Hasta el descuento.
Soy un amante del fútbol. No uno de esos que proclama que el balón es mi vida pero si un verdadero aficionado. Cuando puedo ver fútbol lo veo y cuando puedo jugarlo lo juego, es probablemente el único deporte que no me aburre y el único que me puedo emocionar de gravedad.
Tengo que confesar que mi historia con el fútbol no es de amor a primera vista. Al principio me parecía absurdo que veintidós hombres tratando de meter una pelota en un arco fuera algo que atrajera tanto a la gente. Tengo recuerdos de estar en el centro comercial de la granja en Valencia durante la final del mundial del año 2006. Alemania e Italia disputaban el partido y recuerdo a todo el mundo de pie, en un silencio solo interrumpido por las celebraciones de las grandes jugadas, las quejas por las duras faltas y el grito de un gol. Francamente no entendía nada y me sentía perdido en ese mar de gente. Y así seguí hasta que llegó el 2010.
Mi papá, un emigrante español, me sentó a su lado durante el primer partido de la selección española en el mundial de Sudáfrica, contra Suiza, me rodeó con un brazo y me dijo “nosotros le vamos a los que están vestidos de rojo”. Recuerdo que ese primer partido lo perdimos, y antes de que terminara ya yo me había levantado y me había encerrado en mi cuarto a hacer cualquier otra cosa mientras mi papá, Sergio (igual que yo), seguía ahí pegado al televisor. Pero Sergio no se rindió y cuando España jugó su segundo partido me volvió a sentar a su lado para verlo, entonces España ganó y jugó particularmente bien, lo miré a él y lo ví lleno de alegría, viviendo el partido y me cautivó, y durante todo el resto del torneo me senté a su lado a vivir los partidos. España ganó ese mundial, pero más importante aún, mi papá y yo habíamos ganado una nueva afición para compartir. Yo toda la vida he tenido una forma pensar radicalmente opuesta a la de mi papá y quizás por eso teníamos tantas diferencias, pero entonces durante noventa minutos más el descuento los dos veíamos el mundo con los mismos ojos. Unos ojos lleno de pasión y de vida, unos ojos llenos de fútbol.
Después de enseñarme a querer a la selección española y posteriormente a la venezolana, mi papá decidió enseñarme el fútbol a nivel de clubes y a enseñarme a querer al equipo de sus amores, el Real Madrid. Y así mi papá y yo habíamos conseguido no solo disfrutar del mismo deporte sino además hincharle a los mismos equipos. Pero quizás porque el primer equipo al que decidí querer ganó el primer torneo que decidí mirar me convertí en un mal perdedor y Sergio empezó a notarlo cuando empecé a abandonar la sala cada vez que mi equipo iba perdiendo. Recuerdo que empezó a notarlo durante la copa América de 2011, en el último partido de Venezuela en la fase de grupos. La selección venezolana jugaba contra Paraguay y aunque habíamos comenzando ganando el partido muy rápido, Paraguay se puso las pilas y nos remontó. Al minuto 85 Paraguay hizo el 1-3 y parecía sentenciar el juego y yo me levanté del sofá y me fuí a mi cuarto mientras mi papá y mi mamá seguían viendo el partido. Cuatro minutos después escucho los gritos de gol y corro sorprendido a la sala. Miku Fedor había conseguido el 2-3, entonces ya en el descuento, obtuvimos un córner y sin nada que perder el arquero Renny Vega cruzó el campo hasta el área rival. Arango puso el centro que Vega consiguió cabecear, el balón iba fuera pero Grendy Perozo que apareció de sorpresa alcanzó a impactarlo con el pecho y la mandó a guardar y para sorpresa de todos, Venezuela había logrado empatar el partido. Después de celebrar, Sergio me miró y me dijo: “Hijo, no se acaba hasta que se acaba. Hay que luchar hasta el descuento porque a veces los milagros ocurren en el último minuto”.
Aún así yo siempre fui corto de entendederas y por eso nunca terminaba de ver los partidos si íbamos perdiendo. Era más grande para mí la decepción de perder que la esperanza. Pero por cada vez que apagaba mi televisor podía ver a mi papá pegado al suyo, observando hasta el descuento. Entonces llegó la final de la champions de 2014. Se enfrentaban el Real Madrid y el Atlético de Madrid. En pocas ocasiones se veía un derby en una final de champions y esta era una de esas. El que tiene alguna de idea de fútbol conoce que el Real Madrid es el equipo que más champions tiene. Lo es ahora y lo era hace tres años. Solo que para ese entonces había cosechado una mala racha y tenían 12 años sin ganar una. Esta era la oportunidad perfecta para ganar la tan ansiada décima y mi papá lo sabía así que como siempre me sentó a su lado para ver tan importante partido. Fue probablemente uno de los juegos más frustrantes que he visto. El Real Madrid que tenía la posición, asediaba el arco rival pero la suerte estaba del lado contrario. El Atlético, por medio de un córner se adelantó en el partido y ese marcador se mantendría así hasta los últimos minutos. El Madrid no se rindió y seguía atacando pero la pelota parecía no querer entrar esa noche. Al cumplirse los noventa minutos el árbitro agregó cinco minutos de descuento pero ya yo había tenido suficiente y como me era acostumbre abandoné la sala, pero mi papá jamás vaciló con hacer otra cosa que seguir viendo el partido. En el minuto 93, el Madrid consiguió un córner, el croata Luka Modric puso el centro y como si mi papá lo hubiera sabido todo ese tiempo, nuestro tocayo, Sergio Ramos, apareció y cabeceó el balón para conseguir el empate. Mi papá gritó el gol y cuando lo escuché corrí y lo abracé para celebrarlo con él. Fue algo mágico. El encuentro se fue a la prórroga y el Real Madrid, como si nunca hubieran jugado los primeros noventa minutos, salió con energía al campo y conseguió marcar tres goles más. Por fin habíamos conseguido la décima.
Ahora han pasado tres años y yo tengo un papá menos y el Real Madrid tiene dos champions más. ¿Quién me iba a decir que siete meses después de aquella victoria te irías tan de repente? ¿Cómo se te ocurre, viejo? Morirte así, sin darme chance de cambiar de canal. Capaz te pensabas que con la décima y el mundial te bastaba porque no sabías todo lo que venía después, no te imaginas todo lo que he celebrado. Por eso este párrafo es para tí, aunque sé que no puedes leerlo. Gracias, papá. Gracias por enseñarme este deporte. Aunque ya no estás y ya no lo veo tanto. Descubrí que en el mundo real el fútbol no es tan importante, aunque sospecho que ya lo sabías. Ahora tengo 17, casi 18, y la mayoría de los partidos los veo solo, o no los veo. No son tan divertidos si no estás para discutir sobre ellos o para celebrar los goles juntos, pero también es verdad que ahora los veo como tú: hasta el descuento. Me toca hacerme adulto, papá. Me toca tomar muchas decisiones y me toca seguir mis sueños. No voy a ser futbolista (aunque sospecho otra vez que ya lo sabías), ahora quiero ser escritor y no sé que pensarías de eso realmente. Pero lo que si sé, es lo que me dirías. Me dirías que aunque en ocasiones vaya perdiendo, en la vida, como en el fútbol, hay que luchar hasta el final. Y te agradezco por eso más que por el deporte. Porque tú me enseñaste que es cierto que los milagros pueden ocurrir en el último minuto.