El sendero de felices desencantos

El sendero de felices desencantos


Llovía.

Las gotas de agua golpeaban con firmeza el cristal de la pequeña ventana, mientras en la calle, la gente encogía los hombros como en un mecanismo ancestral de defensa contra aquella perenne borrasca. Sofía los miraba, incluso esbozaba una leve sonrisa. Era bastante cómico ese devenir errante mientras ella estaba cómodamente sentada al calor de un pequeño radiador. La habitación era pequeña, pero muy acogedora. Según entrabas en ella a la derecha había una cama de 90, una estantería metálica llena de libros y apuntes encuadernados. Al otro lado un estrecho armario de madera pasado de moda (típico de piso de estudiante) a juego con el cabezal de la cama y justo en frente, su espacio de estudio. En la mesa revuelta había notas, café, alguna foto, bolígrafos, folios en blanco y apuntes de último curso de Licenciatura en Periodismo. Solo faltaba el último paso, para poder llegar a ser lo que siempre había soñado; una contadora de historias, de tradiciones, un pulso de la actualidad, una buscadora de respuestas en el caótico baile de la rutina. 

Le estaba costando un mundo terminar esas tres asignaturas, esas que se clavan en la autoestima del estudiante, que cuando entras en la facultad parecen pequeñas colinas, pero luego se transforman en verdaderas montañas, en carreras de fondo que marcan la diferencia. En esos pequeños tropezones que marcarán el viaje, y el cómo llegar a la meta. Al final uno aprende que no importa la distancia, si no lo que aprendes en el trayecto. Llegar es simplemente una consecuencia de lo acontecido. Un cúmulo de idas y venidas. 

Sofía seguía mirando por la ventana. La mañana, a parte de lluviosa, era fría. Ese típico frío compostelano, húmedo como agujas heladas que se clavan en la nuca, como un trago de niebla, un desdén de escalofríos. Por el Preguntoiro seguía el trajín de viandantes que, como en una danza improvisada, se cruzaban miradas y algún que otro choque de paraguas. Además de algún peregrino despistado, podía observar estudiantes, señoras rumbo a la plaza de Abastos, comerciales apurados, furgonetas de reparto… el día a día santiagués en el reflejo de los charcos de piedra. Numerosos factores de peso específico para apartar la mirada del folio subrayado. Sofía seguía perdida en sus pensamientos, en recuerdos y en buscar fuerzas y motivación para correr la cortina. A veces el tiempo pasa tan deprisa que los días son como polvo en el viento. No pesan y se pierden en el cielo antes de que te des cuenta. Pronto llegaría Mayo. Y con él los últimos pasos del camino.

Otoño.

Las primeras hojas sin aliento de los castaños cubrían el camino que desemboca en la casa de Sofía. Aunque el chico del tiempo, como decía su abuela, dijo que el frío estaba a la vuelta de la esquina, los días se mantenían soleados y con una temperatura más que agradable. Desde la terraza se visualiza la gama cromática de ocres como en una cascada de letargo anticipado. Al fondo, las colinas dejaban paso a la gris piel de roca y al dulce precipicio que desemboca en el Sil, vestido con el verde oscuro de sus mejores galas. Sofía respiraba profundo los restos del Nordés abriendo la palma de las manos para sentir su caricia. “Esto es lo más parecido al paraíso” pensó, mientras perdía la mirada observando el vuelo de un pequeño y simpático gorrión.
Los días pasaban despacio y en su cuaderno de bitácora iba anotando con tinta de ayer lo que ese verano/otoño había deparado; risas, bicicleta, viaje a Roma, amigos, nostalgia, cachorritos de Lana, playa de San Jorge, conciertos, despedidas, corte de pelo, nuevo ciclo, disco de Quique González, boda de Paula, primeras palabras de su primo Andrés, amor pasajero, partituras….. Sentía que tenía la llave de miles de cancillas. Solo tenía que buscar, reflexionar y decidir. Y entrar con la ilusión y el nerviosismo de la primera vez y la responsabilidad inexperta el primer día. 

