El Inquilino

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El Inquilino

Estaba buscando piso y encontré lo que siempre había soñado: un piso céntrico y a muy buen precio, amueblado, “para entrar a vivir” Acababan de rebajarlo casi seis mil euros, así que era mi oportunidad. Llevaba más de tres años sin alquilar, tenía que haber sospechado algo pero en aquel momento era justo lo que necesitaba y me metí de lleno en la hipoteca.

Me dediqué a arreglarlo a mi gusto, sacando un poco de tiempo cada día. Tenía que aprovechar las horas de luz porque el piso estaba precisamente con la luz dada de baja. Pinté el salón y mi cuarto, deseché algunos muebles y compré nuevos, estaba extasiada. Mi primera, por así decirlo, toma de contacto con “el Inquilino”, que así me gusta llamarle, fue en el cuarto de baño. El espejo llevaba las bombillas puestas y estas se encendieron hasta dar la luz más brillante que jamás había visto para luego apagarse lentamente. Todavía lo recuerdo como algo entre asombroso y espeluznante. Tras lo ocurrido, intenté encenderlas apretando el interruptor pero no volvieron a dar luz.

Me marché dándole vueltas a la cabeza a lo sucedido. Busqué en Internet sucesos similares para darle una explicación razonable, por si se trataba de algún tipo de corriente residual (si es que eso existe) pero para mi decepción hablaban de lo sucedido como una señal inequívoca de que la casa estaba “poseída por algún espíritu”

Aún no estaba viviendo allí y con el paso de los días lo sucedido se convirtió en un recuerdo fugaz casi irreal, ¿lo habría imaginado? Así que continué con las pequeñas reformas hasta que llegó el día en que por fin me instalé.

La casa era muy pequeña: una pequeña entrada, justo a la derecha el baño y en frente la cocina. A la izquierda un gran salón-comedor y a ambos lados dos habitaciones.

El siguiente “contacto”, por así decirlo, fue estando en la cocina. Estaba preparando mi cena cuando sentí una presencia justo a mi espalda, como si alguien me observara desde el umbral de la puerta. Me giré despacio conteniendo la respiración pero allí no había nadie. Cerré la puerta y seguí cocinando, mientras intentaba que mi corazón se calmara, medio girada, para poder observar la puerta.

Tras este suceso, en varias ocasiones me pareció sentirlo, siempre en el mismo sitio: en el umbral de la puerta de la cocina, incluso alguna noche mientras estaba acostada en la cama, podía oír ruidos confusos, a lo lejos, como si alguien estuviera al otro lado del tabique, imposibles de describir con más claridad.

Un día me levanté valiente y cansada de tanta mamonería y me planté en el salón. Encendí unas varillas de incienso y algunas velas aromáticas. De la forma más serena posible le hablé en voz alta a este ser que perturbaba mi recién estrenada independencia:

“No sé quién eres ni siquiera sé qué es lo que pretendes, quiero que sepas que no tengo intención de marcharme de aquí. Solo te pido que respetes mi espacio y no alteres mi tranquilidad. Podemos convivir juntos, respetando unas normas básicas: tú no me asustas y yo permito que sigas aquí, serás como mi “inquilino”, prometo no molestarte yo tampoco”

Desde entonces, no sé muy bien cómo explicarlo pero me adapté a sentir que no estaba sola, a cocinar sabiendo que “él” me observaba. Le saludaba al levantarme, le daba las buenas noches, incluso a veces conversaba con él.

Una tarde hablando con una vecina me comentó que pensaba que vivía sola pero que esa mañana había visto a “mi pareja” tras el cristal de una de las ventanas, ella le había saludado con la mano pero, que “debe ser tímido porque cuando volví a mirar ya no estaba”

“Sí” le dije, “es mi inquilino, vivimos juntos desde hace varios meses” Y me marché tranquilamente.




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