Ojos de oro
Sucedió, el día en que todos los ángeles se reunían para aclamar y celebrar la llegada de uno de los suyos, un nuevo compañero, un nuevo hermano. A la llegada de todos al Santuario mientras todos estaban esperando el acontecimiento, una luz cegadora, tan blanca y pura como el alma de la nueva y divina criatura emergente de esa hermosa luz hizo que todo se sumiera en un silencio expectante.
Una exclamación ahogada se hizo presente en el Santuario, cuando aquel nuevo ser se dejó a relucir por completo: el Santuario, una sala espaciosa con paredes de cristal se encontraba en total silencio y con la mirada en aquel chico, que a pesar de haber nacido hacía solo minutos, poseía un cuerpo firme y definido; sus rasgos eran delineados, cincelados, deslizarte en la hermosa nariz perfilada y algo respingada hasta caer en esos labios sonrosados y abultados, era como si la mismísima mano de Dios los hubiera esculpido —y de hecho, así lo era—. A su vez, sus rasgos faciales también mostraban un salvajismo jamás visto antes en la ciudad celestial, lo cual lo hacía cada vez más atrayente…
Poseía la elegancia de los ángeles, no había duda, caminaba a paso firme entre sus nuevos hermanos —sin importarle su actual estado de desnudez— todas las miradas se encontraban en aquel recién nacido, no precisamente por sus hermosos ojos, tan dorados como oro derretido y refulgente, su mirada tenía una atrapante chispa de ferocidad que brillaba como una llamarada de fuego en su máximo esplendor. No, las miradas se encontraban en él, porque sus hermanos poseían cabellos dorados, o castaños, incluso casi blancos. Él poseía cabellos oscuros, oscuros cabellos, del color del ébano o de la misma obsidiana, lo cual solo hacía resaltar su piel pálida.
Murmullos comenzaron a escucharse por doquier hasta que todos fueron acallados por una voz potente que resonó en todo el Santuario e hizo vibrar los cristales de éste.
—Remiel— Fue lo que simplemente dijo aquella profunda voz que no parecía ser masculina o femenina, que no provenía de ningún lugar pero al mismo tiempo llenaba toda la sala, más se escuchaba de todos lados, transmitía una paz inigualable, pero que no dejaba de ser autoritaria. El hermoso ángel se volteó confundido al haber sido nombrado, al escuchar aquel que ahora era su nombre, el oro de sus ojos recorría el Santuario tratando de buscar a la persona que le había llamado, su gesto demostrando una infinita y pura inocencia, además de su desdén ante todas las miradas y murmullos a su alrededor.
De pronto se escuchó un grito, ensordecedor y lleno de dolor proveniente de Remiel. Sus párpados se cerraron fuertemente mientras caía de rodillas ante el dolor, sus manos estaban hechas puños y su cuerpo ahora encorvado en el suelo, tratando de calmar el dolor agonizante presente en su espalda —la cual se encontraba totalmente enrojecida y comenzaba a sangrar—, el suelo de mármol blanco, se manchaba del dorado icor proveniente de la espalda de Remiel.
Remiel no comprendía porque nadie realizaba ningún esfuerzo para ayudarlo, pero tampoco sabía el porqué de ese dolor. Suelta otro fuerte grito mientras arquea bruscamente la espalda al sentir algo surgiendo de ésta, como liberándose y suspira de alivio cuando, con esto el dolor desaparecía al instante; otra exclamación ahogada —ésta vez de admiración— se manifestó en el Santuario al ver las hermosas, fuertes y amplias alas del más puro color blanco, con algunas motas en dorado que brillaba con los rayos de luz que se colaban por las paredes de cristal.
Sus alas eran tan grandes que cubrían todo su cuerpo arrodillado, el pelinegro se levantó y aunque se tambaleó un poco debido al peso extra presente en su espalda—al cual definitivamente aún no estaba acostumbrado—, pudo mantener el equilibrio. Al instante luego de que se pusiera de pie, una de sus hermanas de cabellos castaños, casi rubios y ojos de un color azul intenso, se acercó a él con expresión gentil al momento de tenderle una toga para que Remiel pudiera al fin cubrir su desnudez, él la observó con la confusión brillando en sus ojos dorados, no sabía porque ella le daba aquello, ni para qué exactamente, lo cual demostraba la inocencia y la carencia de conocimientos que aún tenía sobre algunas cosas.
