Corazón roto
Tenía seis años cuando me encontraba llorando en mi habitación. Tenía los ojos rojos y las narices rasposas, nunca había sentido tanta presión en el pecho y no entendía por qué me dolía tanto. Acababa de llegar de la escuela y de ver a Vane, una niña de mi edad con grandes ojos cafés, cabello naranja zanahoria y una sonrisa que, sin importar los dientes faltantes, te dejaba soñar cosas grandiosas en el tiempo de la siesta. Era su cumpleaños y su mamá había organizado una fiesta en el salón, llevó pastel y un gran bote de helado. Cuando llegó el tiempo de los abrazos me acerqué y le di el regalo que con tanto anhelo había preparado para ella: le di un tulipán y le expliqué en una carta que esa pequeña flor me gustaba porque me recordaba a su cabello, aquél que era tan inusual como hermoso. Le dije que me gustaba su sonrisa y que sus ojos me encantaban más que ver el atardecer junto a mi papá en el río. Mi carta estaba mal doblada, las letras estaban en diagonal e incluso llegó a mojarse por el sudor de mis manos nerviosas; pero, sin importar nada, me armé de valor y fui a dársela. Vane me abrazó como a todos, sin brillo en sus ojos cuando le di mi regalo, hizo una mueca y la dejó a un lado para abrazar al siguiente. Me dolió. Me dolió esa pizca de desprecio, tuve que decirme a mí mismo que no importaba, que después la leería cuando no tuviera a todos a su alrededor. Cuando salimos de clases me acerqué de nuevo a ella, puse mis manos atrás de mí escondiendo el nerviosismo y le dije:
• Qué bonita fiesta, Vane. Muchísimas gracias por invitarme.
Ella dejó de poner atención a sus amigas y volteó a decirme:
• Eh, sí. La invitación era para todos. —Ahora dejó de prestarme atención a mí y siguió hablando con sus amigas acerca del regalo que había pedido a sus padres.
• Ojalá te haya gustado la flor y la carta, mi papá dice que… —pero Vane ya no me escuchaba, su mamá había llegado y ella corrió a recibir el regalo que su madre tenía cargado. Miré hacia abajo, donde Vane había estado hace unos segundos. No me encontré con ella, pero sí descubrí que la flor estaba en el piso junto con la carta; ella ni siquiera la había leído. Las recogí y las tiré camino a casa. Subí y golpeé la puerta de mi cuarto hasta que mi mamá fue a regañarme, le grité que me dejara solo y me encerré en mi habitación. No comí, no hice tarea, no dormí, no hice nada; sólo preguntarme por qué a Vane le había interesado más el regalo material de su mamá que el mío, que era más sentimental. En la noche, después de que mi mamá fracasara en que comiera algo, entró mi abuelito al cuarto y se sentó en mi cama invitándome a acompañarlo. Sin importar mi enojo, subí a la cama y me senté junto a él.
• ¿Qué te pasa, Adrián?
Le conté todo, le dije mis planes desde que me enteré que faltaba un mes para el cumpleaños de Vane, de cómo convencí a mi mamá de que me llevara a la florería y de todas las tardes que duré ensayando para escribir la carta. Le dije cómo había rechazado mi regalo y cómo me sentí en ese momento.
• Me duele aquí, abuelito, —dije señalando mi pecho, ante la mirada de preocupación de mi abuelo, añadí —: no me pegaron ni nada, pero me duele acordarme.
• Al parecer te duele el corazón, Adrián. — Volteé a verlo y pregunté:
• Pero, ¿por qué me duele? Nadie me aventó, sólo Vane despreció mi regalo.
• Exacto, por eso te duele. La indiferencia es peor que el rechazo.
• Ya no quiero sentirme así —dije secando las últimas lágrimas que resbalaban por mi mejilla —. Quiero quitarme esta presión en el pecho.
Mi abuelo sonrió y pensé que se reía de mí, volví a llorar y le pedí que no se riera. Se volteó hacia mí y dijo:
• No me rio de ti, Adrián. Al contrario, me da gusto que aún existan personas como tú: que prefieren regalar el corazón como muestra de cariño.
Alcé mi cabeza limpiando mis lágrimas y pregunté con un grito ahogado:
• ¿Me han robado el corazón?, ¿por eso me duele el pecho? ¡Necesito que me lo devuelvan!
• No te lo han robado, Adrián, tú entregaste tu corazón. Quisiste tanto a Vane que le regalaste una parte de él, por eso te duele que haya rechazado tu regalo. Las personas son heridas cuando quieren con el corazón.
• Entonces, si yo le di mi corazón, ¿ya no podré recuperarlo? —comencé a asustarme, no quería quedarme sin corazón.
• Claro que lo vas a recuperar —me dijo tocando mi hombro—, pero tienes que recuperarlo poco a poco.
• ¿Y cómo lo hago?
• A ver, déjame ver cómo recuperar un corazón partido. —Se tocó la barbilla y duró un tiempo pensando. Después de un rato me miró y dijo—: Ven, acompáñame afuera.
• Pero está lloviendo, abuelo.
• No importa, ven.
Bajé de la cama y lo acompañé hacia la puerta de la casa. Afuera hacía frío, la lluvia no caía muy fuerte, pero mi abuelo no me había dejado agarrar una sudadera.
• A veces, Adrián, un día lluvioso ayuda a reparar un corazón roto. El cielo gris, el sol apagado, las nubes cargadas, la cafetera prendida y el sentir las hojas de un buen libro son el remedio perfecto para estos casos.
• Pero no me gusta que llueva, abuelo, me hace sentir más triste.
• La función de la lluvia no es que te pongas más triste, sino que veas que hasta el cielo tiene el corazón partido.
• ¿También se lo robaron? —pregunté con asombro.
• Así es, hijo, ni el cielo se salva de un corazón roto. Él entrega sus mejores atardeceres y llora porque la luna no alcanza a verlos
• ¿Al cielo le gusta la luna? —Me sentí mal por la luna, a mí me gustaba ver los atardeceres con mi papá y era triste que ella no alcanzara a verlos.
Mi abuelo asintió sin hacer ruido y nos quedamos un momento observando la lluvia. Ver al cielo triste me hizo darme cuenta que un corazón roto lo tenía cualquiera y que tarde o temprano tenía que superarlo. Sin embargo no he podido hacerlo, mi corazón sigue perteneciéndote y cada que te escribo confirmo que te lo entrego en cada línea.
Hace mucho que dejé de tener seis años y aún sigo llorando a quien rechazó mi corazón. Mi abuelo me dijo que sin importar la edad que tengas, entregar el corazón siempre será doloroso. Ese día me acompañó a buscar la carta y la flor que le había regalado a Vane, los encontramos muy mojados, pero al final pudimos recuperarlos; él dijo que no los tirara, que se los devolviera mañana sin importar que no los quisiera, pues el cielo sigue dando atardeceres sin que la luna los vea, porque los regalos que se dan con el corazón se dan para demostrar sentimientos, no para crearlos. Hoy el cielo sigue llorando y yo sigo acompañándolo con cada escrito no correspondido que te hago. Te sigo regalando el corazón y, aunque no te des cuenta, espero que sepas usarlo para encontrar a alguien que sepa llenarlo.
Que talento! me encantan tus escritos
Éxito! Te quiero mucho