Alas abiertas

Alas abiertas

            En la calle Caballeros, esa calle donde los adoquines
parecían hechos de cristal, y las casas, aunque grandes y monótonas, cada una
tenía una fachada de distinta época, un sonido parecía enturbiar la dulce
melodía de la lluvia. Ese sonido provenía de la casa de estilo renacentista.
Era un sonido un tanto perturbador que transmitía frustración, pena y desgarro.
Al menos, eso es lo que percibía Rosa cada vez que escuchaba a su hermano Miguel
intentar tocar el piano en sus, casi siempre, fallidas clases con el profesor
John Wright, uno de los intérpretes más reconocidos de la aristocracia valenciana
entre la que la familia de Rosa era bien conocida.
Mientras ella se sentaba en la mesa de camilla
con su madre, confinada a coser y hacer punto, una actividad que Rosa
encontraba frustrante, veía las manos de su hermano Miguel agarrotarse y
expresar furia cada vez que la melodía que trataba de tocar se veía truncada
por una nota que no acompañaba a las demás. Rosa veía con claridad la angustia
y el enfado de su hermano, al igual que la decepción en el rostro de su padre
que siempre se sentaba en un sofá de estilo victoriano mirando cómo se
desarrollaba la clase. Rosa podía percibir los ojos acusadores de su padre
sobre la nuca de Miguel.
Ella conocía bien todo lo que Miguel sentía en
sus clases porque ella también lo sentía cada vez que su madre la confinaba a
sentarse en una silla a coser. Sus manos se agarrotaban sin poder moverse cada
vez que se equivocaba y la frustración, la rabia y el odio inundaban su alma
como un torrente de agua furiosa, que solo deja pena y decepción allá por donde
pasa. Siempre sentía como la expresión de su madre cambiaba. Sentía el peso de
su decepción como un saco cargado de cadenas sobre su espalda. Cadenas que
estaban agarradas a su pie y de las que no parecía encontrar escapatoria.
Innumerables preguntas se agolpaban en la cabeza de Rosa: ¿por qué sus manos no
tenían la capacidad de coser con tanta habilidad como las demás chicas? ¿Por
qué sus manos parecían estar enredadas con el mismo hilo con el que intentaba
coser? ¿Por qué no podía hacer feliz a su madre y ser como aquellas chicas que
su madre habría deseado tener? ¿Por qué tenía que ser aquel monstruo con manos
torpes que no encajaba? Pero lo más frustrante y lo que más apenaba a Rosa era
que aquellas preguntas no parecían tener respuesta alguna. Aquellas preguntas
eran túneles sin salida, de esos en los que la luz es tan lejana que se escapa
a la vista.
En una tarde en la que ni su padre ni su madre
se encontraban en casa, Rosa paseaba alrededor de su querido hogar y al pasar
por delante de aquel piano, que para ella no había sido más que cualquier otro
mueble insulso y viejo, sintió una punzada en el corazón que la hizo girar la
cabeza y mirarlo con otros ojos. Sintió que algo en ella había cambiado, como
si pudiera ver a través de los ojos de otra persona, igual que al leer un
libro. Ni ella misma podría haber explicado ni el cómo ni el por qué, pero de
repente se encontró a sí misma sentada en el taburete frente a un montón de teclas
negras y blancas. Al mirar hacia la ventana escuchó las gotas de lluvia golpear
el cristal y una melodía empezó a sonar en su cabeza. Para ella fue una melodía
tan pura que habría conseguido amansar a la más fiera de las bestias, e incluso
a su padre en esas no tan raras ocasiones en las que enfurecía y que Rosa tanto
temía. Pero en ese momento, no había temor en el corazón de Rosa, solo paz. Era
una sensación desconocida para ella hasta ese momento.