Los ángeles no necesitan aprender, ellos nacen con sus bastos conocimientos sobre casi cualquier tema. En pocas palabras eran como niños pero con una gran concepción y entendimiento de lo que sucedía a su alrededor. Y si, son pocas palabras para tratar de describir totalmente la belleza, erudición, inocencia y exagerada majestuosidad de un ángel neonato, o simplemente cualquier Ángel. Nada se compara a la sabiduría de los hermosos y grandes Guardianes de la ciudad celestial. Algunos serían enviados a un mundo terrenal, se les asignaba una persona, un ser viviente para criarlo, vivir y cuidar de él o de ella, en algunos casos también se les asignaría hogares y por consiguiente, a una familia entera por proteger. A éstos se les denominaría “guardianes”, se diría que tal vez el término ‘no es muy creativo’, pero te diré que ese término se creó justo aquí en la ciudad celestial; aunque claro eso sería en un par de siglos más, cuando Dios decidiera que era hora de demostrar su poder con la raza humana..
Remiel, gracias a su hermana quien le ayudó a cubrirse sin ninguna clase de deseo carnal a pesar de la hermosura atrayente plasmada en los rasgos de él, o por su musculatura. Remiel era hermoso, no como los ángeles, él poseía una belleza peculiar, aquella que podías apreciar por mucho tiempo y jamás te cansarías pues mientras más mirabas, más encontrabas razones para admirarle, sencillamente era una obra de arte, y dime… ¿Te cansarías tú de apreciar una obra de arte que amas?
Su cuerpo ya se encontraba cubierto al momento en que sus hermanos comenzaban a acercarse con intención de presentarse.
Uriel
Miguel
Haniel
Raziel
Vehuel
Fueron algunos de los nombres que Remiel escuchó, nombres y rostros se grababan en su mente con fuego, sabiendo que no habría nada en los mundos que lo haría olvidar a sus hermanos.
—Remiel— solo una palabra de parte del pelinegro que hasta entonces no había pronunciado palabra, bastó para que nuevamente muchos callaran. A pesar de que ya todos sabían su nombre, él lo dijo nuevamente, teniendo como principal razón que no sabía qué más podía decir.
Su voz fue profunda, de barítono, fue tan preciosa, melódica y aterciopelada que a algunos, los vellos de los brazos se les habían erizado.
Una sensación de curiosidad y confusión de habían instalado en el pecho del chico al ver como todos en silencio estaban, ésta confusión pudo verse reflejada en sus ojos con un brillo luminoso que rápidamente se extinguió quedando atrapado en éstos, había comenzado a irritarse de tanto silencio, había comenzado a aburrirse de las miradas encima de él, y había comenzado a sentir un calor recorriendo sus nuevas alas impacientes por ser usadas por primera vez, quería sentir el viento besando su rostro aunque no conocía cómo se sentiría, los rayos del sol bañando directamente su pálida y tersa piel, el aire fresco entrando sin remordimiento alguno en sus pulmones.
Antes de darse cuenta, sus pies corrían en dirección a las puertas dobles del Santuario, estaba ansioso por probar el aire, hambriento del futuro y cegado por las nuevas sensaciones que deseaba experimentar. Sin dirigirle una nueva mirada a alguno, cruzaba y se hacía camino entre sus hermanos hasta llegar a la ansiada puerta doble hecha de puro cristal, como casi todo en el Santuario, ésta se encontraba abierta, haciéndole más fácil la salida, pues muchos de los presentes comprendían aquel sentimiento de necesitar la libertad que les otorgaban esas alas, era algo instintivo, como parpadear o incluso respirar.
Sus pies descalzos tocaron el suelo por última vez, antes de no sentir nada. Debajo de él, el suelo se alejaba rápidamente mientras en su espalda sus alas aleteaban fuerte y constantemente, con su vista fija en el vuelo y los sentidos nublados por la repentina euforia que estaba experimentando, no pudo darse cuenta de que algunos de sus hermanos se habían unido a él en su desesperada huida para tocar el cielo por primera vez.
Su cabello resaltaba contra el color azul del cielo, sus alas refulgían, tenían un brillo propio al ser bañados por la luz de esa gran estrella que iluminaba potentemente la ciudad celestial —e incluso sin la presencia de luz, brillaban como ningún otro par—, sus ojos dorados…no sé puede expresar con palabras el brillo de felicidad instalado en ellos.
Era simplemente hermoso, un hermoso espectáculo digno de ver, una escena tristemente que por la altura en la que se encontraba en comparación de sus hermanos, nadie pudo observar. Nadie pudo ver el oscuro cabello revoloteando en su rostro, ni mucho menos la relajación representada en el rostro de aquel ángel con su belleza etérea vista en su máximo esplendor.