El viaje definitivo.
Siempre me ha gustado hablar sobre el corazón, reflexionar sobre él, dedicarle pensamientos, ideas, frases. En verdad, me considero una enamorada del corazón y su mundo. Un mundo aparte del resto de los mundos. Un mundo diferente, un mundo especial. Un mundo que no cambio por nada. Un mundo en el que deseo vivir y morir. Pero hoy, he querido ir un poco más allá. He decidido convertir al corazón en protagonista de su propia historia, porque esta pequeña historia, más bien aventura, no es mía, sino suya. Dejemos que, al menos, por unos instantes, el corazón tome la riendas y nos guíe. Al fin y al cabo, él se lo merece como nadie más. Todo comienza así:
Un día, una jornada como otra cualquiera, el corazón despertó vivo, audaz, con ganas de sentir, de vivir. De hecho, él siempre fue un corazón alegre, se sentía bien con su existencia, conforme con su misión de corazón, y en cada uno de sus latidos, se entregaba a sí mismo hasta el final. Pero aquel día, entre latido y latido, una nueva sensación invadió su interior. Sintió como un impulso le animaba a algo más, a buscar, a encontrar, a no conformarse con ser un simple corazón sin más.
Entonces, sin pensarlo ni un segundo, guiado por aquella gran fuerza que había surgido de forma repentina en él, lleno de valentía e ilusión, a pesar de estar atrapado en aquel pecho, en aquel cuerpo, en aquel trocito de humanidad al que había sido asignado para darle la vida, dejó que aquel nuevo impulso, que aquella nueva sensación, le diese la vida a él, aunque fuese por unos instantes. Y, sin jamás faltar a su misión, sin dejar de emitir ni un solo latido, cerró sus ojos y, como en un sueño, decidió alejarse de su particular prisión, una prisión que siempre había aceptado, tanto que nunca se había considerado cautivo, porque tenía la certeza de que aquella era su verdadera misión.
En ese momento, el corazón comenzó a viajar, a imaginar, a volar, a salir de su propia existencia. Recorrió lugares nuevos, llenos de belleza, lugares que jamás había pensado que pudieran existir. Sintió por primera vez la alegría de la luz, la suavidad de la brisa, el aroma de la vida, los colores más variados, más hermosos, los paisajes más idílicos, todo parecía parte de un maravilloso mosaico en el que cada pieza encajaba a la perfección, para darle un sentido único, definitivo.
Fue entonces cuando el corazón se preguntó si aquello sería la verdadera felicidad, esa felicidad que tantas veces le había inspirado a seguir latiendo. Y sumido en aquel pensamiento, de pronto, pudo sentir la presencia de alguien a su lado, una presencia sutil pero hermosa, y dejando sus reflexiones por un momento, encontró ante sus ojos una mariposa. Una mariposa con los colores más bonitos que puedan existir, con unas alas elegantes, esbeltas, dispuestas siempre a volar, a subir más alto, a rozar el cielo. En ese momento, el corazón se acercó un poco más a ella, y le preguntó si sabía qué era la felicidad, si estaban cerca de ella en ese mundo que les rodeaba. Pero la mariposa abrió sus alas de par en par, y en profundo silencio, alzó de nuevo el vuelo, dejando el corazón atrás. Él no entendió muy bien por qué la mariposa se marchó de su lado, sin darle una respuesta, sin decirle, ni siquiera adiós, pero decidió olvidarlo y seguir con su particular viaje, con su propia aventura.
Continuó con sus ojos bien cerrados y volvió a imaginar, a volar, y entre sueño y sueño, se encontró ante un precioso manantial. Sus aguas fluían con fuerza, con pasión. Eran frescas, cristalinas y parecía que nada podía detenerlas. Ni las piedras que encontraban a su paso, lograban detener su imparable recorrido. Entonces el corazón, se inclinó hacia aquellas aguas, y volvió a hacer la misma pregunta que formuló a la mariposa: si aquello era la verdadera felicidad. Pero las aguas ajenas al corazón, sin mediar palabra, continuaron presurosas su camino. El corazón volvió a extrañarse de aquel silencio, pero no se desanimó y continuó soñando, volando, imaginando.
