A las once
Voy caminando por la calle, por una de esas avenidas del centro de Madrid. Se oyen sirenas, coches, gente al teléfono, voces lejanas, timbres de móviles que suenan y un pitido muy familiar que no logro descifrar. Salía del hospital, ese hospital en el que “se ruega silencio” y en el que nunca lo hay. Enfermeras que hablan a voces. Los visitantes de los enfermos salen de las habitaciones a los pasillos y hablan, fuerte, como si estuvieran en un bar. Y menos mal que ya no se puede fumar, si no estaría aquello con una nube de humo, con grupos de gente en corro, no murmullos, sino algazaras. Ríen, bromean y fuman… Les falta la copa en la mano, como en la taberna del barrio.
Las puertas entreabiertas de las habitaciones dejan salir el murmullo de las televisiones, de conversaciones telefónicas que ya no son privadas, ya no cuidan de que no se les oiga. Algunos hasta elevan sus voces, gritan, incluso braman y bufan al teléfono. ¿Con quién hablarán? Si esperáramos un poco o deceleráramos nuestro paso al caminar junto a esas puertas que brindan paso a la privacidad de sus moradores, lo sabríamos. Ya no se atesoran ni el recato ni la cohibición de antaño.
Sigue el pitido, ¿qué será? Cruzo la calle y sigue. Otra ambulancia, sirenas. Un coche de bomberos pasa a mi vera lanzando al viento, también, su parte. Y miro, oteo y veo. Al otro lado de la calle… una luz parpadeante, una caja amarilla en la fachada de un edificio sobre el escaparate de una tienda… La alarma, ¡claro! Pero nadie acude. Todos pasamos por delante sin identificar ya el sonido. ¡Son tantos que no los escuchamos! Y camino y sigo. Vocerío, ruido y algarabía… Madrid a las once de la noche.