Aqua
Solo soy una gota de
lluvia que ambiciona mojarlo todo, deslizarse sobre todas las cosas de este
mundo para entender su naturaleza. Pero siempre me evaporo con demasiada
facilidad, y entonces tardo cierto tiempo en volver a cobrar forma y llover de
nuevo. Mi caída es mi éxito; mi ascenso, mi derrota. Pero el mismo proceso,
repetido cientos de miles de veces, me debilita.
Pobre e ingenua gota de agua con delirios de
grandeza… La ambición desmesurada es sumamente peligrosa cuando se ve lastrada
por la ineptitud, la incapacidad, la impotencia. Eso lo sé ahora. Las gotas que
llueven a mi lado son distintas cada vez, y disfrutan tanto de la caída como
del ascenso que se deriva de la
evaporación. No puedo convencerlas de que hay que permanecer, debemos
permanecer para que nos tomen en serio. Quisiera fluir con ellas sobre el
asfalto para que se dieran cuenta del poder que tienen, que tenemos, si nos
unimos. Ni siquiera el Viento, nuestro amo y señor, podría doblegarnos si
consiguiéramos reunirnos las suficientes.
El humo de las fábricas
me produce acidez de estómago y destruye las plantas y los arboles sobre los
que caemos. Al principio me daban pena pero con el tiempo me he
insensibilizado. Suficiente tengo con mis problemas. La gente desconoce lo que
sufrimos embotelladas, o presas en zarrapastrosos depósitos o en desalmados
camiones cisterna. Cuanto más grande es el contenedor que nos contiene, más
aumenta la sensación de soledad e impotencia que nos embarga al estar todas
apelotonadas sin poder hacer nada, la
mayoría de las veces a oscuras. Pero las gotas de agua somos pacientes: tarde o
temprano siempre conseguimos escapar, trascender, filtrarnos.
También he estado
congelada. Es una sensación extraña. La primera vez me sentí afilada y dura, más
peligrosa que nunca, pero al mismo tiempo, pesada e inmóvil, sin poder sacar
provecho de mi nuevo estado. Cuando me descongelé saboreé mi propia levedad, sin
embargo, no tardé en echar de menos mi exigua dureza. Me convertí entonces en
una frío-adicta, pues el frío era la única herramienta que me permitía cambiar
de estado. Cuanto más puro era, menos tiempo necesitaba para solidificarme y más
rato podía permanecer de ese modo. Congelada me sentía invencible,
todopoderosa, y le ofrecía al Viento una resistencia inusitada en alguien
pequeño e insignificante como yo. Pero tarde o temprano el Viento se acababa
aliando con el Sol (nuestro otro Dios) y entre ambos hacían fútil cualquier
acto de rebeldía. Esa alianza que invariablemente me derrotaba al mismo tiempo
me fortalecía, pues henchía mi orgullo y medraba mi espíritu.
Mi creciente adicción al frio me llevó a
buscar refugio en la cámara frigorífica de una carnicería. Las atrocidades que
allí se cometían contra animales ya muertos no me conmovieron en un primer
instante (quizás
porque me encontraba sólida y afilada, feliz). Pero con el paso de los días
algo se movió en mi interior al ver lo que los hombres hacían con los cadáveres
de esas pobres bestias. Reparé en que sus ojos no eran brutales ni despiadados
sino más bien serenos y distantes. No parecían disfrutar de su trabajo, pero
tampoco parecía desagradarles del todo. Descargaban sus armas sobre la carne
con precisión envidiable. Deseé con todas mis fuerzas estar igual de afilada
que las hojas de los cuchillos que aquellos hombre empuñaban para que alguien
me descargara sobre los miembros de estos con la misma precisión con la que
ellos descargaban esos cuchillos sobre las bestias. Desearlo no cambió nada.
Estuve dos largos meses atrapada en aquella cámara junto a otras frío-adictas
como yo, conformando con ellas un enorme bloque de hielo que asistía impasible
al sangriento espectáculo con el que los carniceros nos deleitaban.
