EL ALZHEIMER MEDICO
En estos momentos de mi vida
profesional, cuando las ganas ya no son las mismas y las decepciones comienzan
a hacer mella no puedo dejar de preocuparme en los pocos momentos de lucidez
que aún me quedan.
Recuerdo
hace no más de un par de décadas mis años de entusiasta universitario. Como
todos, queriendo cambiar el mundo con pensamientos utópicos. Soñador,
filántropo y bohemio. Cuestionando todo cuanto veía, ilusionado por las
maravillas de la biología humana. Queriendo ser como aquellos a quienes
admiraba, tratando de ignorar aquello que ennegrecía la digna profesión del
médico.
Tuve una
formación similar a la de muchos. Siempre me jacté de mi orígenes humildes, en
mi familia jamás hubo más que lo necesario para sobrevivir y un inmenso calor
de hogar potenciado en el lecho de una gran mujer a la que hoy orgullosamente
sigo llamando madre. Mi Padre también sigue estando ahí apoyando en todo cuanto
puede, aunque no comprenda muchas cosas. Ellos en su esencia sencilla siempre han
sido la garantía propia para creer que nunca iba a ser presa en lo que siempre
había cuestionado.
Prosiguieron
los años y conforme me llenaba de lo que creía conocimientos, sin darme cuenta;
perdía otras cosas. Perdía sin saberlo la capacidad de asombro, la
sensibilidad, la humanidad, la vocación…todo ese conjunto de valores que nos
hace humanos, tan humanos como los que pretendemos salvar. Fueron miles de
horas a la sombra de muchos “colegas” que años atrás ya los habían perdido. Sin
darme cuenta era cada vez, más médico.
Quizás
ustedes que hoy leen estas líneas, pensarán para sí mismos y contestarán con
impulsivo fulgor que: ¡Eso no es así!, pero antes que su vanidad profesional
los enceguezca, tómense por un momento la oportunidad de comparar “ese” que hoy
son con el que fueron años atrás.
En el
momento en el cual decidimos entregarnos al arte de luchar por la vida,
empezamos antes que todo olvidando quizás que lo más importante no es estar
vivo, sino lo que hacemos con esa energía vital; “don divino” para algunos. La
medicina no existe para prolongar la vida, sino para mejorar la calidad de la
misma. Es la enfermedad del individuo la que nos permite valorar el “estar
sano”. Es la morbilidad en sí misma las que nos da nuestra razón de ser por muy
mezquino que parezca. ¿Existirían mecánicos si los autos no se descompusieran?. No es labor del
médico luchar contra la muerte, esa batalla estaría perdida antes de iniciar.
Morir es parte de la vida. Si no, ¿Cómo la valoraríamos cuando se hace
extinta?, ¿Alguna vez lo habían pensado?, alguno de ustedes no pasó por su
memoria la frase ¿Quiero salvar a cuantos pueda?.
La frase “quiero ser médico” debería indudablemente
ser cambiada por “quiero ayudar, a través del ejercicio de la medicina”, visto
así es menos egoísta el enunciado. Porque no es el médico el que salva, cuando
recibimos el título no recibimos un poder mágico curador y dador de vida;
recibimos la certificación de poseer las habilidades para ejercer formalmente el
“arte de prevenir y curar enfermedades”. Se es médico desde siempre, se puede
ayudar aún sin título. Aliviar el sufrimiento debería ser un componente
esencial de la “humanidad” de cada individuo que ose llamarse “persona”. ¡Que no
se nos olvide nunca!. La vanidad por “ser médico” jamás puede solapar nuestra
razón de ser, somos meros instrumentos de alivio y consuelo del dolor humano
asociado a su padecimiento de salud. El artista no vale por sí mismo, sino por
la trascendencia de sus obras. Y la medicina es a la par de ciencia, arte.
Si
continuamos escudriñando lo que fuimos, es lógico remontarnos a nuestros
momentos de pre grado. Aprovechemos está sana comparación de nuestros “yo” para
preguntarnos por nuestra forma de actuar cuando aún no éramos “médicos”. En mis
momentos de cordura (cada vez más efímeros) lo recuerdo con nostalgia. Entrar o
salir del hospital era una labor titánica, no podía dejar de detenerme ante
cualquier clamor de ayuda; aunque solo fuera para decir: “todo estará bien”. No
podía dejar de condolerme por cada gesto de dolor, mi alma fácilmente se empañaba ante cualquier
escena de angustia; quizás de una manera más rápida de la que lo pudieran hacer
mis ojos. En más de una oportunidad tuve que enjuagar mi opaca mirada con el
sentido pésame de los que ya no estaban. Hoy día escasamente tengo tiempo (si es que me percato) para un
disculpe, necesito pasar. Estoy tan ocupado tratando de “prevenir la muerte”
que se me escapan con mucha frecuencia las personas que aun están vivas. Olvido
cada vez con mayor reiteración que quería ser médico para “salvar vidas” y no
para ignorarlas.
