Dios, la Virgen, los Reyes Magos y el Ratón Pérez
Apenas cumplidos los dos meses de edad, tras la muerte de su padre el rey Inocencio VIII y habiendo muerto su madre del parto, el heredero al trono de Teolandia quedo totalmente desamparado al no tener ningún otro familiar en su reino, por lo que, reunidas las cortes eligieron al Arzobispo Máximo Severo como su tutor y regente, hasta su mayoría de edad en que subiría al trono con el nombre, naturalmente de Inocencio IX.
Precavido como era el Arzobispo, no le preocupaban los años de regencia sino lo que pasaría luego, sabedor de que el poder despierta celos, envidias y traiciones y que un ejército de aduladores intentaría ganarse la confianza del nuevo rey, influir en su voluntad y así medrar en la corte en su propio beneficio.
Es preciso, pensaba el Arzobispo, planificar la educación del príncipe para tener en su vejez un rey que depositara en él toda su confianza y le dejara gobernar como siempre. Así, el Arzobispo trazó las línea maestras de su estrategia: conseguir su aversión a los asuntos de estado, evitar en exceso el contacto con la ciencia y la cultura y rodearlo de un mundo de espíritus, magia, misterios y milagros que evitasen cualquier deseo de razonar y reforzase su autoridad como jerarca de la iglesia, en cierto modo representante de seres sobrenaturales. Para todo ello era necesario su aislamiento, evitando su amistad con otros jóvenes, limitando al máximo sus salidas de palacio y eso a su vez requería rodearlo de toda clase de mimos, adulaciones y consentimientos de forma que se sintiera a gusto en su jaula de oro.
Y el joven Inocencio creció con el convencimiento de ser superior, congénitamente dotado de todo los derechos imaginables. Pasaba las largas horas mirando su rostro grabado en las monedas con la inscripción príncipe de Teolandia por la Gracia de Dios. Tan feliz era el pequeño reyezuelo que su situación de ilimitado privilegio no le producía la menor sensación de felicidad y cualquier contrariedad se convertía en una insoportable tragedia, pudiendo decirse que su infinita felicidad le impedía constantemente ser feliz, y le daba un carácter soberbio ,agrio, insatisfecho y cruel, disfrutando con exhibir su superioridad, según cumplía años, incluso con el propio Arzobispo, déspota y cruel a su vez con los habitantes de Teolandia, pero cada vez más temeroso del monstruo que él mismo había creado.
Tal era así que llegada la hora de pensar en desposarlo para asegurar la sucesión de la dinastía, aun no se había atrevido el Arzobispo de revelarle que los Reyes Magos, único seres que junto a Dios y la Virgen reconocía como superiores, y el Ratón Pérez, eran personajes sacados de la fantasía para dar alegría e ilusión a los niños de Teolandia, tan necesitados de ello en su mayoría.
Con pavor observaba el Arzobispo según pasaban los años que esas inocentes mentiras crecían como una enorme burbuja entre sus manos y la reacción cada vez más temida del príncipe la podrían convertir en una bomba que entre sus manos le estallase.
Creciendo el pequeño Inocencio en ese mundo mágico, no dudó en prohibir, bajo severo castigo, que se matase un solo ratón pues casi seguro estaría emparentado con el Ratón Pérez, sino era él mismo, y aunque ya tenía su dentadura definitiva, viendo la del Arzobispo, no dudaba que con el tiempo volvería a necesitar los regalos del roedor.
El heredero crecía y el Arzobispo se vio en la necesidad de explicarle que era el momento de buscarle esposa pasa asegurar la sucesión, una hembra reproductora, con buena dote y educada para soportar estoicamente un macho estúpido y cruel. El descubrimiento del sexo –pensaba el Arzobispo- le sumiría más aun en un mundo mágico y contribuiría a alejar cualquier deseo de asumir la dirección política, militar y social de Teolandia.
—Mi querido príncipe, hemos empleado casi dos años en buscar una mujer digna de compartir tu lecho, la perfecta madre para tus hijos, la perfecta amante, la perfecta reina: hermosa, noble, culta, dulce y por supuesto virgen, que en estos tiempos que corren empieza a ser una virtud cada vez más valorada por lo escasa.
—¿Virgen dices?