Y, entre vuelo y vuelo, se encontró ante una montaña que parecía infinita, inalcanzable. Parecía un coloso, un titán de la mitología, un gigante invencible. Pero el corazón, lleno de asombro pero sin temor, tras contemplar por un buen tiempo la grandeza de aquella montaña, se aproximó a su más cercana ladera y le preguntó con fuerza si aquello era la verdadera felicidad. Pero la montaña no contestó, tan sólo le devolvió su propio eco, el reflejo de sus palabras. El corazón siguió sin entender nada pero siguió adelante en su aventura.
Y cuando el corazón comenzó a sentirse un poco cansado, sintiendo incluso ganas de volver de nuevo a su particular prisión, decidió sentarse para contemplar una vez más aquella belleza que le rodeaba, para despedirse de aquel mundo que había encontrado. Un mundo hermoso pero lleno de silencio. Un silencio que acallaba, que dominaba cualquier sentimiento. Ante todo, él era un corazón y no podía disfrutar de aquella belleza sin compartirla, sin sentirla en otros, sin vivirla en compañía.
Estaba a punto de abrir los ojos, de terminar su viaje, cuando a sus pies, contempló una pequeña flor. Parecía la flor más pequeña de toda la creación, la más sencilla, con un humilde pero precioso color azul en sus suaves pétalos. Su fino tallo se mecía dulcemente al compás del viento, que soplaba con suavidad para no hacerla daño. Pero, a pesar de su simplicidad, de su imperceptible misión en todo aquel conjunto de exhuberante belleza que la rodeaba, ella era una flor feliz. Se sentía feliz de ser tan sólo una flor, y vivía sus días con alegría, con esperanza. Sólo por sentir los cálidos rayos del sol en la mañana, ya sentía que era la flor más afortunada. Tan sólo era un pequeña flor pero ella no lo cambiaría por nada, y en su alma de flor amaba su existencia.
Entonces, el corazón en un último intento antes de abrir para siempre sus ojos, decidió hacer a la flor la misma pregunta. La pregunta que, en aquel mundo de belleza, nadie había contestado. Y, ante su sorpresa, la flor le contestó. Su voz era como un hilo finísimo, casi inaudible, tanto que el corazón tuvo que acercarse más a ella para poder escucharla. En ese instante, un aroma de vida le inundó. El corazón no entendía como una flor tan sencilla, tan pequeña, podía exhalar un olor tan maravilloso, tan dulce.
Y mientras aspiraba aquel aroma, la flor le respondió con estas palabras: Amigo corazón, todo es la verdadera felicidad, todo lo que nos rodea es la felicidad. Lo que vemos y lo que se esconde a nuestra mirada, lo que sentimos y lo que ignoramos, lo lejano y lo más cercano, lo más hermoso y lo que pasa desapercibido, lo creado y lo soñado, lo vivido y lo imaginado, lo conocido y lo aún ignorado, la grandeza y la sencillez. Todo es la verdadera felicidad. Porque no son las cosas en sí mismas las portadoras de felicidad, sino nosotros mismos. En verdad, no son ellas quienes nos hacen felices, sino nosotros al contemplarlas, al sentirlas. Sólo nosotros podemos darles ese sentido último de felicidad. Tan sólo es necesario mirarlas con nuestros mejores ojos, con los ojos del amor. Entonces, todas y cada una de las cosas que nos rodean, se convertirán en belleza y nos devolverán ese amor. El amor que siempre trae consigo toda felicidad, la verdadera felicidad.
El corazón agradecido se despidió de la flor con un beso y ella le respondió con una caricia de sus pétalos. En esos momentos, ambos sabían que aquello, en el fondo, no era una despedida, sino un encuentro para siempre, un encuentro sin final. La flor siguió en aquel lugar, esperando incondicionalmente a su anhelado sol de la mañana, mientras se quedaba dormida, acunada por el soplo de la última brisa del día. Y el corazón, con su alma por fin llena, decidió abrir los ojos y finalizar su aventura, su sueño, su viaje definitivo. Ya no necesitaba cerrar sus ojos para imaginar, para encontrar la belleza, la felicidad. Tan sólo necesitaba conceder a todo una nueva mirada: la mirada del amor. El amor que todo lo embellece, que todo lo siente, que todo lo transforma.