Probablemente
el tiempo siguió transcurriendo y entre exigencias cada vez mayores, fuimos
automatizando el camino al salón de clases, a la sala de conferencias, al ala
de hospitalización, al consultorio, a la oficina…Pasar por donde quiera que
hubiese un paciente que no fuera el que nos correspondía resultaba ser un
sendero inhóspito para nosotros, en fin; no era por ese que nos iban a evaluar.
No es ese es el de mi servicio, el de mi rotación o el de mi especialidad. Ese
no es el de mi consulta, ¡ese no es mío!. Fuimos olvidando sin percatarnos, que
no existen médicos por conglomerados (estadísticamente hablando), por lo menos
mi título no lo refleja así!. Se es médico general en principio, y la
especialidad no es excluyente. ¿Si no se necesita una especialidad para aliviar
el dolor humano, porque debemos utilizarla para dejar de hacerlo?. Cada vez
creemos entender mas el proceso de la vida, eso que pretendemos llamar salud;
olvidando plenamente que lo mínimo que merece cada uno es vivirla.
Dejen
por un segundo su mecanismo humano de defensa del “yo”, su respuesta
preconcebida de negar que sobre ustedes de alguna manera se reflejan mis
palabras y miren hacia atrás. Traten de vez en cuando de mirar al menos por un
instante hacia el pasado y solo así podrán encontrar eso que perdimos sin
darnos cuenta. Sin importar en que escalafón de la profesión se encuentren,
miren hacia atrás, con la mayor frecuencia posible y así notarán con asombro
que ya no son los mismos. Que no son
quienes pretenden ser y mucho más grave aún que han dejado de ser lo que algún
día fueron o se han convertido en lo que
nunca quisieron ser.
Yéndonos
a los extremos, noten con detenimiento como los estudiantes de segundo año son
diferentes a los de nuevo ingreso. Esto aplica también para los residentes, si
es su caso. Como novatos, la nobleza y la humildad es la norma (en la mayoría
de los casos); para el que no es así obvie mis palabras, ese ya es caso perdido
desde su esencia. Es casi imposible
encontrar una réplica en el novato, el sabe que está ahí porque tiene todo un
camino por recorrer, porque en principio quizás lo único que tiene claro es que
“nada sabe”; ¡quizás!. Pero el del nivel inmediato superior, tan solo con un
grado de diferencia ya es capaz de defender aún sin razón lo que considera es
correcto; aunque esté equivocado. Para él su mínima fracción de conocimiento ya
puede ser suficiente para rechazar una corrección pertinente, porque ya “tiene
criterio”, un criterio que colisionará con el de arriba y pisoteará al de
abajo. Y aunque el criterio no es el centro de esta discusión, si contribuye en
parte; a desviar nuevamente nuestra razón de estar aquí. Les recuerdo,
decidimos ser médicos para “aliviar el sufrimiento” no para contrastar
criterios. ¡Por lo menos en perjuicio del paciente no!.
Pero
sigamos comparando. Ubiquémonos en el lugar que nos corresponde hoy día y confrontémonos
con ese estudiante del primer nivel que fuimos en algún momento. Analicemos por
un minuto ¿Cuánto hemos cambiado?, ¿Cuánto hemos perdido?; ¿Cuánto hemos
olvidado en la medida que nos hicimos “profesionales”?. Empezaré por mí mismo.
Recuerdo
que en mis primeros años estaba seguro que nada sabía, cualquier concepto nuevo
era suficiente para sustituir el que tenía preestablecido, leía y estudiaba con
detenimiento cada cosa, podía pasar horas en un par de líneas tratando de
memorizar hasta el punto más sublime. Hoy, si escasamente tengo tiempo de
percatarme de algo nuevo; automáticamente lo traslado al baúl de las cosas por
confirmar. En muchas oportunidades pudiera impulsar discusiones estériles hasta
sentirme presuntuoso de haber hecho valer mi punto de vista, más aún si con
ello puedo callar las replicas de los que vienen un par de peldaños atrás. He
perdido, mi humildad. Me dejé robar mi esencia de novato en base a la
experiencia. Hoy ya pocas cosas son nuevas para mí. Solo “actualizo” mi
información. Dejé expropiar de mi vocabulario el “no sé” por el “no lo recuerdo
en este momento”. Tatuaron en mi inconsciente el argumento: “no saber, es un
pecado”. Sueño en mis momentos de claridad, que vuelvo a ser aquel novato que
nada sabía, para el cual todo tenía sentido. Aquel que disfrutaba las horas de
clase y no estaba pendiente del reloj para culminar con la jornada de
“trabajo”.
