El jubilado al que echaron a patadas
Tenía 19 años cuando comenzó a trabajar. Su juventud pasó
de largo y el la miró desde un andamio donde pasaba cada día entorno a 12
horas. Poco más podía hacer entonces: sólo dormir, desayunar, currar, comer,
currar de nuevo, cenar y acostarse. Nada más.
Cada día veía las mismas caras, escuchaba las mismas cosas y sólo el
paseo de alguna vecina distraía por unos instantes la dura vida de estos
currantes.
Siendo entonces la vida tan monótona, el hombre se cansó
bien pronto de todo aquello y buscó otras opciones.
Tenía aún 26 años cuando comenzaba un nuevo trabajo en un
edificio cercano. Se convirtió en el nuevo conserje. Todos los días madrugaba, se ponía su impoluto traje y
acudía puntual a su centro de trabajo, donde saludaba a todas las personas que
entraban y salían de aquel lugar. Allí limpiaba, arreglaba aparatos y se
encargaba del mantenimiento general del edificio.
Obviamente, no era el trabajo de sus sueños, pero al
menos le permitía disfrutar un poco más de su vida.
Primero fueron días, después meses, luego años. La vida
de este buen hombre continuaba pasando. Por medio se casaría con una
trabajadora de la empresa y tendría descendencia. Se compraría un perro y vería
posteriormente como sus vástagos abandonaban el domicilio paterno en busca de
nuevos sueños. El día de la muerte del can fue uno de los más duros para esta
familia mientras el hombre continuaba trabajando como conserje en la misma
empresa. Pero no le dejaron sufrir el duelo.
Habían pasando catorce días desde que murió el perro y
treinta años desde que entró por vez primera al trabajo con aquella ilusión. Treinta años en el que pasó mil penas, cien alegrías, algunos sueños y diez pesadillas.
Treinta años en los que lo dio todo por la compañía. En los que si un día tenía que
meter tres horas porque así se requería, las metía, sin un solo mal gesto. Y si
tenía que ir un domingo porque, por el motivo que fuera, era necesaria su
presencia, iba.
Aquella mañana le llamaron de aquel despacho donde muy
pocas veces había estado. Tan sólo en su contratación, cuando hubo algún
problema y muy pocas veces más. Pero ese día le llamaron y el hombre estaba
nervioso. “¿Para qué le querrían si no había habido problemas en los
últimos días?”
Tocó tembloroso la puerta y la pasó de inmediato. Al otro
lado su jefe. Pero no el de siempre, sino su hijo, que había heredado semanas
atrás la empresa y planteaba nuevas ideas para colocar a la empresa en la
“vanguardia”.
En esos nuevos planes ya había reducido parte de los
salarios de los trabajadores con el consiguiente enfado de éstos para
equilibrar los costes.
Le ofreció una copa de brandy y le comunicó una noticia,
que, básicamente, no era otra que “su imagen no se correspondía con la
modernidad que quería transmitir la empresa” y por eso le planteaba una
salida amistosa de la empresa. Le pagarían el 70% de su salario y seguiría
cotizando a la seguridad social en un extraño juego que convertía al buen
hombre en “prejubilado” al menos hasta los 61 años en los que podría
optar a una jubilación anticipada.
El hombre salió de allí contrariado y enfadado con una
empresa a la que dio todo y de la que ahora le echaban mediante una fuerte
patada.
“Prejubilado”. El buen hombre se miraba al
espejo constantemente y pronunciaba esta palabra repetidamente sin creérsela
demasiado.
Más que el hecho, le molestaron las formas.
Después de ese día, regresaría a la empresa un día sí, y
otro también. Estaba dispuesto a seguir trabajando la mitad o lo que fuera con
tal de no dar con los huesos con la gran temida jubilación, para la que aún no
tenía planes y en la que ni siquiera podría disfrutar de sus ventajas, al no
tener cumplidos los 60 años. Pero nunca volvió a ser recibido.
Cumplió los 15 días pactados y después…la nada. Seguía
madrugando como siempre y veía como el resto iba a trabajar mientras el
recomponía su vida de la mejor manera posible.
Se preguntaba que habría hecho mal y si debía seguir
buscando un trabajo o relajarse, pero no pudo centrarse ni de una ni de otra
forma.
Volvió de nuevo a la empresa, para protestar, para hacer
algo. Y de nuevo se encontró con la puerta cerrada.
Se resignó a vivir jubilado. A mirar las obras pensando
en lo que podría haber sido si no se hubiera marchado. Dando alimentos a los
patos y visitando el bar de su vecino de abajo.
Y se volvía a mirar al espejo, pero ya no se reconocía.
“¿Qué clase de sociedad es esta donde la experiencia sobra?”. Nunca
llegó a entender nada. ¿Por qué había pasado de ser un trabajador válido a un
estorbo innecesario?
Sus vecinos le aconsejaron que se relajase, pero él no podia. Porque lo que estaba en juego era más que eso. Lo que se jugaba era decidir si sirve o no para algo.
“¿Por qué hay una cierta edad en la simplemente, ya no cuentas, ya no
vales?” Y pensaba que podria hacer, porque no quiere estar jubilado. Quería sentirse muy vivo. Recuperar su pasado. Y demostrar que, aunque le ataran las manos, aún podría demostrar su valía. Pero el tiempo corría en su contra:
cuanto más días pasaran, más apartado estaría de la sociedad. Era una lucha contra
el reloj que estaba dispuesto a ganar. Sea cual sea el precio. Aún no sabían a quién han
ido a retar.