Ernest Hemingway, su inspiración por el beisbol.
Cada vez que regreso a mi ciudad natal resulta inevitable revisitar la casa de Andrés Eloy Blanco frente a la plaza Bolívar, solo para sentir su obra literaria a través de una frase inolvidable de él acerca de Cumaná: “Mariscala de mi niñez, Marinera de mis sueños”. Sigo avanzando en la calle Sucre por unas siete cuadras hasta llegar a otra casa de grandes ventanas, el lugar de nacimiento de José Antonio Ramos Sucre, la esencia de la poesía hierve por todos lados. Puedo notar una paz misteriosa entre los rincones y el viento silbando en las ventanas me hace imaginar al fantasma del poeta. De vuelta a casa, me detengo en una calle transversal. Hace tiempo, en esa calle había un café literario llamado “El bote de Ernest Hemingway”. Muchos profesores de liceos y la universidad, escritores, estudiantes, solían ir allí para compartir ideas e inspiraciones literarias. Ahora la edificación está abandonada, la puerta de en frente casi derribada, estaba cubierta de telarañas por todas partes.
Siempre trato de saltar o empujar las pesadas y polvorientas ventanas con la esperanza de ver la sala principal del lugar, la que hacía que pareciera más un museo que un café. Era un local de siete por siete metros. El piso era de baldosas azul oscuro. Tenían un reflejo especial amarillo que simulaba la arena del fondo del mar. Las paredes laterales estaban pintadas con ese azul claro propio del cielo de Cumaná. La pared del fondo mostraba un marlín gigante flotando sobre el mar con las gradaciones de naranja a tonos rojizos del atardecer cerca del rincón, a su lado la noche asomaba su oscuridad cargada de estrellas. Esa sala tenía una ventana de cierta dimensión en el techo. A través de ella la luz solar o lunar iluminaba la majestuosidad de un bote de cinco metros de eslora por uno y medio de ancho, dentro había dos arpones atados a más de veinte metros de cuerda, un estuche con cinco tipos diferentes de anzuelo, una biblia de bolsillo, un ancla, unos binoculares, una atarraya de nylon, una botella de licor, un balde metálico y un cuaderno de páginas amarillentas y letras descoloridas.
Cada día había al menos diez visitantes en esa sala y cada día había al menos una mención de la inspiración de Hemingway en el beisbol para escribir “El Viejo y el mar”. Las discusiones eran tan encendidas que el dueño del local tenía que pedirle a los clientes que bajaran la voz.
Sabiendo lo estricto que era Hemingway con su proceso de escritura, el largo tiempo que pasaba de pie frente a sus páginas escritas, borrando y corrigiendo, hasta reconstruyendo pasajes enteros de sus cuentos y novelas, resulta sorprendente como se las arregló para incluir al beisbol con tal naturalidad en algunos de sus trabajos.
Es realmente fascinante la manera como Hemingway establece un paralelismo entre Santiago, el viejo pescador en “El Viejo y el mar” y Joe DiMaggio en sus últimos años como pelotero. Tal vez el escritor se inspiró en el hecho de que el padre de DiMaggio también fue pescador, tal vez quería mostrar como el tiempo puede afectar las habilidades físicas de un pescador y un pelotero, o tal vez quería pintar un paisaje de épica y redención al mostrar que el viejo pescador todavía podía arreglárselas para atrapar un gran pez y el viejo pelotero todavía liderar a su equipo para ganar una Serie Mundial. Hubiese sido realmente emocionante haber tenido la oportunidad de espiar la rutina de escritura de Hemingway temprano en las mañanas o tarde en las noches, fajándose con sus manos, lidiando con sus pesadas sandalias para encontrar las ideas y palabras adecuadas que incrustaran sus sueños de beisbol en sus historias.