—¡Claro! Es la principal cualidad que se le exige a una futura reina.
—Pero ¿virgen? ¿Quieres decir como la Santísima Virgen? ¿Una santa?
—Bueno, de momento virgen. Lo de la santidad deberá hacer méritos el resto de su vida para conseguirlo, y presiento que necesitara hacer esfuerzos hasta límites insospechados.
—No te entiendo, querido tutor. Siempre deduje de tus enseñanzas que ser virgen era una cualidad innata de la madre de Dios. ¿Acaso puede otra mujer ser Santísima Virgen también? Te exijo que me lo expliques con absoluta claridad.
—Verás —se intentaba explicar el Arzobispo, que sudaba como nunca, incapaz de sostenerle la mirada. Todas las mujeres empiezan siendo vírgenes, aunque luego dejan de serlo, unas voluntariamente, otras por obligación e incluso algunas de forma violenta.
—Entonces –le interrumpió Inocencio más irritado aun— ahora mismo hay miles de santísimas vírgenes y me dijiste que solo había una ¿me has mentido acaso?
—Mi señor, algo me ha hecho no explicarme bien, posiblemente tenga algo de fiebre ¿ves cómo sudo? Y me produce confusión mental que me impide explicarme con lucidez. Mandaré inmediatamente a los médicos de la corte, que lo explicaran mejor que yo.
—¡Tú eres quien necesita todos los médicos de la corte! ¿Acaso no has dicho que tienes confusión mental y posiblemente fiebre? —gritaba enfurecido el joven príncipe. Si aparecen por aquí esos matasanos, con mis propias manos los estrangulare uno a uno.
No tardó en ser él quien solicitara la presencia de los médicos, convencido de que el Arzobispo jamás le aclararía la diferencia entre una virgen y una santísima virgen, no tanto por su incapacidad para explicarlo como por , según sospechaba, su ignorancia.
Llegaron los médicos de la corte, sabedores de la ira que el Arzobispo le produjo y de los expeditivos métodos del príncipe.
—Quiero saber la opinión de cada uno de vosotros sobre en qué consiste la virginidad y la diferencia con la virginidad de la Virgen —les espetó nada más verlos.
El más veterano de ellos, le respondió:
—Alteza, no será necesaria la opinión de cada uno de nosotros, pues todos coincidimos totalmente en algo que es muy simple. Toda mujer posee en la entrada de la vagina una pequeña membrana que se rompe y sangra al tener su primera relación sexual, aunque a veces es pequeña y laxa y puede tener la relación sin que se rompa, pero en este caso, si se produce embarazo, se romperá inevitablemente en el parto. A esa membrana se la llama himen o virgo, virgen a la mujer que la tiene integra y virginidad a la cualidad de las mujeres vírgenes. Así de simple
—Entonces, una mujer que haya tenido un hijo ¿puede ser virgen?
—No alteza, nunca, es físicamente imposible.
—Entonces ¿por qué se le llama Virgen a la Madre de Dios?
—Ese no es tema de la medicina, majestad, entra de lleno en los misterios y milagros que hace de la religión algo inescrutable. A esa pregunta no podemos responder los médicos. Son los religiosos los que tienen la obligación de explicarlo, pero os anticipo que la respuesta tiene incuestionablemente elementos mágicos y misteriosos que la sitúan claramente fuera de la órbita de la ciencia y la razón.
Para regocijo del Arzobispo, la respuesta de los galenos dejo satisfecho al príncipe que realmente solo quería saber por qué su futura esposa tenía que ser virgen.
—Bien podían elegir otra palabra para designar a la Santísima Virgen que no creara tanta confusión en gente ignorante de la terminología medica —masculló mientras despedía agradecido a los médicos de la corte.
Pero tal revuelo causado por el tema de la virginidad dio pie a que muchos cortesanos sintieran como una urgente necesidad comunicarle al príncipe la falsedad de la existencia del Ratón Pérez y los Reyes Magos, aunque muchos de ellos temerosos de su reacción al sentirse vilmente engañado pensaban que debía ser el Arzobispo el que corriera el riesgo de comunicárselo, puesto que suya fue la responsabilidad de tan prolongado engaño. Se impuso la tesis de arriesgarse a la ira del príncipe pues al final, aunque sufrieran algunas bajas, sería el odiado Arzobispo el que cayese en desgracia.
