Cien años de perdón

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Cien años de perdón

La sabiduría del refrán que salvó al ladrón de su penitencia.

— ¡Tú me dirás hijo mío!

Le dijo el sacerdote al pecador arrepentido, por tantos delitos cometidos.

—¡Perdóneme padre, porque he pecado!

— ¡Dime hijo! ¿Cuáles son esos pecados?

— ¡He robado padre, me he quedado con los bienes ajenos!

— ¡Te escucho, cuéntame todos los delitos que has cometido, y no importa que sean muchos, ya sabes que Dios te perdona, si de verdad te arrepientes de tus culpas!

— ¡Pues ahí voy padre!

Y el ladrón comenzó a poner en conocimiento del cura, su extensa letanía de todo tipo de pillajes, aunque era tanto lo robado, que le hizo un resumen al sacerdote (a petición del confesor, que tenía una lista de espera bastante larga, pues el pecado está a la orden del día, y el chollo del arrepentimiento, es una oferta tentadora para el presunto pecador arrepentido) con las rapiñas más destacadas. Algo parecido cuando en el colegio, el profesor le preguntaba al alumno si sabía quiénes eran los Reyes Godos, y a continuación le pedía al muchacho sus nombres, y cuando el aplicado estudiante abría la boca para comenzar a hablar, el profesor, temeroso de que le dijera los 33 nombres de sus majestades, le indicaba al chico que le nombrase solo los más importantes, y las cosas se quedaba más o menos en:    “Ataúlfo, Recaredo, Wamba y Don Rodrigo…”

Y el chorizo (ex), comenzó con su catálogo de raterías:

Lo robado: Varios millones de euros, una amplia variedad de todo tipo de obras de arte, joyas y varios vehículos de lujo (lo que se conoce como de alta gama, que suena más moderno).

Las víctimas: Todas eran personas con un alto poder adquisitivo, lo que viene siento gente forrada de pasta, es decir, banqueros, empresarios y millonarios (los de toda la vida, y los de nuevo cuño), y también individuos pertenecientes a la más rancia (en todos sus significados) nobleza, duques, marqueses y condes, incluso se atrevió a robarle a un Rey (¡qué barbaridad, qué falta de respeto a Su Majestad!), cuya identidad, no nos está permitido desvelar en esta historia. Y también habría que añadir otras víctimas como algún pijo de esos que se visten con camisa amarilla, pantalón verde y americana gris de cuadros con coderas en las mangas y zapatos puntiagudos de ante con dibujos, tipos que tuvieron la suerte de su lado para hacer dinero fácil gracias a algún pelotazo (o chivatazo, cuando tienes a algún amiguete bien situado en los centros del poder, donde se cuecen los negocios suculentos de rentabilidad segura, moralidad muy dudosa, e indecencia manifiesta) inesperado, y sin tener ni puñetera idea de números, algo que para hacerse rico no es imprescindible, siempre es mucho mejor, estar en el sitio adecuado en el momento oportuno.

El sacerdote escuchó con calma al arrepentido y cuando le iba a imponer la penitencia, previa al perdón, oyó una voz acompañada de un potente rayo de luz, que alumbró cual sol de agosto en Sevilla, el lugar en el que se encontraban el pecador y su confesor, y con una voz agradable pero firme le dijo al cura:

— ¡Perdona ya al hombre, y esta vez no le impongas ninguna penitencia!

El sacerdote sorprendido respondió:

— ¡Dios mío, no pongo en duda tus deseos, ya sabes que mi fe en ti está fuera de toda discusión y serás inmediatamente complacido!, ¿pero podrías explicarme el motivo por el cual, el pecador no ha de cumplir penitencia alguna?

— ¡Pues muy sencillo, noble y querido cura, deberías estar más al tanto de la sabiduría del riquísimo y sabio refranero español!, ¿acaso no conoces, eso que dice que quién roba a un ladrón, tiene cien años de perdón?, ¡pues eso, que se vaya en paz y que no vuelva a pecar, porque otro día igual me pilla cabreado y mando el refrán al carajo!

Y así fue el asunto, por lo menos así me lo contaron a mí, y yo no hago más que repetirlo.

¿Fue verdad, fue mentira, quién lo sabe?

En lo que desde luego estamos de acuerdo, es que quitar a los ladrones lo que han robado, no solo no es delito, sino que merece una recompensa.

¿Y ustedes qué opinan?




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