Bendita decisión

Bendita decisión

A Martina le encantaba ir a comer en casa de los Álvarez. Allí siempre había risas en la mesa, conversaciones caóticas y divertidas y muchos platos rebosantes de comida deliciosa. Todo muy diferente de las comidas en su propia casa; los silencios eternos, los pulcros y lujosos manteles, las buenas maneras que impedirían a uno disfrutar de la comida, si es que ésta fuese buena. Pero la comida casi nunca (o nunca) era buena en casa de Martina, como bien repetía cada dia su padre con tono de agrio reproche.

En casa de los Álvarez no había cocinera. Tampoco era la madre de Diego, la señora Álvarez, la encargada de cocinar, aunque lo hacía de vez en cuando. Casi siempre era el propio señor Álvarez (¡qué diría su padre de ese hombre si lo supiese!) el encargado de preparar los alimentos para toda la familia, porque su esposa estaba demasiado ocupada cosiendo vestidos para las coquetas señoritas de buena familia (“todas quieren el vestido para mañana mismo“, decía Marta Álvarez, y no lo decía quejándose, sino con una sonrisa comprensiva, encogiéndose de hombros, meneando la cabeza y sin levantar la vista de su labor). Así que muchas veces eran los propios niños de los Álvarez los que ayudaban en la tarea haciendo de pinches en la cocina. Incluso Martina participaba siempre que iba a jugar con Diego, y la verdad es que lo pasaba muy bien entre los fogones, mientras el señor Álvarez dirigía el juego como un alquimista moderno; un poco de esto, un pellizco de lo otro, ¿qué tal si probamos lo de más allá?

En casa de Diego, cada muy poco tiempo había una cocinera nueva. Ninguna duraba demasiado. Y no porque no hiciesen bien su trabajo, qué va, es que ninguna soportaba más de allá de dos o tres semanas que la señora de la casa estuviese constantemente entrando en la cocina, quejándose de que sobraba tal o faltaba cuál, cerrando con llave la alacena cada cinco minutos como si la fuesen a robar un cesto de reinetas o una botella de vino, indicando la cantidad exacta a echar de cada ingrediente en la comida, esa comida de la que luego se quejaba con malos modos el señor de la casa, diciendo que sólo él tenía la mala suerte de contratar a las más torpes cocineras del  país.

Cuando Martina comía en casa de los Álvarez (siempre que podía, en realidad) sus padres sabían que iba con un compañero de la escuela. Pero no sabían realmente con cuál. No se hubieran imaginado que su callada y aplicada muchacha jugase al fútbol en un callejón semi vacío con un balón de cuero pinchado con el hijo de un portero, de un carbonero y de una costurera. Los tres niños habían sido becados en el prestigioso y carísimo colegio al que habían acudido desde varias generaciones atrás todos los miembros de la familia. Y mucho menos se hubieran podido imaginar que se subiese a una banqueta destartalada de casa de los Álvarez (un hogar donde el padre, herido de guerra, se ocupaba de los niños y los quehaceres domésticos mientras la madre cosía y cosía desde el amanecer hasta el anochecer) para poder echar unas hierbas a una cazuela.

El señor Álvarez era especialista en sopas. Y lo era porque llevaban mucha agua y salían ricas y baratas. Picaba hierbas frescas ( a veces eran Diego y Martina, o algunos de los pequeños los que las cogían detrás de la estación del ferrocarril, donde jugaban a las guerras y donde crecían, silvestres, tomillo, romero, acederas y hasta ortigas) y poco más. Alguna verdura, la que estuviera más barata en el mercado. Y un puñado de legumbres, unos trozos de patata o unos dados del pan que se quedaba siempre duro.
Si había suerte y la señora Marta había cobrado alguno de sus trabajos (“mira que siempre tardan en pagar más los que más tienen, qué curioso es el mundo“, decía a menudo Marta Álvarez, sin quejarse, simplemente exponiendo una realidad, sin apartar la vista de su costura) le ponían unos trozos de carne a aquella sopa y ese dia servían incluso postre al final.

En casa de los Álvarez siempre había más niños que sus siete hijos. Martina comía allí no menos de dos o tres veces por semana (alguna semana, hasta cuatro veces o más), invitado por Diego. Sus hermanos también solían invitar a algunos de sus amigos. No era raro que en la mesa se juntasen muchas veces más de una docena de personas.

El señor Álvarez, al que le faltaba una pierna y tres dedos de una mano (“cosas de las guerras y la juventud”, le había dicho en una ocasión) era un experto cocinero. El Botillo era algo que raramente faltaba en la mesa de los Álvarez cuando podían permitírselo, siempre bien secado y delicioso, y a Martina le encantaba porque en su casa (aunque también lo encontraba delicioso) siempre lo hacían en puchero. El señor Álvarez a la hora de comprar los ingredientes para hacer ese suculento plato, no escatimaba. Elegía concienzudamente las piezas del cerdo; costilla, rabo y unos huesos poco descarnados, añadía también, aunque en muy poca cantidad, lengua, paleta, carrillera y espinazo, que junto con la sal, el pimentón, el ajo, otras especias naturales y sus manos, hacían de su Botillo un manjar digno de reyes y emperadores.

