegabas a la catedral
y eso era otra cosa.
Era esta calle paso habitual de proxenetas, putas,
borrachos y gente de mal vivir pero también de comerciantes y personas que acudían
a sus cotidianos y honorables quehaceres. También pasaba por allí el coronel
que mandaba el regimiento de infantería “Nápoles 24”, ubicado al otro
extremo de la calle.

Era este personaje muy devoto y temeroso de Dios, y si no fuese
por su escasa brillantez intelectual, hubiera tenido el honor de ser miembro
“supernumerario” de la magna obra cristiana, llamada en latín “Opus
Dei” (la obra de Dios). El hombre tenía su mérito o quizá simplemente
todavía no vendían condones en la farmacia de la esquina de esa calle; amante
además era el hombre de los niños potenciales miembros de “La Obra “,
tenía 17 hijos.
En el medio de la calle una casa normal, como las
otras, albergaba una carbonería. La vivienda tenía como las demás un largo
pasillo y al fondo una amplia sala y en ella se apilaban los montones de carbón
y de cisco. Era el carbonero un hombre solterón y cuarentón de carácter
dicharachero y amante de la broma gruesa, también gracioso y simpático, quizá
para contrarrestar el negro aspecto que presentaba su ropa y su piel
oscurecida, consecuencia de su actividad. Hombre satírico, tenía una peculiar
costumbre en el mes de abril, en los días próximos a las fiestas de San Marcos.
Colgaba unos cuernos que le había regalado un
empleado del matadero municipal y en el centro de estos un cencerro encima del
marco de la puerta de la carbonería. Amarraba un largo cordel al cencerro de
manera que le hacía sonar al tirar del mismo.
El carbonero se situaba al fondo del pasillo sin
ser visto desde la calle, pues el local estaba poco iluminado además de oscuro
por el polvillo de lo que vendía en su negocio. La calle muy luminosa en
primavera hacía que nada podría verse en la estancia donde se situaba el
carbonero.
Cuando el vendedor de carbón y cisco veía pasar por
la acera de enfrente, a algún marido de operaria del barrio de mala nota, al
coronel, o a algún presunto cornudo, tiraba del cordel haciendo sonar el
cencerro con un sonido escandaloso.
A la gente le hacía gracia aunque no a toda y los
niños se reían sin saber por qué. Incluso
los que se sentían aludidos, no movían musculo alguno y a veces sonreían, tal
vez por eso que dice el refrán, de “quien se pica, ajos come”.




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