Cuando
era joven (profesionalmente hablando), aún vivía. Aún sentía el dolor ajeno
como el mío propio. Recuerdo en muchas oportunidades haber cuestionado
(internamente) la frase: “no exagere, no es para tanto”; “el anestésico le va a
doler mucho más”; “si no le gusta sufrir, para que inventa”; “vaya a otro lado
a ver si le va mejor”, “espere sentado, en algún momento le atenderemos”.
Recuerdo mis ojos empañados por la desgracia del prójimo, recuerdo haber
consolado el llanto, acariciado el dolor. Cada vez lo recuerdo con menos
claridad pero aún; esporádicamente, lo recuerdo. Aun retornan a mi mente vagos
recuerdos de lo que significaba “salvar una vida”. Aunque a veces logro recordar
que un “Dios le pague” es más gratificante que el mejor de los salarios, mis
múltiples obligaciones (la mayoría banales y superfluas) me obligan a prestar
mayor importancia al segundo. Aún recuerdo algunas líneas del desactualizado
juramento de Hipócrates. Quisiera volver atrás de vez en cuando y ser más
cónsono con el mismo. Quisiera poder vivir el arte de la medicina y no tener
que vivir de ella.
A veces
miro y trato de imitar (noten lo cruel que resulta leer las siguientes líneas),
a mis estudiantes de los primeros años. Cuando los veo detenerse ante cada
madre que llora, para dar bebida o comida al que no la tiene, para agilizar un
trámite aunque no les corresponda. Cuando ríen, cuando lloran, cuando sienten,
cuando preguntan. Envidio a cada uno de ellos por aún no haber perdido el
tiempo y la disponibilidad para inquietarse por sus pacientes. Los envidio por
no tener una especialidad en la cual excusarse para dejar de hacer lo propio.
Los envidio por carecer de título, por poder equivocarse y decir libremente “NO
SE!!!”; aquí estoy para ayudar aunque no sepa que hacer. Los envidio porque no
son como yo que cada vez encuentra más excusas para olvidar lo que fui. Los
envidio porque hoy creo saber tantas cosas, que he olvidado las más esenciales;
hasta el amor por la profesión que un día me atrapó entre sus redes altruistas
de “prevenir y curar” el sufrimiento humano.
Creerán
ustedes que estás líneas son la panacea de la auto terapia retórica. Me creerán
afortunado por haber encontrado la solución hipocrática al mal que me acongoja,
pero no es así. Tal como muchas de las enfermedades que aún no entendemos, esta
que hoy os describo es inevitable; es un mal idiopático, multifactorial y resistente
a cualquier terapia paliativa porque simplemente es la crónica del
envejecimiento profesional del médico. Porque cuanto más creemos aprender
estamos condenados a sobrellevar responsabilidades cada vez más complejas. Es
la más cruel de las enfermedades degenerativas que podamos haber tratado. Restarnos
paulatinamente la sensibilidad es nuestro mejor mecanismo de defensa ante el dolor que
vivimos cada día. Olvidando que en nuestro ser debe existir al menos una pizca
de humanidad, preferimos endurecer nuestro corazón. Porque no tenemos otra
opción que irnos formando una coraza insensible que nos proteja del torbellino
de situaciones dolorosas de nuestro quehacer diario. Es inevitable que el médico
aprenda a sobrevivir con ello, es inevitable que asuma como cualquier otro
letrado; que en algún momento deberá prescindir de lo que profesa para poder
seguir creciendo y no morirse en el intento.
Aprovecho como les argumenté en un
principio, mis momentos fugaces de lucidez para que nuestra noble profesión
no se vea pisoteada por nuestra propia
humanidad. El médico no es inmune a los vicios del “ser humano”, a sus
debilidades y flaquezas. El médico padece, sufre y es imperfecto. Debe
sobrellevar sobre sus hombros el dolor de sus congéneres olvidando que en sí mismo
es tan vulnerable como cualesquier otro.
Muchas veces olvidamos que enfermamos, comemos, reímos, necesitamos
tiempo propio para nosotros mismos y nuestras familias. Nos podemos dar el lujo
de olvidar muchas cosas. Pero jamás de olvidar para que estamos. Estamos para
servir a la vida, a la mejor calidad de vida de nuestros semejantes en sus
peores momentos. Recuérdenlo siempre.