Él tenía su propio campo de beisbol en su casa cuando vivía en Cuba en la década de 1950. Allí Hemingway le enseñaba lo que sabía a su hijo Greg (GiGi) y los amigos de este. Tal vez quería probarse lo mucho que apreciaba al beisbol y cuanto lamentaba no haber escrito de ese juego cuando trabajó como periodista en The Kansas City Star. Explicaba casi de mal humor que nunca escribió una palabra relacionada con el beisbol para las páginas de The Star, pero reconocía que había desarrollado una técnica de escritura a través de sus lamentos por no ser periodista deportivo. Tomó como modelo la manera como un jardinero anticipaba un batazo hacia sus predios, como corría, volteaba hacia atrás, y finalmente estiraba su guante para atrapar la pelota, de esa manera se inspiraba para poner en papel la estructura, el argumento que sorprendía a los lectores al describir situaciones, delinear dramas de manera inesperada.
Hay un pasaje en “El Viejo y el mar”, donde el personaje principal, Santiago, tiene momentos difíciles al forcejear con el marlín una vez que este ha mordido el anzuelo. La criatura marina empieza una intensa batalla para liberarse del anzuelo de Santiago y el pescador tiene que recurrir a todas sus fuerzas pero eso no es suficiente para vencer al marlín. Así que Santiago se mantiene batallando por unos tres días. Allí Hemingway recurre al arte de su escritura y utiliza al beisbol como referencia, como un paisaje donde la historia pueda mantener su intensidad. Así que provee a Santiago con algunas imágenes de lo que había escuchado en la radio o leído en los periódicos acerca de Joe DiMaggio. Sabía que DiMaggio también se acercaba al final de su carrera beisbolera. Cuando recordó como DiMaggio se había recuperado de un espolón en un tobillo para regresar a jugar al tope de sus condiciones con los Yanquis de Nueva York, Santiago sacó fuerzas de la flaqueza y continuó fajándose con el marlín a pesar de los calambres de su mano izquierda.
El beisbol sigue flotando en la atmósfera de la historia cuando Santiago permanece batallando con el marlín, tratando de arrastrarlo hasta el bote. La batalla dura tres días. Santiago se molesta mucho porque no puede atrapar al marlín y lo pierde ante los tiburones, lo cuales devoran al pez hasta solo dejar el esqueleto. Apenas puede repeler a los tiburones a punta de golpes de remo. Mientras aconseja a Manolin para que se haga beisbolista, Santiago rememora la imagen de DiMaggio y como este había pasado por momentos difíciles en sus últimas temporadas con los Yanquis. No fue el mismo pelotero, después de recuperarse del espolón, no podía correr lo suficiente para alcanzar los elevados y linietazos que bateaban hacia el jardín central, tampoco podía batear la pelota con la misma fuerza que lo hizo en sus grandes años. Santiago se siente como DiMaggio en su última temporada, no es capaz de atrapar un solo marlín cuando en sus mejores momentos podía hasta pescar dos o tres peces grandes en un día.
La última vez que pasé por “El Bote de Ernest Hemingway”, era casi de noche, pero todavía pude ver el salón donde estuvo el bote por mucho tiempo. La luz de la luna entraba en el salón a través del hueco donde solía estar la ventana del techo, y pude ver todas las señales del bote. Cerca de la proa estaba un bate de beisbol donde se leía Joe DiMaggio Slugger. En algún lugar de la popa había dos libros “El Viejo y el mar” y “Al Romper el alba”. Uno estaba abierto en la primera página, el otro en alguna página intermedia con algunas líneas subrayadas. También había un guante de beisbol a mitad de estribor, en uno de los dedos del guante, se podía leer el nombre Manolín. Sin importar cuanto tiempo había pasado desde la última vez que estuve en ese salón, todavía podía escuchar las voces de los profesores y estudiantes hablando de literatura. Andrés Eloy Blanco, Ramos Sucre y por supuesto Hemingway. Casi siempre permanecían allí hasta muy tarde en la noche.
Esa noche no pude dejar de pensar en “El Bote de Ernest Hemingway”, durante todo el camino de vuelta a casa. Quería recordar en cual página estaba abierto el libro “Al Romper el alba”. Estuve despierto hasta casi las dos de la madrugada pero no pude recordar esa página.
