EL CUENTO DEL GATO…

EL CUENTO DEL GATO…

¿Cómo demonios había llegado
este sapo a uno de mis zapatos de domingo? No es cosa que yo haya podido
determinar con facilidad. Bajo la puerta de mi habitación, raras veces abierta,
apenas si podría introducirse un naipe o cualquier otra hoja de papel, pero ¿un
sapo?  Abandonando todo razonamiento a
este respecto me di a profundas cavilaciones en torno a la forma en cómo
deshacerme de aquel amenazante animal que con anfibia tranquilidad se había
apoderado de mi apreciada prenda hebdomadaria.

Impávido, el asqueroso
batracio permanecía instalado hecho dueño y señor de mi zapato. La sola idea de
su fría panza puesta sobre el lugar donde yo debía colocar mi planta me
resultaba emética. Superado el asco inicial, y habiendo luchado con mi memoria
para traer a ella la Oración de San Pablo –la cual según mi abuela ahuyenta a
todo animal ponzoñoso- trepado a mi cama 
me puse a buen resguardo del infame animalillo sin dejar de mirarlo en
momento alguno. Recordé mi estatura, recordé que los sapos no tienen dientes ni
uñas y entonces me vi a mí mismo con algo de ventaja sobre el horrendo enemigo.

De un salto caí a
centímetros de la puerta y la abrí para ir al pasillo por  una escoba. ¡Qué vaina con las cosas que se
pierden cuando más las necesitas! ¡No había una sola escoba! Y para mayor
desgracia mi llave para abrir la reja que da al patio se había quedado en el
cuarto donde la peligrosa bestezuela me esperaba.

No sabía si aún estaba
dentro del zapato o si por el contrario me acechaba desde otro rincón. Esta
idea aumentó mis temores y una vez más hube de hacerme el fuerte. Respiré
hondamente y entreabrí de nuevo la puerta, miré hacia los zapatos y ahí estaba
el desgraciado sapo como si nada. Vi las llaves sobre la cama y supuse que su
asquerosa lengua no me alcanzaría si intentaba tomar el llavero. No podía
apartar de mi mente la vieja conseja: “Si te lame un sapo te contagia las
verrugas, si hieres con hueso de sapo, jamás te curas”

Claro, tampoco es que fuera
una especie de mega-sapo. Si se lo veía bien, es posible que hinchado al máximo
alcanzara las dimensiones estandarizadas de una gran pelota de ping-pong…

Cogí las llaves, fui al
patio, hallé la escoba y la traje para usarla como lanza y zaherir al
adormecido animal que yo me figuraba en una suerte de trance para concentrar
toda su maligna fuerza en agraviarme de un modo que yo no podría prevenir.

Como si fuese un jugador de
polo a caballo, de un certero golpe saqué el zapato al pasillo y del zapato
salió el sapo excretando no sé si sus orines o algún peligroso humor tóxico.
Hallándome en tan delicado lance llegó la solución del modo más inesperado:
“Cuco” el gato de la casa, velozmente tomo el pequeño saurio entre sus felinos
dientes y salió con él al patio perdiéndose por entre las matas.

¿Se lo comió? ¡No sé!  Pero eternamente agradecido le dediqué este
cuento…




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