El que jamás regresó
El que quiera venir conmigo, es bienvenido, siempre que esté dispuesto a dejar a un lado todo lo material, todo lo preciado que tiene en esta vida.
Esas fueron las palabras del último hombre visto antes de entrar al bosque a las afueras de nuestra aldea. Fue un viernes 12, en un mes doce, a la medianoche. No recordamos mucho sobre él. Lo poco, los míseros momentos y fotografías memoriales que tenemos, dejan ver a un joven de 35 años o más, con canas cubriendo su larga barba y parte de su cabellera castaña.
Escasas eran sus razones para ir allá, de aventurarse en un lugar tan horroroso, espantoso, espeluznante, tenebroso, como ese bosque oscuro… Fuera de día, de tarde, así el crepúsculo siguiera en pie, ese rincón de nuestras tierras era inhabitable. Todos conocían las consecuencias de solo intentar sobrevivir un día dentro.
No era un cuento de hadas, era una realidad absoluta que monstruos se hallaban allí. Y no hablo de criaturas mitológicas, o seres de otro mundo, hablo de animales reales que hacen un daño verdadero, mortal.
No os atreváis a detenerme, o puedo aseguraros de que el castigo será eterno.
Ningún aldeano siquiera lo intentó. No tenía a alguien que lo hiciese. Nadie llegó a conocerlo de tal manera como para querer parar su travesía.
Cuentan varios, que él podía llegar a levitar objetos, o hasta curar heridas leves. Que el reloj que en todo momento cargaba en mano, era su amuleto de la suerte. Siempre marcando las doce.
Quienes estén a mi lado, no sentirán males.
Lo más probable es que hablase de la muerte.
Llegué a conocerlo, a entablar conversaciones junto a él. Recuerdo que su cabello era tan largo que costaba creer su edad, ya que los hombres de la aldea acostumbraban a cortar su pelo cuando lo encontraban excesivamente largo. Sin embargo, él no. Ni siquiera intenten imaginarlo, era algo asqueroso si lo pensabas con cabeza fría.
De nueva cuenta, ya casi nadie lo recuerda. Soy una de las pocas personas que queda de ese grupo.
Algunos creen que murió apenas pasadas un par de horas de haber ingresado al bosque. Otros, que solo pasaron minutos. ¿Yo? No me importa, sinceramente.
¡¿Loco?! ¡Qué insulto que especulen eso de mi persona!
No tenía amigos. Carecía de vida social. Era arduo hacerlo en este pueblo, al ser tan pequeño y haber tan pocas personas, se hacía dificultoso mantener un diminuto secreto.
─Abuelo, ¿de verdad crees que no haya monstruos en el bosque?
Suspiré levemente, esto de contar anécdotas a mis nietos ya era agotador.
─No te preocupes, si en verdad existen, no pueden pasar hacia acá ¿sabes por qué?
Mi nieta, sentada sobre mi regazo, negó con la cabeza.
─ ¿Ves el río que está a lo lejos? Nos separa del bosque. Cuentan otras leyendas, que está encantado, y que esas criaturas, si algún día llegasen a existir, o intentasen cruzar, morirían en el intento.
Tras esa explicación, ella se quedó mucho más calmada, admirando el cuerpo de agua que anteriormente había mencionado.
─Abuelito…
Nuevamente, la miré, esta vez cuestionando su llamado con mi semblante.
─ ¿Cómo se llamaba ese hombre?
Pensé con detenida paciencia, buscando entre los almacenes de mi memoria empolvada esa información. Al cabo de unos segundos, pude responder.
─Su nombre era Arwen.
Noté que su boca se abrió rápidamente, con intenciones de expresar una exclamación, pero repentina e inoportuna, mi hija llegó, recogiéndola y despidiéndose, alegando que debía irse porque la noche caería pronto. Me da pena con mi nieta, seguramente quería hablar sobre algo muy importante. Bueno, será en otra ocasión.
Sin muchas ganas de hacer cualquier otra cosa, me levanté de mi abrigado sillón y busqué en mi librería un viejo cuaderno, el cual tengo guardado desde hace años. Lo leo con mi nieta cada tanto, cuando se acuerda de su existencia.
La portada es lo que siempre le da mucha curiosidad, fijándose en el reloj que se mantiene marcando las doce, dibujado a mano, preguntando y cuestionándose cada que la ve “¿de quién será ese nombre?”.