Era un gozo ver como mezclaba todos los ingredientes uno a uno. A continuación les añadía la sal, el pimentón dulce, el ajo, las especies naturales y lo amasaba todo con clama y mimo durante horas, y al mismo tiempo, lo iba moldeando como si de una escultura se tratase. Solía decir que el secreto estaba en amasar como si fueses un pato, calmado en la superficie, pero batiendo como un demonio por debajo de ella.

Cuando había acabado su propia obra de arte, procedía a su embutido en el ciego del cerdo que previamente, a su vez, había sazonado y adobado, para conseguir el color y la conservación ideal de la tripa. Después lo ahumaba con humo procedente de leña natural de roble o encina. Esa parte de la elaboración era la que más llamaba la atención a los niños.

Después, y durante dos días, lo dejaba en un secadero, teniendo por finalidad eliminar el agua y que el producto adquiriera una mayor consistencia. Todo un ritual del que el señor Álvarez se sentía orgulloso.

Martina hubiera querido invitar a su casa a Diego alguna vez, pero no tenía permiso de su madre para invitar a ninguno de sus amigos. También hubiera querido llevar al señor Álvarez alguno de los tesoros que su madre guardaba en la alacena, pues sabía que entre sus manos serían auténticos manjares; los tarros de aceitunas que llegaban de la finca cada año, como las mermeladas, los pimientos, las conservas de verduras y hasta las orzas de chorizos o las vasijas de caza enmantecada. Porque además él sabía que en casa de los Álvarez se vivía con lo justo y que en la suya sobraba. Pero también sabía que era imposible robar algo de la alacena, igual que sabía que el señor Álvarez no aceptaría caridad.

En el fondo, aunque se sentía egoísta, se alegraba, porque eso quería decir que en aquella casa, aquella familia, la querían y no le quedaría la duda de si en aquella casa, aquella familia, la admitían a cambio de algo material.

Una mañana de mediados de Febrero, el señor López de Castro, Don José, se encontró en la puerta de los juzgados con Don Mario de la Prada, el padre de Diego de la Prada, compañero de colegio de Martina. Don José se acercó a darle las gracias por las continuas invitaciones a la pequeña y a invitar a Don Mario y familia a pasar en el verano unos días en la finca familiar; los niños podrían jugar, ellos con los muchachos mayores salir de cacería y las señoras se entretendrían con sus cosas. Pero Don Mario, aunque aceptó de buen grado la invitación, para sorpresa suya, le contradijo en lo que a Martina se refería, pues hacía varios meses que no aparecía por su casa con su hijo Diego.

Fue así que Don José descubrió que era otro Diego el gran amigo de su hija, y quienes eran sus padres.

Don José pasó dos días horribles sumido en la vergüenza. No porque le pareciese mal que la menor de sus hijos se relacionase con gente de menor escala social, nada de eso, él se tenía por hombre de mundo y sabía que en esta vida más valía tener amigos hasta en el infierno y que de todos se aprendía algo, sino por las innumerables veces que su hija, su consentida hija a la que no le faltaba de nada, hubiera podido robar un bocado a uno de los niños de los Álvarez. ¿Cómo podía hacer ver a Martina lo mal que estaba lo que había hecho, si la muchacha sólo hablaba de lo bien que le trataban y de la rica comida del señor Álvarez? ¿Y cómo podía compensar a los Álvarez sin que sintieran que les ofrecía una limosna, sin ofender su autoestima y orgullo? La lógica le indicaba que debería actuar como había hecho con Don Mario de la Prada, pero la razón no lo admitía; su mujer pondría el grito en el cielo, los invitados se sentirían fuera de lugar y él no sabría cómo actuar junto a ellos.

Aquel hombre de mundo, no sabía cómo actuar en ese momento sin dañar a los Álvarez o a su hija.

Dos noches de desvelo terminaron por darle una idea cuando en el desayuno, su mujer despidió a otra de las cocineras que había tenido la desdicha de caer en su hogar. Después de un largo discurso (uno de esos que a su esposa menos le gustaba) le pidió la llave de la alacena y declaró que a partir de entonces las cocineras eran cosa suya; le pidió a su mujer por favor que le dejara a él instruir y aleccionar a las empleadas, esta acepto a regañadientes.

Don Mario se acercó entonces a casa de los Álvarez y tras agradecer las reiteradas invitaciones a la pequeña Martina, ofreció al señor de la casa un puesto permanente de cocinero, de chef, como en las más cosmopolitas y adineradas familias del continente.

Don José no pudo imaginar en ese momento que su supuesto sacrificio se convertiría en una bendición para todos; prosperidad para los Álvarez y deliciosa alegría en la mesa para los López de Castro por muchos años, ya que desde que probó el Botillo de su nuevo cocinero, supo que gracias a la pequeña Martina, no volvería a discutirse por la mala comida en su hogar.

Bendita decisión.

Fin




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