Al final del negro laberinto

Al final del negro laberinto

 

 

 

Ludendorff no podía creer que de
eso se tratara todo. La última sala en la cima-fondo de la montaña-abismo
estaba vacía. Las paredes circulares de piedra, tramo final del último espiral
del laberinto, terminaban en la nada. El arco formaba la sala circular. Encima,
en el cielo, las dos estrellas gigantes, una azul, la otra apenas verdosa,
ocupaban el centro exacto del enorme complejo y parecían rotar siguiendo el
circulo de piedra. Había recorrido los nueve planos del centro, deambulando por
las habitaciones vacías de los nueve palacios, apagando sus furores bélicos en
los rincones habitados tan sólo por la humedad y por interminables ecos. Había
superado el puente helado-de-fuego del borde. Se suponía que se hallaba más allá
de todo, en un punto por encima del límite, el último escollo del universo, la
postrera cima que se alzaba y se hundía en la frontera de la materia. Y había
encontrado el laberinto negro, el inmaculado resto de la demencia en la que
cayeron los grandes demiurgos. Sabía que detrás de su negro recorrido se
hallaba el último de ellos que aún podía considerarse vivo. En darle término a
su locura, Ludendorff veía la expiación de sus propios pecados, el alzamiento
sobre el sinsentido de la materia y de la realidad, la liberación de las
cadenas que retenían su espíritu. Pero una vez más se encontraba en la nada. Al
final del gigantesco laberinto no había nada, salvo una especie de colina
oscura y una roca informe del aspecto del carbón. Consideró que eso que parecía
una piedra negra en el centro de la sala bien pudo en otra época ser un trono,
que era lo que desde el principio esperaba encontrar, y que el tiempo había
sabido deformar hasta volverlo irreconocible; y confirmaba esta idea en el
asomo de lo que pudieron ser unos ángulos rectos. Dónde estaba ese olvidado
dios loco. Ese testigo de la extracción del cosmos de la nada, dueño de la
única llave para la última  puerta hacía
las regiones más elevadas. Matándolo, liberaría al universo de esa inmunda
verdad, de la corroboración de la intencionalidad de todo lo creado. Luego, la
inmensidad podría de una vez por todas deambular sola.

No sabía cuánto tiempo había
demorado en llegar, pero sí que el tiempo no parecía relevante en ese lugar. Bien
la eternidad pudo haber enloquecido a los dioses, bien pudo hacerlo con
cualquiera. No había pensado en un camino de regreso. Hasta ahí lo conducían
sus pasos, por lo que la única forma de volver a su transporte era andando
afuera del palacio y de la roca misma. Tomó asiento en la piedra negra. Recordó
cuando había alzado la vista por sobre el borde deteriorado. Había visto el
primer palacio creyéndolo el único, y lo había invadido con toda la furia que
hervía en su sangre. Dentro de este monumento silencioso descubrió que había
otras ocho capitales más adelante. Conoció el comienzo de la historia primitiva
de la creación. Habían sido nueve los demiurgos, uno en cada palacio que era
como un mundo en sí mismo. Pero éste estaba vacío. Sus altas paredes blancas
resplandecían con un remanente del brillo de otras eras. Así había seguido. Su
viaje parecía haber durado una eternidad. En el cuarto palacio, entre sus
ennegrecidas paredes de oro, descubrió el porqué de esa desolación. Había
ocurrido una guerra entre los dioses y la mayoría habían muerto. En el sexto
palacio descubrió que su dueño había abandonado el plano de la realidad,
aceptando su fracaso, y que antes de enloquecer, o durante el proceso, utilizó
su llave y ascendió. En el séptimo, entendió lo que había ocurrido. Dos demiurgos
habían sobrevivido a la guerra. En el octavo palacio entendió que sólo quedaba
uno, que aún vivía en el noveno, una colosal roca negra que se elevaba sobre el
abismo, amparado en las justificaciones que le podía brindar la locura. El
espíritu le había vuelto al cuerpo con esta última revelación. Había llegado
con muchas preguntas, ahora tal vez podría irse con alguna respuesta.

Asaltó el palacio con los bríos
necesarios para enfrentar al más antiguo de los ejércitos. Pero en su lugar
sólo fue encontrando salas vacías, inmensos salones plagados de polvo,
gigantescas bóvedas donde no quedaba ni el aire glorioso que suele habitar en
las ruinas que han visto de cerca la historia. Nada quedaba. Al final de la
última sala, el laberinto negro, hecho para perder a cualquier hombre, o para
encontrar al primero.

Ahora, sentado en esa piedra
derretida que pudo ser un trono, pensaba cómo podría recorrer todo el camino de
regreso. Alzó la vista hacia el cielo. Era fácil perder la noción del tiempo en
ese lugar, porque el firmamento estaba fijo. El preciso movimiento de todos los
astros hacía que el cielo siempre fuera el mismo. Estaba plagado de las
estrellas gigantes más viejas del universo, todos sistemas binarios, una azul,
la otra verde; su resplandor creaba el efecto de que toda la circunferencia del
horizonte pareciera carente de estrellas.

Cómo podría rehacer su camino sin
esfuerzo físico. Ese pensamiento ocupaba su tiempo. Pensó que sería bueno poder
volar, poder transportarse. Luego, pensó que en efecto podría volar, que si
alzaba sus brazos como alas y lo deseaba con suficiente confianza era algo que
podía ocurrir. En un instante estaría en el transporte, o ni lo necesitaría,
podría ir hasta cualquier lugar al que deseara con sólo pensarlo. De otra
forma, también podría transformarse en otra persona, adquirir sus recuerdos
como propios. Se desencantó durante un instante y por enésima vez pensó que ese
lugar manifestaba todo el tiempo su propensión a la locura. A pesar de todo su
misticismo de tiempo detenido, de eterno paisaje como congelado, a pesar de su
hermosura primigenia, la bruma bajando lenta desde las alturas, empapada de una
mezcla indecisa de azul y verde, como fluidos que se atraen pero no se mezclan,
a pesar de todo eso y de mucho más, la mente y la conciencia parecían no tener
allí lugar. La fantasmal figura del inmenso palacio recortado contra el
continuo flujo del borde le trajo a la memoria una profecía.

Ludendorff tuvo al instante una
revelación. Entendió el secreto del noveno palacio y de su misterioso
ocupante,  las razones del aparente
abandono, los motivos de la guerra, del fracaso, de la retirada. Lo supo todo.
En un fugaz instante en su trono derruido, las estrellas gigantes rotaron sobre
su cabeza, el abismo pareció temblar, el borde detenerse. Recordó el tiempo en
que había invadido los otros palacios, y aún antes, cuando gustaba de la
sociedad. Ludendorff lo recordó todo. Pensó en lo inútil de sumergirse en los
recuerdos del pasado remoto, tanto como para poder tratarse de recuerdos de
otras personas, fragmentos que la imaginación rellenaba de la forma que más le convenía.
Supo que en efecto ese lugar producía locura, pero que ésta se había arraigado
allí con la sangre que había regado la tierra, con los astros que habían muerto
y esparcido sus cenizas a lo largo de su yerma planicie, y sobre todo con
aquellos que fueron dejados por el camino. Ludendorff comprendió que el dios
loco, era él.

 

 

 




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