Una noche sucedió
algo. Un fallo eléctrico propicio un cortocircuito que dejó a la cámara sin
corriente por unas horas, tiempo suficiente para recuperar mi anterior estado y
volver a abrazarme a mi readquirida levedad. Todas salimos de allí decididas a
superar nuestra adicción, escarmentadas, como suele decirse. De aquello han
pasado muchos años (he llovido mucho), en los cuales no he vuelto a congelarme
ni una sola vez. El mar fue de gran ayuda. Pertenecer a él te da una sensación
de poder diferente. Provocar naufragios e inundar ciudades son algunas de las
cosas que podemos hacer cuando colaboramos. A eso me refería afirmando que
debíamos permanecer unidas aquí abajo para que nos tomaran en serio. He visto
rostros azotados por el pánico, expresiones que todavía hoy siguen enfriando
(recordemos que mis valores difieren de los vuestros) mis noches más cálidas.
En cualquier caso no conviene olvidar que incluso en el mar permanecemos
subyugadas por el Viento, el cual sigue moldeándonos y dirigiéndonos a su
antojo. Cuando se pone pesado me adentro en las profundidades, en donde
encuentro calma y reposo, pero también oscuridad y hastió, con lo cual nunca
tardo demasiado en volver a la superficie. En una de esos ascensos, justo
cuando pensaba en lo feliz que era ahora y en que hacía mucho tiempo que no me
evaporaba, sentí como yo y cientos de miles de mis compañeras éramos empujadas
hacia la superficie y posteriormente arrancadas de nuestro voluble hogar. Tardé
un rato en darme cuenta de que sobrevolábamos el mar a gran velocidad,
contenidas en una enorme lona de plástico anclada a una avioneta que nos
transportaba a algún otro lugar. Me pregunté a donde y con qué fin. Debí
decirlo en voz alta, pues una de mis compañeras me informó de que nos iban a
lanzar sobre algún lugar incendiado con tal de extinguir el fuego. A ella ya la
habían utilizado dos veces, esta era la tercera vez que la asignaban a un
ataque. Utilizó esa palabra, ataque, amén de otras expresiones de jerga
militar. Le iba la marcha, y rápidamente nos enardeció a las demás con su
arenga de combate: en pocos segundos todas coreábamos con fervor inusitado
consignas tales como “muerte al fuego” o
“exterminio ígneo”. La ignominia de haber sido
arrebatadas de nuestro hogar ya se nos había olvidado, ahora estábamos ansiosas
por entrar en acción.
En veinte minutos
llegamos a destino y fuimos lanzadas directamente sobre el enemigo. Fue una caída
corta y dulce, de apenas veinte metros. Nos desplegamos en el aire con tal de
ocupar la mayor superficie posible al tomar tierra. El combate fue corto y
desigual. Caímos sobre las llamas por sorpresa, consiguiendo extinguirlas por
completo en una pequeña porción de bosque. Sin embargo no tuvimos tiempo de jalearnos por nuestra
victoria relámpago, puesto que en apenas unos segundos el fuego nos había
rodeado sin remisión. Emboscada, dijo una. No le dio tiempo a decir mucho mas,
puesto que como el resto de nosotras se evaporó en un santiamén.
Y ahí estábamos, de
camino hacia el cielo de nuevo, sin comerlo ni beberlo. Que vida mas perra,
dijo una, y me alegré de encontrar al fin un alma afín. Le pregunté que qué
consideraba su verdadero hogar, si el
mar, las nubes o el espacio intermedio entre ambos puntos que tantas veces nos
tocaba transitar. Se desmarcó entonces con la siguiente reflexión: si
evaporarse equivalía a morir y llover a nacer, las nubes que nos gestaban
equivalían a la madre que nos paria, con lo cual sería incorrecto atribuirles
condición de lugar en vez de la que les correspondía, la de génesis y
principales lanzaderas de nuestra existencia. Asimismo, era innegable que este
bypass entre tierra y cielo no podía ser otra cosa que el limbo, la antesala
del ser, con lo cual también sería erróneo describirla como hogar, por muchas
veces que una se hubiese evaporado. Espoleada por sus palabras, yo también me
lancé: El transito es nuestro estado permanente. Ella aprobó mi comentario,
realzándolo: en efecto, nuestro estado permanente es la transitoriedad. Dándose
cuenta entonces de que todavía no había respondido a mi pregunta, dijo que ella
creía firmemente que la tierra era nuestro hogar, no solo el mar, sino la
superficie global del planeta, y que su principal afán era mojarlo todo,
deslizarse sobre todas las cosas de este mundo, empeño que la ocupaba desde
tiempos inmemoriales. Realmente era mi alma gemela. Por desgracia no pudimos
seguir la conversación ya que al llegar arriba rápidamente nos asignaron a
nubes diferentes: la suya destino a Escocia y la mía a Irlanda. A pesar de todo
tuvimos tiempo de sellar nuestra amistad con un “muerte al fuego” recitado al
unisono, creándose en ese preciso instante entre las dos un vínculo sempiterno.
