¡Anoche soñé con él!
Un hombre estaba sentado en la parte trasera de un taxi. Viajaba sin premura por las anchas avenidas, que estaban congestionadas en una mañana umbría y gris. Veía con indiferencia hacia el frente, embebido en un solo pensamiento: nada. En efecto, nada le preocupaba, nada llenaba su corazón de desasosiego, más bien, su temperamento era flemático, como si fuera un mero instrumento. Su postura era rígida, en exceso rígida, con el mentón bien levantado, y la mirada fija, sin parpadear; cualquier zopenco le acusaría abiertamente de ser un prepotente, so pretexto de su alta dignidad.
Su rostro era pálido, pero de buen porte, con un cabello negro brillante y peinado sobriamente, hacía juego con un fino saco negro de dos botones. Era un hombre elegante, e iba sentado con las manos sobre sus rodillas, en una gran ciudad y sólo esperaba llegar a donde quería llegar. El claxon sonaba y sonaba de aquí allá, mientras permanecían inmóviles en el barullo del embotellamiento.
De pronto, un estridente golpe le hizo girar su cabeza:
—¡Anoche soñé con él! ¡Anoche soñé con él! ¡Anoche soñé con él!
Gritaba un hombre desde afuera, mientras golpeaba sin parar la ventanilla del ejecutivo. ¿Era un maníaco? Sin embargo, el ejecutivo sólo lo miraba: era una mirada vacía, fría, sin reacción, casi robótica. Entretanto, el hombre del exterior, seguía prorrumpiendo sus desaforados gritos, como si le estuviese previniendo de algo o de alguien; no obstante, al notar la indiferencia de aquel hombre que estaba dentro —y del resto de las gentes—, las lágrimas y gestos aún más vehementes y desesperados revitalizarían la paliza que le propinaba a la ventanilla. Probó abrir la portezuela, pero después de múltiples intentos en un rango corto de tiempo, la desesperación hizo que cambiara de estrategia. Se enjugó las lágrimas, y continuó:
—Es un hombre menudo, de complexión extraña, musculado, de brazos y piernas cortas, de cabeza grande como una sandía, su piel es parda, pero de un tono pálido, casi grisáceo —a continuación, comenzó a gesticular enérgicamente usando todo su cuerpo—: su pelo es escaso, ralo y liso, peinado hacia un lado. Sobre su coronilla —sus manos se tocaban nerviosamente la cabeza—, sobre su malformada coronilla, sobresale un chichón, que más parece una protuberancia, ahí el cabello le escasea. Sus ojos son anormalmente grandes, como los de un Australopitecos africanus; empero, su mandíbula es su rasgo más característico: es excesivamente grande y sus dientes largos se deforman hacia afuera…
De repente, abrió los ojos. Tomó una bocanada de aire como si se estuviera ahogando, y se levantó de un salto. El hombre estaba asustado, le costaba respirar, pero sintió que el sueño le había prevenido de ese extraño suceso. Tocó sus mejillas, como por un reflejo: sus cachetes ardían entre su sudor; y, mientras se reponía, advirtió el sol matinal que bañaba toda la habitación sin mobiliario, y el viento que se colaba por unas modernas ventanas altas, que movía unas cortinas largas y majestuosas de color caqui, que oscilaban tímidamente sobre la moqueta blanca. Todo estaba en calma, así que pensó que al bajar las escaleras se encontraría como de costumbre, con el taxista que siempre lo recogía a las siete y media en punto. El reloj marcaba las siete y cuarto. ¡Era tarde! El sueño le había sustraído de la realidad, de tal manera, que la alarma no había conseguido sacarlo de su reposo.
Se dirigió dando traspiés y sin pensarlo mucho hacia abajo, impelido por alguna fuerza ajena a la suya. Ya abajo, y en pijama, advirtió un taxi estacionado en una anchurosa avenida. De pronto, se dio cuenta que había bajado de un rascacielos gris y sin vida; el clima era húmedo y frío. Se acercó al taxi y comenzó a golpear la ventanilla trasera: «¡anoche soñé con él!», gritaba «¡anoche soñé con él!»; entonces, fijó su mirada en el interior del vehículo, mientras los cláxones acallaban y resurgían en una tormenta interminable. Advirtió a un hombre con distinguido e inexpresivo rostro, con el cabello corto y bien peinado, que lo miraba como una máquina contemplaría a un hombre: glacial, sin empatía y distante. Sus manos estaban sobre sus rodillas, su postura era rígida como la de una estatua y su traje estaba impecable.
Sintió que algo lo golpeaba, su estómago dio un vuelco y entonces el frenesí hizo que siguiera repitiendo que anoche había soñado con él (refiriéndose a él mismo, y a su otro “yo”, pero no encontraba otras palabras más que las que gritaba como un lacónico demente), incluso intentó entrar al taxi; empero, al advertir la inutilidad de sus intentos, y que la movilización vehicular le privaría de la oportunidad de comunicarle el mensaje, y aunque se percibía a sí mismo, algo más parecido al delirio que a la desazón hizo repetir palabra por palabra lo que había escuchado en su sueño… pensaba que, si se lo decía, tal vez así podría liberar a su otro “yo” y por añadidura a él mismo.
Cuando terminó, el vehículo se movió y él dio un paso atrás. En ese instante pasó otro automóvil con los vidrios estampados en negro, un negro tan brillante que reflejaba diáfanamente cual espejo: entonces advirtió a la horrenda criatura que antes había descrito, por la revelación de su sueño.