El Ultimo abrazo
Madrid, 8 de mayo de 1998. ¿Qué hago yo aquí? me pregunté ahí sentada en la cama balanceándome -adelante-atrás-atrás-adelante-adelante-atrás-, con la vista fija en el suelo y las lágrimas que resbalaban por mis mejillas y mi cuello. Habían transcurrido unos minutos, no sé cuántos, porque perdí la noción del tiempo,del lugar, luego de recibir la más triste llamada. Me sentía aturdida, desesperada; en ese momento era incapaz de coordinar pensamiento y acción alguna. Sólo en mi mente estaba aquél último abrazo que nos dimos ocho meses atrás.
27 de septiembre de 1997, para ser precisa. Aún podía sentirlo, fue cálido y profundo, como son los abrazos entre seres que se quieren y se despiden en un aeropuerto, el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, en Maiquetía, con la certeza de un hasta luego. Fue el último en despedirse; me acompañó hasta donde la puerta de embarque lo permitía, estrechamos nuestras almas en ese largo abrazo; lloramos como niños, no necesitamos en ese momento muchas palabras; solo atinó a decir cuando le pedí la bendición entre lagrimas: “Dios te bendiga mi catira”, yo apenas logré responder:
-No te preocupes papá, yo voy a estar bien.
Y con esa promesa crucé esa puerta hacia el último sueño que la vida le permitió apoyarme: irme a Madrid a cursar mi maestría. Nuestro siguiente plan: encontrarnos y pasear en las Islas Canarias: su Palma natal y Tenerife al terminar mi maestría. ¿Cómo imaginar que ese sería nuestro último abrazo?
En medio de mi desesperación y aquél dolor que me había paralizado, comprendí entonces que tenía que actuar con rapidez, con cabeza fría, y mentalmente hice una lista de todas las cosas pendientes: ir al banco a retirar dinero, avisarle a un amigo del postgrado lo que estaba pasando, dejar mi habitación en orden porque no sé si después de esto iba a volver a Madrid y tendrían que enviar mis cosas de
vuelta.
Tenía que llegar con tiempo al aeropuerto y tomar un vuelo, el que fuese, que me pudiera llevar de regreso a Venezuela. En medio de aquélla tragedia personal, pude hacer todo lo previsto, y a las 12:30 M de ese viernes 8 de mayo de 1998 fui la última en abordar el vuelo directo Madrid-Caracas de Iberia.
Supongo que mi rostro develaba toda la agonía que estaba viviendo. Apenas entré al avión, una azafata se acercó para preguntarme si me encontraba bien y deseaba tomar algo. Mi cara y mis ojos los sentía hinchados, mis piernas y brazos pesaban mucho y no podía articular palabra.
Ante su amable gesto, sólo formulé un no con mi cabeza. Quería sentarme, que el avión despegara, que apagaran las luces, desconectarme y entrar en la intimidad del silencio; poder abandonar la contención que había tenido durante alrededor de cuatro horas y dar rienda suelta a mis pensamientos, mis emociones, poder liberar mi dolor.
Quería retroceder el tiempo y que nada de esto estuviese pasando. Qué irónico, pasamos de la felicidad al dolor en escasas horas. Recordaba como la noche anterior, había llegado a la residencia donde vivía, Calle Delicias N°40, a escasa cuadra y media de una de las principales estaciones de trenes de Madrid, Atocha Renfe, pletórica de la felicidad porque me había ganado una beca para realizar unas pasantías de dos meses en Radio Nacional de España. Me sentía eufórica y orgullosa, y lo primero que quería hacer era llamar rápido para contarles a mamá y a papá lo que estaba viviendo. Sabía que les daría una gran alegría y satisfacción, que se sentirían orgullosos de este logro. ¿Y cómo no estarlo?; de 42 estudiantes sólo había dos becas disponibles y yo estaba entre las afortunadas.
Esa noche sólo pude hablar con mamá, papá no había regresado del trabajo:
-Mamá, cuéntale a papá apenas llegue, yo mañana lo llamo temprano y hablo con él. Después de las palabras de felicitación y la alegría de mi mamá por tan buena noticia, me dijo:
-Tranquila hija, yo le digo apenas llegue, seguro mañana te llama muy temprano para hablar contigo. Se va a poner tan feliz!
Esa noche antes de acostarme y sintiéndome plena de entusiasmo con mi beca, de repente, así sin razón o motivo empecé a llorar, como una niña, ahí estaba parada frente a mi ventana llorando sin saber o entender por qué y sentí que me embargaba una tristeza profunda, un pesar que no le encontraba explicación. Esa noche dormí realmente muy mal.
Al día siguiente tenía previsto salir muy temprano de la residencia porque debía renovar mi carnet de estudiante, pero preferí quedarme un poco más de tiempo y descansar una poco más. Entró una llamada de Venezuela para mí, yo salté de la cama pensando que era mi papá para hablar conmigo y felicitarme por mi beca, pero era mi hermano mayor, y asumí que el motivo de su llamada era eso, felicitarme.
La conversación con papá nunca llegó; mi hermano llamó para decirme que papá había fallecido esa madrugada. La muerte, caprichosa e inesperada vino a buscarlo, muy pronto, pero sigilosamente y para no hacerle daño golpeó con cuidado su corazón y lo llevó con ella mientras él dormía. No hubo dolor, no hubo sufrimiento.
Sentada en mi asiento, finalmente, el avión tomó la velocidad de crucero, apagaron las luces y todo quedó en silencio. Yo agradecí esa oscuridad. En la pantalla pusieron el film que supongo tocaba esa noche; una película que a mí me gustaba mucho con Jack Nicolson y Helen Hunt y había visto dos veces. Con los ojos fijos en la pantalla yo sólo veía cómo pasaban los fotogramas de mi historia, de mi vida junto a mi papá, quería en esas ocho o casi nueve horas de viaje, recordarlo todo, fijar todo en mi mente.
Repasé todos mis momentos importantes, y en todos siempre estuvo presente papá. Admiré siempre su historia, y la repasé a trazos; su capacidad de hacerse camino, su alegría de vivir. Recordé sus cuentos de la infancia en la Isla de la Palma, del trabajo precoz que le tocó vivir desde los siete años mientras España se encontraba en guerra; de lo duro que fue con diecisiete años embarcarse para llegar a un destino a buscar un mejor presente y futuro: Venezuela.
De su historia pasaba a la nuestra como familia, los recuerdos se entremezclaban. En esos veintiséis años que la vida me permitió tenerlo aprendí tantas cosas, a través de él: el valor de la justicia, la importancia del trabajo y conseguir las cosas a pulso, la honestidad, la perseverancia, la sinceridad, la sensibilidad, mostrar sin pudor los sentimientos y emociones porque eso es vivir -fue un hombre sensible, amoroso-, que los límites sólo se los pone uno y siempre luchara por mis sueños.
A ratos volvía de mis recuerdos a la realidad del viaje. Y ahí estaba yo en ese avión, en aquél viaje terrible e interminable, con mis recuerdos, con mi tristeza, con mi desesperación por llegar. Y finalmente llegué para despedirlo del viaje más triste y largo de mi vida.
Ahí estaba caminando hacia su féretro; imaginé en silencio y sin compartir nunca ese pensamiento con nadie que el salía a mi encuentro y nuestras almas volvían a fundirse como en aquél último abrazo y yo le decía al oído:
-No te preocupes papá, yo voy a estar bien.
Excelente relato q nos muestra una historia q similarmente viven muchos Venezolanos q han tenido q dejar el pais por la situación actual.