Con el sonido de la lluvia en su cabeza empezó a
pulsar aquellas teclas y conforme lo hacía dejaban de ser simple botones negros
y blancos. Cada una adquirió un significado y un sentimiento distinto que ella
podía sentir en su alma cada vez que escuchaba el sonido que emitían. Sintió
como su piel se erizaba cuando escuchaba los sonidos más agudos y cómo su
corazón palpitaba tan fuerte que su pecho se agrandaba con los sonidos más
graves. De repente, incesantes gotas empezaron a recorrer sus mejillas. Gotas
de pura felicidad. Gotas de agua para bautizar su nuevo ser. Un torrente la
inundaba ahora pero no dejaba pena o decepción a su paso, sino naturaleza,
felicidad y vida. Mientras tocaba aquella melodía se libró del saco y de
aquellas cadenas que la oprimían cada vez con más fuerza. Sus manos no eran
monstruosas y los hilos que las enredaban habían desaparecido. Rosa se
sorprendió al comprobar que sus manos se movían con soltura y ligereza; que
eran libres.
Fueron numerosas las tardes desérticas en casa
de Rosa. Aquellas en las que disfrutaba de un momento de libertad y se sentía
ella misma; sin ataduras. Sin embargo, los barrotes de su celda volvieron a
atraparla inesperadamente. Su padre volvió antes de lo esperado una tarde.
Desde la calle, él pudo oír aquella preciosa melodía que provenía de su casa.
No dudó que se trataba de Miguel que, sorprendentemente, había mejorado en su
habilidad con el piano.
Se apresuró para entrar en casa y felicitar a su
hijo, ebrio de orgullo y felicidad. Abrió y cerró la puerta con sigilo y quiso
que sus pasos no fueran más ruidosos que la lluvia de la calle. Al entrar en la
sala del piano vio una silueta. No tenía ninguna duda que se trataba de la
silueta de su hijo hasta que la vista se volvió clara y pudo ver a Rosa. Tanto
fue la sorpresa de él como el terror de ella al ver a su padre. El sonido del
piano cesó pero la melodía parecía haber dejado su estala, ya que ambos podían
escucharla en su cabeza durante el silencio que se produjo. Rosa temió lo peor.
Había sufrido la cólera de su padre antes y era algo que siempre temía que
sucediera. Pero lo que ocurrió fue mucho peor. Su padre le tendió la mano para
levantarla del taburete y ambos se sentaron en el sillón que estaba junto al
piano.
El apenas podía mirarla a los ojos. Rosa vio
como su padre se quedó con la mirada perdida durante un instante. Estaba
profundamente preocupado y así se lo hizo saber a Rosa. Según él, ella no podía
tocar el piano. Ese placer solo estaba reservado a los hombres. Aquellos únicos
que podían hacer de tocar el piano algo digno. Ella no debía volar tan alto ni
desear el cielo con tanto ímpetu. La gloria solo podía tenerla aquel que
pudiera cargar con ella sobre los hombros. Para el padre de Rosa, ni ella ni
cualquier otro ser humano con atributos femeninos era capaz de semejante
hazaña.
Mientras Rosa escuchaba estas palabras vio como
los ojos de su padre se llenaban de cristales pequeños y brillantes. Nunca
había visto aquellos objetos extraños en los ojos de su padre. Tal fue la
decepción que él debió de sentir que fue incapaz de contenerlas en su interior.
A Rosa esas lágrimas se le clavaron como astillas en su corazón. No podía
entender cuál había sido su pecado. Aquel por el que merecía el terrible
tormento de hacer llorar a su padre. Esperaba sentir tristeza y desolación ante
aquella escena pero, sorprendentemente, no fue así. No sintió pena, rabia o
decepción. Al contrario, se inundó de valentía. Su corazón latió con fuerza.
Más y más deprisa cada vez que volvía a escuchar las palabras de su padre en su
cabeza. Porque ella ya no era la Rosa que su padre conocía. Ella ya había
volado. Abandonó el suelo con la primera tecla. Había saboreado la libertad y
ya nadie podía privarla del sabor dulce de su néctar.