—Majestad —se dirigió el mayor de los cortesanos al príncipe— arriesgándonos a sufrir la ira del Arzobispo, nos sentimos en la obligación de comunicarle que los Reyes Magos y el Ratón Pérez no existen, son mentiras piadosas, sacadas de la fantasía para…….
—¡Fuera! Malditos. ¡Guardias! echarlos de palacio a latigazos. Me habéis buscado esposa y ahora me lo decís
—El Arzobispo nos lo prohibió tajantemente, perdónanos señor, ha sido el miedo lo que nos impidió decíroslo antes —gritaban los cortesanos mientras esquivaban los latigazos.
—¡Traedme al Arzobispo! —ordenó el príncipe a la guardia.
Agotados llegaban los porteadores de la parihuela sobre la que se recostaba el Arzobispo, con su enorme y colgante abdomen y sus pesados collares, anillos y cruces de oro macizos.
—¡Arzobispo! Me habéis engañado, he sido el hazmerreír de toda la población de Teolandia y seguramente a mi futura esposa le habrán llegado noticias de que va a casarse con un príncipe estúpido, creído y bobo ¡como os habéis atrevido! Una mentira tras otra: la Virgen, los Reyes Magos el Ratón Pérez, Dios……
—¡No, por favor, majestad! Dios existe, en eso no os he mentido. Reconozco mi culpa y acepto cualquier castigo que se me imponga, pero no pongáis en duda la existencia de Dios, pues si así lo hacéis seréis vos y no yo el castigado. Señor os lo juro, en ese tema he sido sincero y me siento orgulloso de haberos inculcado sentimientos piadosos.
—¿Piadosos, dices? Piedad es compadecerse del sufrimiento ajeno, sufrir con el sufrimiento del prójimo, dar de comer al hambriento, de beber al sediento, justicia al que padece por la avaricia ajena ¿acaso no es eso lo que me enseñaste?
—Si, majestad, siempre quise que vos…
—¡Otra mentira! Me enseñaste con los hechos algo totalmente distinto a tus palabras, a ser como tú, a robar, a despreciar, a torturar y a matar si era conveniente, con tu palabra me enseñabas razones divinas y con los hechos razones de estado, y lo hiciste de tal forma que me parecía totalmente compatible. Dime, tu dios ¿es Jesús de Nazaret, el Dios que predica la virtud de la pobreza, el Dios de los humildes, de los esclavos?
—Bueno, como sabéis hay un solo Dios pero la Santísima Trinidad…
—¡Misterios y milagros! Con eso pretendes obnubilar mi mente y que no me dé cuenta de tu avaricia y tu crueldad. Eres una persona indigna de hablar en nombre de Dios.
—¡Guardias! —Gritó totalmente fuera de si— despojarle de todas sus joyas, dadle una cruz con palos de madera, quitadle sus ropas de seda y la capa y dadle una túnica de lino para que se cubra. Cerrad el palacio Arzobispal y buscadle una casa humilde en la zona más pobre de la ciudad.
—Majestad tened compasión. Equivocadamente o no quise el bien para vos, vuestra felicidad. Os lo ruego, señor, perdonadme y tendréis en mi para el resto de mi vida al más fiel y humilde de vuestros súbditos.
—¿Compasión dices? Ahora pones la otra mejilla cuando siempre eliminaste físicamente a tus adversarios. No te conformaste con ser el primero, siempre quisiste ser el único. Ahora serás el último. ¡Fuera todos de palacio! Dejadme solo. ¡Guardias! cerrad todas las puertas cuando todos hayan salido.
Al cabo de tres días, decidieron entrar en palacio. No había nadie en su interior y nadie volvió a ver al príncipe.
Aquel invierno, frio como ninguno hasta entonces, la nieve cubrió la ciudad. Una manada de lobos bajaba todas las noches de los montes, cada día entraban en un corral, sin que nadie explicara como abrían seguros y cerrojos, pero, algo inusual en ellos, solo mataban las reses necesarias para su alimentación.
Nadie decía haberlo visto, pero todos sabían de alguien que había escuchado decir que un ser humano cubierto de pieles les dirigía.
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