Deuda Saldada
Carlos y yo siempre fuimos los más atrevidos.
Hay que decirlo, fuimos nosotros quienes inventamos el juego, al fin y al cabo llevábamos la delantera en todo, fuimos los primeros en caminar, los primeros en gatear, los primeros en construir una pared de naipes para luego destruirla y los primeros en hacer enojar a la bondadosa tía Marta. La osadía y el ímpetu por explorar marcaban el ritmo de nuestras vidas. Éramos realmente los primos perfectos, ya lo predecía mi abuela cuando dijo enigmáticamente que nos parecíamos en todo menos en la cara.
Eran diversas y excitantes todas las actividades que realizábamos: derribar al tío Juan, bromear con los Mesa de al lado, jugar a ser soldados, molestar a la prima Juana, hacer llorar a los hijos de doña Rosa… eran numerosas las actividades a las que nos sometíamos, pero sin duda la mejor de todas era aquel curioso juego que en algún entrañable momento del tiempo creamos entre risas: jamás imagine el fatídico final que nos esperaba.
El juego era simple y jovial, consistía en lanzar un dado, de forma que el primer número arrojado fuese ahora el número a evadir; luego cada uno de los participantes lanzaba el dado, y el primero que arrojara el número ya establecido seria el perdedor y el personaje principal en el desarrollo del juego. Aquí comenzaba lo divertido, el resto de participantes debía ponerse de acuerdo para escoger a algún personaje que el jugador debía imitar. Por lo general Carlos y yo siempre hacíamos artimañas con tal de no quedar y obligar a nuestros primos a hacer tonterías, de forma que el asunto se hacía aún más jocoso cuando veíamos las orejas rojas y las caras pálidas apresadas por el temor de nuestros primos. Aun así era un juego del que todos los primos solían participar, y al parecer era la única locura que las tías parecían aprobar.
Mil personajes habían sido imitados por los más pequeños de la familia: desde un médico hasta un dramaturgo, desde un actor hasta un zapatero, desde John Locke hasta Leonardo Dicaprio e incluso desde Borges hasta Cortázar: someterse a aquel juego era como sumergirse en un nuevo e inexplorado mundo.
Sin embargo todo cambio una primaveral mañana de abril.
Éramos tres apenas los participantes de aquel día, Carlos se había presentado sonriente y ataviado con una túnica de lo más flamante; el otro jugador de aquel día sería Cristian, el hijo de la tía María, más conocido por su ingenio lento que por su astucia, aun así sería un buen jugador dadas las condiciones, pues Carlos quería ser el actor aquel día y ambos contaban con las artimañas necesarias para hacer que eso se diera.
Efectivamente, las artimañas funcionaron y Carlos era quien actuaría aquel día. Era lo más justo al fin y al cabo. La cosa cambio cuando Carlos propuso una innovadora dinámica: él elegiría su personaje a actuar y el resto adivinaría de que se trataba aquella imitación.
En aquel breve intervalo todo se rompió, os lo juro, la calma, y las risas, y los juegos, y la diversión, y todo lo que era el juego antes se rompió en aquel breve instante. Aquella insignificante variación se convirtió en un detonante para que el mundo volará en mil pedazos.
Lo que pasó luego de esto fue simple, y terriblemente perturbador, tanto que justo en este momento mis dedos flaquean y la letra se está haciendo cada vez más ininteligible y distorsionada, es verdaderamente escalofriante recordarlo, lo juro, intentare esforzarme al máximo para soportar la carga emocional.
Carlos, con aquella sonrisa tan característica me miró fijamente y de un solo vueltón lanzo a volar por los aires la llamativa túnica. Les juro que la calma ha desaparecido de mis brazos, recordarlo se siente aún como una fría puñalada en el corazón: Carlos iba exactamente vestido igual que yo, de pies a cabeza, incluso, por un momento, sus rasgos faciales se hicieron idénticos ̶ ¿Adivina quién soy? ̶ me preguntó acercándose a mí y mostrando una grotesca sonrisa que le llegaba de oreja a oreja ̶ ¡Vamos, es muy fácil! ̶ Mientras mi papada temblaba y los dedos se me ponían tensos logre titubear unas cuantas palabras antes de la cúspide del relato. ̶ No… no eres… no, no te pareces a…a…
Fue entonces cuando de súbito el niño retrasado se levantó y salió corriendo despavorido, estaba totalmente solo, totalmente solo al frente de aquel escalofriante ser que desconocía por completo.
̶ Ya veo, ¿acaso crees que no puedo parecerme a ti? ¿Te crees mejor, eh?
Hice lo único que podía hacer: abandonar cautelosamente la estancia.
Mi corazón se llenó de paz por un placentero tiempo en el cual nos mudamos de ciudad. La sonrisa grotesca de Carlos me continuaba atacando de vez en cuando, pero con el tiempo, el dolor se hizo cada vez más fácil de apaciguar, hasta convertirse nada más en un vestigio lejano de un grotesco sueño ilusorio.
Sin embargo, una mañana de abril, cinco días después de haber cumplido veinte siete años, se me vino a la mente que Carlos debería de tener ya veinte seis. Ya pensar en él no me dolía, hacía parte ya de un pasado tan lejano que parecía que nunca hubiese existido.
Aquel día nos visitaron algunas tías, me sorprendía de ver lo mucho que habían envejecido. Me dio mucha curiosidad ver al hijo de la tía María, que a pesar de tener ya veinte ocho años seguía siendo un estúpido por completo. Entraron una por una, y abarrotaron la sala de aquel chismoseo tan sofocante que tanto las caracterizaba.
Yo preferí salir a la buhardilla, prendí un cigarro y comencé a hacer finos anillos de humo mientras escuchaba a Chopin. De momento sentí curiosidad por leer aquel antiguo libro de Borges que tanto me gustaba y fue entonces cuando sucedió lo aterrador.
Era yo, era precisamente yo. Era idéntico a mí, pero sus expresiones eran forzadas y nefastas, parecía tener un tumor en el labio pues en aquella zona percibía un aleteo constante. Iba vestido exactamente igual que yo, eso era lo más escalofriante. La cosa se hacía tan aterradora que incluso se esforzaba por hacer mis mismos gestos: era un pedacito pequeño, escalofriante y precario de mí mismo. ¿Era un sueño? No podía saberlo, lo único que sabía era que el miedo me tenía paralizado, era un ser débil y diminuto ante los ojos de aquella espeluznante criatura. Había regresado.
̶ Apuesto a que esta vez adivinas quién soy… ̶ comenzó, zumbando en mi oído como una mosca.
̶ Apuesto a que adivinas quién soy… ̶ su voz era como un cántico grotesco, mis oídos retumbaban de dolor y mi mente empezaba a dar vueltas.
̶ Apuesto a que adivinas quien soy… ̶ un hedor repugnante hendía el aire de la estancia, mi corazón palpitaba a más no poder. Hasta que de súbito deje de oír mis latidos.
̶ ¿Ves que no es tan difícil? ̶ se hizo un silencio sepulcral.
Unas manos negras como la noche nublaron mi vista, me tomaron del cuello y de la cara, ya ni siquiera me debatía, el mundo ya no era más que una negrura terrorífica. Ya no tenía miedo, ya había asumido mi destino, mi mente se empezó a nublar y el aire se empezó a cortar.
Mi última visión fue una clara imagen de mi cara reflejada enfrente de mí, era escalofriante visualizar cómo era mi cuerpo en realidad. Pero ese no era yo, sabia con claridad quien se escondía tras la máscara, y era reconfortante.