EN EL PARNASO

EN EL PARNASO

Ahora me decido; abro las puertas de cristal. Entro
con vida al paraíso. La perfección descubierta, me maravilla. Atisbo un
firmamento estrellado. Está tan inmaculado como los diamantes. Giran por arriba
las constelaciones en la lejanía. Hay una simetría entre estas creaciones. Veo
sus luces y cambian de colores. Más aquí percibo la pureza del paisaje; me
embadurna entre la inspiración. Se forma lo impoluto. Respiro la frescura que aquí
rebosa. Todo es originario a lo artístico. En este infinito, vivo lo agradable.
Me sé poderoso, superior. Por cierto, voy por un sendero, rodeado de tulipanes
y varios canarios vuelan sobre las flores. Ando por entre ellos y los pétalos
encendidos. Esto es mucha grandiosidad. Los aromas son refrescantes. Siento
ternura en mi corazón. Más entusiasmado, prosigo a pie limpio. Y actúo sin
prisas, hasta llegar a una planicie y a lo lejos avisto la pirámide de los dioses.
La estructura está hecha por medio de meteoritos. Creo que es compleja como
indestructible. De a poco, me dirijo a su parte frontal mientras silbo una
sonata de albores. La rumoreo con pasión a la vez que descubro los unicornios
de este olimpo, que pastan por ahí junto a sus crías. Ellos poseen un pelaje
gris. Sus cuerpos son elegantes, se mueven a paso fino, relinchan con gracia.
Esto en efecto me sensibiliza. Así que marcho hasta donde ellos, les acaricio
la cabeza con mis manos y a lo seguido, decido montar al más guapo. Eso a lo
raudo, comienzo a cabalgar por la llanura, pasando por unos trigales, dejando
atrás unos molinos. Sólo pienso en ir hasta donde lo deseo. Lo procuro con
osadía. Ya volteo por el viñedo de las hespérides. Hay allí un lago de uvas y
en estas aguas juegan las bañistas, ellas son hermosas. Yo bien, las ojeo con
donosura a medida que avanzo por un costado del oasis. Recorro el sembradío
morado. Me voy separando lentamente de estas delicias. Continúo por una enramada
de perlas toda larga. Al cabo de algunos minutos, llego a la pirámide. Con sorpresa,
advierto que hay un pasadizo entre las murallas. Dispara chispazos estelares.
Esto me deja estupefacto. Al tanto, decido bajarme de la bestia. Lo hago con
prestancia. Sobre lo inmediato, doy unos cuantos pasos hacia lo interno de esta
edificación. A lo fugaz, oigo la música del arpa, que es tocada por Atenea, la
videncio a ella volátil, entre tanto, unas esferas flotan en la transparencia. Evolucionan
sobre la energía armónica. Más aquí, quedo con los ojos exagerados. De pleno,
Zeus hace su aparición, lo reconozco por su mansedumbre y yo lo lloro, por ser
un genio, porque ha eternizado esta excelsitud.

RUSVELT NIVIA CASTELLANOS
CUENTISTA DE COLOMBIA




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