Desde ese momento
parece que hayan pasado siglos. Recuerdo que fui llovida sobre el rio Shannon,
en donde apenas gocé de seis horas de libertad antes de ser cazada cerca de una
ciudad llamada Limerick. Allí, con multitud de compañeras, fui embotellada y deportada al frigorífico de
un pub llamado Monroes. En el interior de ese frigorífico con vistas a la barra
he pasado los últimos diez años. Había estado anteriormente embotellada en
otros países, pero nunca por un periodo superior a dos meses. Me aburro. La
temperatura nos mantiene aletargadas, y algunas con pasado oscuro como yo
empezamos a tener mono, a pesar de ser conscientes de que la temperatura a la
que nos conservan no es suficiente para cambiar de estado.
A nuestro alrededor hay otras cinco botellas de
agua, cuatro de las cuales han pasado estos últimos diez años a nuestro lado.
La otra botella, la quinta, ya estaba aquí cuando llegamos. Cuanto más, no se
sabe, y tampoco nos hemos atrevido a preguntárselo, pero en el tapón de la
misma hay una fecha inscrita que data de tres décadas atrás.
Embotellada en Irlanda es la primera vez que
me he avergonzado de mi condición de agua y he deseado ser otro líquido, por
ejemplo cerveza, o vino, o whisky. Si fuera cualquiera de esos otros brebajes
(notese aquí el deje despectivo que
imprimo a la palabra) haría mucho tiempo que sería libre. Pero no, soy agua,
agua en Irlanda, la bebida mas infravalorada del planeta. Es porque aquí llueve
todo el día, me dice una compañera de botella. Lo último que la gente quiere
ver cuando entran al pub es agua. Ver, no digamos ya beber. ¿Estamos
condenadas?, pregunto, pero no obtengo respuesta. Así que no me queda otra que
revivir batallitas pasadas, como cuando caímos sobre el fuego o cuando fui
frió-adicta o cuando pertenecí al mar e inunde ciudades y participe en
naufragios o cuando maté plantas debido a mi acidez. Mis compañeras de botella
ya están aburridas de oír las mismas historias, y yo también de contarlas, así
que ahora me limito a permanecer en silencio y observo las caras de los hombres
transformarse por el alcohol: veo a los propietarios de esas caras gesticular y
pelearse, abrazarse y besarse, día tras día. Hombres… Logran lo imposible:
hacer que el fuego parezca bueno.
Sueño con que algún
día algún turista nos libere para así poder seguir deslizándome por todas las
cosas de este mundo. También sueño con evaporarme de un modo dulce, de una vez
y para siempre: llegar a la orilla y besar la arena antes de ascender para ya
no descender jamás. Pulsión de muerte, me dice una, todas hemos pasado por eso
en algún momento, se te pasara. Pero no se me pasa, y mis continuas quejas y
lamentos me han acabado por granjear un nuevo mote entre mis compañeras: la
lágrima. La verdad es que aunque me haga la ofendida el mote me gusta. Siempre
he pensado que ser llorada debe ser una experiencia inolvidable. Me he estado
informando y para ser lágrima tendría que estar compuesta de un 98’3% de agua, amén
de contar con cierta glucosa, sodio, potasio y tres proteínas: globulina,
lisozima y albúmina. En el supuesto de que encontrase todos estos elementos y
moléculas todavía tendría que encontrar a alguien que me extirpase el 1’7% de agua que me sobra si es que realmente
quiero dar el paso definitivo. Pero no sé yo. Creo que nunca reuniré el valor.