El tesoro del pirata Teodoro
Hace muchos años vivía un pirata muy particular, pues era tuerto del ojo izquierdo, tenía un gorro de color rojo y una pata de palo. Pero lo que le hacía ser el corsario más especial que haya existido en nuestro país es que era el único pirata de río.
Teodoro, que así se llamaba, no era malo del todo, pero sí muy travieso, ya que campaba por los ríos de nuestra comunidad como si fuesen suyos, y a todas las personas con las que se cruzaba acababa embaucándolas para quitarles algo. Dominaba el arte del engaño hasta tal punto que llegó a ser uno de los piratas más ricos de su época.
Por esa razón, Teodoro acabó imitando a sus compañeros del mar y decidió esconder sus riquezas de forma que nadie, salvo él, pudiese encontrarlas. No obstante, por si algún día se olvidaba del lugar donde había ocultado los tesoros, decidió hacer un mapa con la ubicación exacta de cada uno de ellos.
Con el tiempo, nuestro rico pirata tuerto falleció de viejo y sus descendientes fueron heredando aquellos famosos mapas del tesoro.
—Os preguntaréis por qué os he contado esta historia —les dijo María Jesús a los niños, y añadió—: muy fácil, es que hace poco ¡ha llegado a mis manos uno de los famosos mapas del tesoro! —exclamó alzando la voz.
—¿En serio? —preguntó Hugo, que era el mayor de todos.
—Pues claro —respondió María Jesús—, aunque…
—¿Qué pasa? —quisieron saber Álex e Itzan.
—El problema es el siguiente —comenzó a explicar—: con el paso del tiempo, el mapa se fue deteriorando hasta tal punto que uno de los tataranietos de Teodoro tuvo que copiarlo. Pasaron algunos años más y la tataranieta del tataranieto del bisnieto necesitó volver a copiar el mapa. Pero como era una mujer muy inteligente, se dio cuenta de que estar duplicándolo cada cierto tiempo en papel no era la mejor solución. De forma que tuvo la genial idea de subir la información a internet y esconderla bajo muchas claves que solo ella conocería.
—¿Es eso posible? —dijeron algunos niños.
—¡Claro! En caso contrario no podríamos hacer lo que os voy a proponer —contestó.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Juan Luis.
—¿No os lo imagináis? —les interrogó, y viendo sus caras continuó—: ¡Vamos a buscar el tesoro del pirata tuerto!
—¿Cómo? ¿Buscar el tesoro? —dijo Álex.
—¡Pero si acabas de decir que el mapa está en internet, escondido! —afirmó Hugo.
—Cierto, pero lo que no sabéis es que tengo la contraseña para desbloquearlo aquí mismo —les informó mostrándoles su teléfono.
—¿De veras? —preguntaron, sorprendidos.
—Pues sí, he logrado descifrar la clave que nos llevará hasta el tesoro de Teodoro —les indicó—, ahora solo queda saber una cosa.
—¿Qué? —dijeron Sofía y Ana.
—¿Queréis acompañarme en la búsqueda del tesoro?
—¡Sí! —respondieron a la vez.
—¡Pues vamos allá! La primera pista que nos da internet —les dijo mirando su móvil—, es que para comenzar debemos partir desde un lugar con mucha agua. ¿Conocéis algún sitio por aquí que tenga mucha agua?
—Yo sí, ahí a la izquierda de la casa hay un pequeño pozo —informó Álex.
—Perfecto, ¡vamos para allá! —les apremió—, pero no corráis, id con cuidado y procurad que nadie se quede atrás.
Con María Jesús al frente, se dirigieron al pozo. Al llegar, se quedaron mirando a su guía, expectantes, mientras ella accedía de nuevo a su terminal.
—Chicos, el siguiente paso es buscar la joroba del dromedario.
—¿Qué es un dromedario? —preguntó Juan Luis.
—Es como un camello, pero con una sola joroba —le explicó Hugo.
—Ah, vale, ¡pero si aquí no hay dromedarios! —protestó.
—No quiere decir que busquemos al animal en concreto —aclaró María Jesús—: lo que nos están diciendo es que localicemos algo que se parezca a la joroba de un dromedario. Tenéis que tener en cuenta que los piratas siempre escondían sus tesoros con pistas en clave, por ello debemos ser capaces de averiguar lo que Teodoro estaba ocultando tras sus pistas.
—Vale, ahora lo entiendo —dijo el pequeño del grupo—. A lo mejor Teodoro se refería a aquella montaña de piedra que hay allí al fondo.
—Cierto, ¡vamos para allá! —les sugirió.
—¿Cuál es la siguiente pista? —preguntó Sofía nada más llegar.
—A ver qué nos dice ahora —quiso saber Ana, emocionada.
—Tenemos que ir a la montaña de roca y, una vez allí, dar cien pasos hacia el norte para encontrar el gruyer en la tierra —les indicó, señalando el lugar con la mano.
—Marí, aquí no hay nada —le dijo Alma cuando terminaron de contar los pasos.
—¡No lo entiendo! Hemos seguido todas las instrucciones —protestó Mario.
—Creo que ya sé en qué nos hemos equivocado: como Teodoro tenía una pata de palo es posible que, para él, solo contasen los pasos dados con su única pierna buena, así que la distancia debe ser el doble de la que indica la pista —propuso.
—O a lo mejor son menos, porque como tenía una pata de palo, tal vez sus pasos sean más pequeños que los nuestros, ¿no? —añadió Hugo.
—Es posible, pero si así fuese, habríamos pasado hace rato por lo que él llamaba «el gruyer en la tierra» —repuso ella.
—Tiene su lógica, ¡venga! Continuemos entonces —los animó Hugo, convencido.
Cuando terminaron de contar los otros cien pasos que les quedaban, pudieron ver un enorme montículo de arena y arbustos repleto de boquetes.
—Marí, ¿qué son esos agujeros? —quiso saber Juan Luis.
—Son madrigueras de conejos —respondió Álex.
—¡Ya lo tengo! —intervino Carmen—. Eso es «el gruyer en la tierra»: los boquetes de los conejos, porque se parecen a ese tipo de queso.
—¡Hala! —exclamaron los niños al darse cuenta.
—¿Y qué tenemos que hacer ahora? —preguntó Sofía.
—El teléfono dice que debemos buscar con el detector de tesoros nuestro objetivo. Hay que acercarlo a todos los agujeros hasta que se active.
—Claro, como si todos tuviésemos encima un detector de tesoros —se rio Alma.
—Todos no, pero, según parece, yo sí tengo uno —María Jesús les mostró su teléfono móvil—. Si pulsamos aquí y luego en este otro sitio activaremos el detector.
—¡Pues vamos a probarlo! —animó Ana.
De esa forma fueron comprobando una a una todas las madrigueras hasta que en una de las últimas se oyó al fin un gran pitido procedente del móvil.
—¡Bravo! —gritaron los niños.
—¡Desenterrad el tesoro! —los invitó María Jesús, apartándose.
Dicho y hecho, todos se abalanzaron hacia el lugar señalado y comenzaron unos a cavar y otros a retirar la arena de forma que, en apenas unos minutos, tuvieron en su poder un gran saco cerrado que contenía algo.
Y con la ilusión de haber conseguido su objetivo, todos los niños y niñas se repartieron el botín y disfrutaron de una gran tarde en la mejor compañía. Eso sí: compartieron el fabuloso tesoro con María Jesús, la mejor guía del mundo.