 

 

No había prisa. Sofía creyó siempre que su oportunidad llegaría sin más. Solamente había que estar preparada. Se remangó el jersey y dejó a un lado sus pensamientos. Era hora de poner la mesa para la cena. ¡Y qué cena! Gran parte de la familia se había reunido para demostrar el buen gusto ancestral que tenemos los gallegos por la comida. Una pena que el vino nuevo aún no esté listo. Listo si que estaba el cocido, y el olor a castañas que subía lujurioso por las escaleras que dan al patio. El reconvertir un viejo bombo de lavadora en un asador giratorio había sido una idea fantástica. El padre del invento era su tío Javier, el cual no tenía nada que envidiar a MacGyver.  Era el manitas de la familia, capaz de coger un trasto inservible y reconvertirlo en algo funcional. Era el responsable de I+D+i de la familia. Sofía se reía mucho con él, aunque creía que pegarle una radio a una caña de pescar, para así poder escuchar los partidos del Deportivo mientras remontaba el río, tampoco se le podía considerar invento transgresor. Pero aún así se lo aplaudía.
La cena terminó con el típico baile de salón de botellas de licores caseros por la mesa. Mientras su padre colocaba el tapete y buscaba honorables rivales para jugar al tute, Sofía se levantó para recoger la cafetera y algún otro pocillo que quedaba disperso por la mesa. Entonces, en ese preciso instante, sonó el despertador.

 

Tormenta

 

Sofía se despertó sudorosa, y se incorporó tan súbitamente que se golpeó la cabeza contra el somier de tablas de la litera superior. Estaba tan frustrada de acabar así su sueño que apagó el despertador de una sonora palmada. Se levantó despacio y caminó con suma levedad los dos metros que le separaban del aseo. Eran las 5:30 de la mañana y no quería despertar a sus tres compañeros de habitación. Alguno acababa de llegar del trabajo.

Sofía encendió el fluorescente del baño que, como siempre, tardaba casi siete segundos en encenderse, después de parpadear insistentemente. Lo tenía más que cronometrado. “Maldito y asqueroso fluorescente” susurraba mientras lo miraba con la mayor cara de desprecio. En el pequeño y desquebrajado espejo observó aquel mar de ojeras epílogo de las pocas horas de sueño y preludio de las pocas que vendrán. La jornada de hoy sería demasiado larga. Y lo peor es que no había empezado todavía.

 

“Es el paraíso, la nueva tierra de oportunidades, muchos en tu situación ya se fueron, allí si te sabrán valorar…” Recordaba mientras apoyaba la cabeza contra el vagón del metro. El vaho de su respiración dibujaba una niebla en su mirada. Y en sus ojos un meandro de lágrimas.

 

Como casi todos los días no sabía qué le depararía la jornada. Trabaja para una empresa de mudanzas, y dentro de la misma, tiene un contrato a tiempo parcial con una empresa de trabajo temporal. Es uno de esos magníficos minijobs de los cuales hablan  tan bien en los informativos de televisión. Lo maravilloso de su contrato es que puede trabajar a cualquier hora del día, según le digan la víspera, por lo que no puede organizar una rutina semanal de manera normal. Bueno, esta semana sabía que tenía que trabajar 4 días en el traslado de unas oficinas administrativas de una importante maderera. Jornadas de nueve horas en una zona industrial alejada de su barrio, ya por sí el extremo del extrarradio de la ciudad. “Siempre puede ser peor”, pensó. Comenzó a llover.

Este trabajo solo era un pétalo de la maldita flor. Como muy tarde salía de trabajar a las 17:00 y de 18:30 a 22:00 se ponía el delantal en una hamburguesería sirviendo menús colapsados de grasas trans. Sobrevivir era la única opción. Pagar el alquiler del piso, la primera necesidad.

La mañana del sábado la empleaba en repartir curriculums por los principales medios de comunicación de la ciudad, y una batería de emails a los de todo el país. Existía demanda de periodistas españoles. O eso le dijeron. Por la tarde tiene trabajo en la hamburguesería hasta cierre. Por la noche solo piensa en dormir.

El domingo es su día libre, y normalmente queda con sus compañeros de piso. O de trinchera, como decían ellos. Dan una vuelta por el centro, debaten sobre sus sueños y  expectativas a corto plazo. Hablar incluso de medio plazo era una soberana locura. El problema era la tierna angustia de saber que mañana tocaba otra mudanza y más hamburguesas. Y más madrugones, y otro resbalón en la memoria, y mandar más curriculums, y otra llamada por Skype fingiendo la creencia de que las cosas van a mejorar. E intentar sentirse útil y valorada, cuando casi ya no confías ni en ti misma. 

Septiembre

Las uvas ya deben estar maduras”, susurraba Sofía mientras dibujaba un sol sonriente  en el cristal de un viejo vagón de metro.

 




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