EL ACANTILADO DEL ABISMO SIN FIN
Hace más de diez lunas que no sale el Sol. Las vacas dejaron de dar leche, las flores de los árboles se caen antes de convertirse en fruto, el río escarchado no para de escupir peces muertos, las nubes espesas no se mueven. Toda la aldea es un lugar triste.
Quiero ver dónde está el Sol.
Sigo la orilla del río a contracorriente, paso por el hayedo y cruzo el antiquísimo bosque de robles y encinas.
Subo la montaña blanca. En la cima están los diez gigantes cíclopes del acantilado del abismo sin fin; con sus manazas aguantan en corro a las nubes inmóviles para que tapen el Sol.
-“¿Dónde están nuestras doncellas? ¡Hace ya dos equinoccios que no nos traeis a ninguna!”, me increpan.
¿Doncellas? ¿Equinoccios? No tengo ni idea de lo que hablan, aún así…
…me escondo en una arboleda, desnudo mis pieles y me visto con helechos en forma de falda, me tapo la cara con un pañuelo de algodón, me suelto el melenamen y salgo corriendo hacia el acantilado que tanto conozco.
Los gigantes cíclopes ven a la doncella y corren tras ella. La doncella salta al abismo hasta el repechón de arbustos que hay tres pies más abajo. Los diez gigantes cíclopes van cayendo hacia la oscuridad del acantilado del abismo sin fin.
La doncella sube a la cumbre de la montaña blanca, se dirige hacia la arboleda, se desnuda y se viste de yo. Sigo la corriente del río.
Las nubes se dirigen hacia el sur. El cielo, tan azul, se deja ver después de tanto tiempo. El Sol, por fin, vuelve a iluminar nuestras cabezas.
Los salmones y las truchas compiten por el salto más alto, al almendro le salen flores como palomitas de maíz, flop, flop, flop, a las vacas le arrastran las ubres por el suelo.
Entro en la aldea, suena música. Llego a la plaza del mercado. Aldean@s y foraster@s bailan semidesnudos, se ríen, juegan con las melodías y entre ellos. Me encuentro a Kima.
–“¿Dónde estabas, dormilón?”, me dice.