Días después, Miguel insistió en dar un recital
de piano para los amigos más allegados de la familia, lo que significaba que la
más alta sociedad de Valencia se reuniría en su casa. Su padre accedió pero,
sin embargo, su madre no estaba tan segura de aquello. Ella conocía las
habilidades de su hijo y lo último que deseaba es que su familia fuera parte de
los dimes y diretes de la gente. Pero la última palabra ya había sido dicha.
El día del recital, todo el que era alguien o
aspiraba a serlo estaba en la casa de la calle Caballeros, preparado para
escuchar a Miguel tocar el piano. Incansables voces intentando superponerse a
las demás se escuchaban en el salón del piano hasta que unos pasos extinguieron
todas ellas. Todos esperaban ver a Miguel entrar al salón. Pero se trataba de
alguien distinto. Al cruzar el umbral de la puerta, Rosa empezó a escuchar el
murmullo de los invitados, absortos al ver como se acercaba al piano.
En ese preciso instante, los murmullos se
convirtieron en silencio y la melodía empezó a sonar en la cabeza de Rosa. Sus
dedos empezaron a moverse ágiles y con determinación. Rosa apartó la vista del
piano por un momento y observó cómo el mundo que la rodeaba comenzó a desaparecer.
Un nuevo universo se extendió ante ella. Un universo de luces y colores donde
ningún barrote era capaz de encerrar tal inmensidad. Los ojos de Rosa se
empañaron al ver aquel lugar. Podía verlo con tal nitidez que incluso llegó a
sentir como aquellas luces la cegaban. Nunca había soñado con ver algo así.
De repente, sintió como su piel se erizaba y su
corazón latía con tal intensidad que ninguna fuerza humana, de esas que se
creen más poderosas por naturaleza, podría haberlo oprimido. ¿Era aquella la gloria
que su padre le había prohibido? No. Aquello era algo más valioso. Lo que Rosa
había experimentado no era algo tan banal como la gloria de la que su padre
hablaba. Era algo tan puro y etéreo que se escapaba a la comprensión de los
hombres. Aquel universo era el lugar al que la música del piano la
transportaba. Un lugar donde la silueta humana era simple fachada, insulsa y
sin significado; donde todo era diferente y nada discriminado; donde existía
libertad. Ese era el lugar al que Rosa pertenecía y al que nadie le prohibiría
su entrada.
En ese momento, Rosa empezó a escuchar
incesantes latidos en su oído. Sintió la sangre recorrer su cuerpo a gran
velocidad. Más y más deprisa según la melodía se alzaba sobre todo pensamiento
terrenal. Sonidos graves y agudos que la alejaban más y más del suelo. Cerró
los ojos en un momento de pánico, para cerciorarse de que su alma no había
abandonado su cuerpo y, de repente, nada.
La melodía finalizó y al volver a abrir los ojos
estaba otra vez en aquella sala abarrotada de gente. El silencio se apoderó de
esa sala durante un instante, pero un aplauso acabó con él. Miguel, el artífice
e instigador de aquel engaño, empezó a aplaudir con orgullo y satisfacción. Sin
él, el acto de valentía de Rosa al hacer frente a todos los prejuicios que
abarrotaban la sala no habría sido posible. Ella nunca lo olvidaría, ya que,
para ella, Miguel representaba el nacer de un nuevo mundo.
A los aplausos de Miguel se unieron los
pertenecientes a los demás invitados excepto los de sus padres. Rosa lo lamentó
profundamente. Sintió pena por ellos, sobre todo por su madre. Pero su mente ya
había sido doblegada, sus alas cortadas y la llave de su jaula olvidada. Rosa
se juró a sí misma que nunca permitiría sufrir igual destino. La libertad, el
poder y la autodeterminación formaban ya parte de su ser. Ningún fuego podría
convertir esas cualidades en cenizas. Ningún látigo podría desgarrarlas de su
alma. Nunca.

 




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