Miré con tal profundidad la lámpara de mi habitación que pude caminar otra vez dentro del salón principal de “El Bote de Ernest Hemingway”. Me acerqué al bote y casi me caí al acercarme a la popa. Tomé el libro “Al Romper el Alba”. En la página donde estaba abierto, Hemingway escribió algo acerca del alma humana, que él no sabía nada de ella. Lo más cerca que estuvo de aclarar ese concepto fue a través del beisbol. Recordó que de niño fue a ver un juego de los Medias Blancas de Chicago, tenían un tercera base llamado Harry Lord, quien podía batear roletazos en foul por la línea de tercera base hasta que el pitcher rival se hastiaba o el juego tenía que ser suspendido, debido a que eran los días cuando los estadios no tenían alumbrado eléctrico. Harry seguía bateando roletazos en territorio foul y la gente le gritaba desde la tribuna: “Oye Lord, espero que Dios se apiade de tu alma”. Puse el libro de vuelta en la popa del bote y me recosté en una pared lateral.
A medida que la luz de luna aumentaba su intensidad a través de la ventana del techo, oi un sonido en la pared del fondo. Al acercarme al bote, una especie de voz oxidada llegó desde babor. Un viejo de anteojos enfundado en una de esas camisas cubanas llamadas “guayabera” paralizó mi aliento. Casi me derrumbé. El tipo rió y se sentó dentro del bote, al lado de los arpones. “Tranquilo, hijo. Solo soy un fantasma tranquilo y triste. No voy a lastimarte. Solo quiero contarte algo que tal vez ayude a definir mejor lo que entiendo por la palabra alma. Después de haber escrito el manuscrito de este libro, investigué mucho de beisbol en los periódicos. Así fue como supe de Pete Pistol Reiser y Roberto Clemente. Ambos batearon jonrones dentro del campo para dejar en el campo al rival. Si el triple es considerado el batazo más excitante del juego, para mí es incapaz de transmitir lo que implica un jonrón dentro del campo. Piensa por un momento como un bateador empieza a correr a través de las bases mientras la pelota aterriza en el rincón más remoto del campo, y como se mantiene corriendo sin importar que el tiro de relevo venga en camino hacia la mascota del cátcher con una gran posibilidad de sacarlo out. Eso fue lo que Reiser hizo el 11 de mayo de 1946 en el cierre del noveno inning contra Hugh Mulcahy de los Filis de Filadelfia, y Clemente ejecutó el 25 de julio de 1956 también en el cierre del noveno, sin outs y con las bases llenas y los Piratas perdiendo 8-5 ante los Cachorros de Chicago en Forbes Field. Enfrentaba al relevista Jim Brosnan.
Clemente bateó una línea hacia la pared del jardín izquierdo. Había empujado las tres carreras del empate, corría con tal intensidad que ignoró las señas del coach de tercera base Bobby Bragan. Clemente se deslizó en el plato y burló el tiro de relevo de Ernie Banks, a pesar de que falló en tocar el plato, inmediatamente estiró la mano hacia atrás y lo tocó ¡Qué jugada tan vertiginosa! Ha sido la única vez que un jugador ha bateado un jonrón dentro del parque con las bases llenas para dejar en el campo al contrario”.
Seguí mirando al viejo barbudo de mirada punzante. La luz de luna aumentaba aún más su intensidad a través de la ventana del techo. El viejo había dejado de hablar por un momento para tragar saliva y respirar profundo. “Esos dos jonrones dentro del parque me impactaron. De verdad tienes que tener el alma grande para literalmente volar por las bases desde el plato para lograr el jonrón que le da la victoria a tu equipo…”
Cuando desperté todavía eran las cinco y media de la madrugada. Me levanté, apagué la luz de la habitación y salí al balcón. Había luna llena como la mayoría de las noches que visité ese salón. Me vestí en pocos segundos y corrí por las calles de Cumaná hasta que empujé la puerta cubierta de telaraña. Salté sobre la basura y los arbustos que habían crecido dentro de “El Bote de Ernest Hemingway”. Podía ver las baldosas azul oscuro cubiertas por una capa de polvo y froté mis manos en la pared del fondo para ver la pintura del marlin. Algo de luz matinal entraba por el hueco que alguna vez fue ventana en el techo y fui a donde estaba el lado babor del bote, había una página que decía “Al Romper el alba” en la parte superior, al lado de la numeración. Entre aquellas letras borradas por el polvo y la humedad se podía leer “Harry Lord”.
Alfonso L. Tusa C. 26 de abril de 2018. ©