—EL CALOR DEL HOGAR—
Madrid, 24 de diciembre 2013.
En una fría mañana y al raso del relente
en la ciudad, se halló el cuerpo de un pobre indigente que perdió la cruzada a
la noche. Nadie supo que, bajo la manta, había el rígido cadáver de un muchacho
con tan sólo 23 años desde las ocho de la tarde del día anterior. Nadie se
preocupó ni mostró interés por lo que el joven pudiera necesitar. La afluencia
de viandantes, entre compras y villancicos de comerciantes, pasaba junto a él
sin mostrar el más mínimo sentimiento. Su fetal cuerpo, cubierto con la tosca manta
no pareció incomodarles a personas que se sentaban junto a él para tratar de
esperar el bus. Murió rodeado de gente y a la vez, sólo.
Es muy lamentable que en fechas
navidadeñas haya gente que tenga que estar sola y sin recursos para subsistir
humanamente. Todos tendemos a reunirnos en familia y amigos y no nos ponemos en
la piel de tantas personas que padecen en soledad.
Pasé un día con gran pesar, como si en
cierta manera, fuera culpable de aquella tragedia. Pensaba que la vida es
injusta cuando se tuerce con ciertas criaturas. Ese desdichado jovenzuelo, —que
apenas estrenaba vida—, podía estar un día como hoy con su familia o novia,
rodeado de afectos y la motivación de una meta en su carrera o profesión; pero
no. Estaba muerto sobre una fría y lúgubre piedra de hospital sin nadie que le
llore.
Sentía tristeza al equiparar su vida a la
de mis hijos de la misma edad. Los míos tienen de todo y a veces, sobradamente.
Mis pensamientos me trasportaron a mi
ciudad natal. Mi calle “Alfarería” en el barrio de Triana de Sevilla. Recuerdo
mis juegos inocentes con mis amigos del barrio y alguna travesura en el
mercado, cuando cogíamos “prestada” alguna manzana de Doña Reyes.
Mi calle; llena de gente que va y que
viene; Los escaparates de cerámica Cartujana; El afilador de cuchillos con su
repetida melodía; la vieja furgoneta del tapicero…
Recuerdo cuando la gente era sana y
siempre había preocupación por el que pasaba hambre. Mi pequeña casa en el
patio de vecinos, donde mis padres sacaron adelante a sus siete hijos sin
apenas espacio. Todos los vecinos éramos una gran familia y todo se compartía.
Si a alguien le tocaba la lotería, todos celebraban con él un improvisado
banquete en el patio del corral; si a alguien le visitaba la tragedia, todos
lloraban con él, porque éramos más que unos vecinos; unos amigos y hasta casi
familia, diría yo. No olvidaré las navidades compartidas entre todos los
vecinos del patio de “La Esperanza”.
Mi padre trabajaba de empleado de unos
grandes almacenes como el manitas de mantenimiento, teniendo que arreglar
cualquier desperfecto del comercio. Mi madre trabajaba en una casa de señores
del centro, porque apenas nos llegaba con el sueldo de mi padre. Recuerdo los
aprietos en más de una ocasión para dar de comer a siete hijos. En ocasiones,
veía a mi madre llorando por la impotencia de no tener recursos económicos para
preparar la comida. Aun así, no se dejaba derrotar fácilmente. Nos dejaba a
todos al cuidado de mi hermano mayor, o bajo la supervisión de alguna vecina y
se recorría todos los comercios de la zona para pedirles algunas viandas de
fiado hasta el día cinco, día en que cobraba el humilde sueldo mi padre. Había
tenderos con gran corazón que accedían a cederle los alimentos gustosamente,
pero también los había muy usureros que, —dependiendo del grosor de la lista—,
ya no te fiaban más hasta que se abonara lo anterior.
En múltiples ocasiones mi querida madre al
llegar a casa entre lágrimas sin saber qué respuesta darnos ante la hora
inminente del almuerzo, encontraba un caldero con un guiso delante de la
puerta, que alguna vecina caritativa y observadora había cocinado para
nosotros. Y no sólo eso, para los niños del corral nunca dejaban de visitarnos
sus majestades los reyes magos. Era algo realmente milagroso; a pesar de haber
familias con pocos recursos, siempre en mitad de la noche alguien depositaba
junto a la puerta una saca de juguetes para los niños de esa casa. las viudas
del patio se afanaban con ilusión en comprarnos juguetes a los críos que
revoloteábamos entre juegos por el patio interior y era obvio que nos mirasen
como a nietos propios por tantos años de convivencia, a pesar de que se
enojaran alguna que otra vez cuando le tirábamos alguna maceta o le
ensuciábamos sus relucientes paredes encaladas entre juegos.
Seré un nostálgico perdido en el túnel del
tiempo, pero…, ¡como echo de menos esos tiempos!
La gente se miraba a los ojos con total
limpieza. Eso aquí en las grandes ciudades no ocurre. La gente se levanta de
mal humor y todos somos transparentes para todos. Las personas se apilan en el
metro o en la parada del bus y como asnos ya ni siquiera nos saludamos. Se han perdido
muchas cosas en los valores humanos, aunque para algunos todo esto sea parte de
la “evolución”.
Si ése pobre joven indigente hubiera
llamado a las puertas de nuestro corral de vecinos pasmado de frío y hambre,
seguro que mi madre o Doña Juana o Doña María Antonia u otras de las vecinas le
habrían salido al encuentro para acomodarlo junto a la lumbre de sus hogares y
le habrían preparado un buen tazón de caldo calentito para el frío. Pero por
desgracia, ese patio de vecinos no existe. Es sólo un recuerdo en mi cabeza.
Ahora es sólo un solar baldío paciente a la especulación urbanística. Mis
vecinas y mi querida madre, a la que tanto echo de menos, tampoco viven entre
nosotros en los grisáceos paisajes de la urbe. Y ése jovencito que trató de
pasar la noche al refugio de la espesura del rocío nocturno, también dejó de
existir. Se fue apagando en su último sueño, luchando con la escasa armadura de
una manta.