Circo

Circo

He comenzado a
desarrollar habilidades impensadas desde que estoy aquí. Como si una fuerza que
desconozco afectara mi organismo de una manera imperceptible. Así, presiento la
luz roja que en tres segundos alumbrará mi cuarto. La siento venir. Y después
estoy como dentro de una pecera en la que han inyectado sangre. La luz al
principio se mueve como si fuera un fluido y se desplaza con una lentitud
exasperante.
Luego la pared desaparece. La apertura hacia la sala contigua actúa como una
invitación.

Hace poco comprendí que
al principio no recordaba nada. Que mi rutina no tenía un origen, o que nunca
podría determinarlo y que esto último y lo anterior al fin y al cabo querían
decir lo mismo. Esto es un circo. Un maldito y condenado circo. Cada día hago
las mismas cosas. Subo al escenario y veo sus caras chatas saliendo de la
penumbra como fantasmas pigmeos. Dos de ellos, uno a cada lado del escenario me
guían a palazos para haga lo que el público debajo requiere. Me piden que gire,
que dé saltos, que me arrolle como un ovillo, que me pare sobre las manos, que
finja atacarlos. Yo, sin verlos del todo, sé que se ríen, que comentan, que les
comunican órdenes exóticas a los guardias. Podría hacer como algunas veces y
negarme a ingresar en el escenario. Pero entonces me corregirían a palazos.

Claro, ellos no saben
que he comenzado a recordar. Que cada día aprendo un poco más de lo que
necesito para liberarme. Mantengo mi secreto como una ventaja táctica. Pero hay
algo más. He logrado roer una de las varas de metal que sostienen mi catre. Si aún
se produjera la amnesia, nunca hubiera completado este trabajo de hormiga ya
que cada día olvidaría la labor realizada.

Hoy he desprendido un
trozo de metal del tamaño y la forma que necesito. Presiento la luz y el
ambiente de acuario. La pared se abre y veo el escenario. Los dos pequeños
guardias se asoman ante mi retraso de segundos. Entonces me decido. Actúo
diferente por primera vez desde hace mucho. Doy un largo salto hacia el
escenario, tomo al hombrecito de la izquierda por el cuello y clavo mi
improvisado puñal en su vientre hasta que siento que estoy por atravesarlo. Su
sangre espesa y de un ligero tono verdoso me salpica la cara. Escupo su sabor áspero
y amargo. Arrojo su cuerpo de niño sobre el otro que desde la derecha parece
petrificado. Siento el revuelo en las graderías. Como ratas abandonan el barco
apenas suena el primer cañonazo. Avanzo hasta el borde y antes de descender
dejo salir toda mi furia en un largo y contenido alarido. Entonces salto sobre
ellos. Y deslizo puñaladas a diestra y siniestra. Corto pequeños brazos,
cabezas con forma de pera, globos oculares del tamaño de una mano, pequeñas y
contraídas costillas. Me baño en ese líquido espeso. Vuelvo a gritar. Esta vez vocifero.

—¡Soy un humano, hijos
de puta! ¡Un humano! —y continúo con la carnicería.

 




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