Fantasma
Tengo tan mala memoria…
Transcurridos unos meses, o semanas, a veces incluso días o hasta horas de
cualquier suceso, una neblina lo desdibuja. Y sin embargo, creo que todo
comenzó cuando yo era pequeña. Muy pequeña. Sé que sucedió algo espantoso. Y no
me refiero a nada traumático, no, no hablo de maltratos, incestos, violaciones…
A ese respecto, soy afortunada. Hablo de algo físicamente espantoso.
Aunque a veces creo
que, sencillamente, las cosas son así desde que nací.
Pero no quiero pensar
mucho en ello. Tengo el presentimiento, o mejor, la intuición, que si ahondo en
ello descubriré algo mucho más terrible. Mucho mucho más terrible.
Es realmente extraño y
muy inquietante. Lo que sucede es que la gente no me mira. No me ve. Tampoco me
escucha. Al menos, la mayoría de ella. Otras personas lo hacen, pero siempre
acaban por cansarse. Y desconectan de mí. He aprendido, entonces, a economizar
mis requerimientos. A molestarlos lo menos posible. A postergar el día en que
ya no pueda llegar a ellos. Porque son lo único que tengo.
Me miro en el espejo a
menudo. Sé que no me servirá de nada y, sin embargo, en mí se agita una leve
esperanza de que, tal vez, algún día, funcione. Lo averigüe. Busco la respuesta
a la pregunta que ocupa prácticamente el 100% de mi tiempo y de mi espacio.
¿Por qué? ¿Por qué?
De pequeña, pensaba que
si nadie me miraba era porque era fea. La respuesta más sencilla suele ser la
verdadera, ¿elemental, querido Sherlock? Y me escrutaba buscando qué era lo
que, en mi cara, podía resultar tan desagradable. Tan aterrador.
Pero, vistas
individualmente, mis facciones son normales. No tengo un rostro ni un cuerpo
perfecto, ni tampoco aspiro a ello, pero sí, son corrientes. O parecen corrientes
Porque, si tomo todos los rasgos en conjunto, algo extraño sí se advierte.
Era una especie de…
desfiguración. No la desfiguración típica que todos solemos imaginarnos cuando
escuchamos esta palabra. Otro tipo de desfiguración. Mis rasgos son como esos
elementos químicos que parecen inofensivos cuando están solos, pero resultan
letales cuando se alían. Como las afinidades electivas de Goethe, pero al
revés.
Pero tuvo que ser aquel
suceso. El accidente. O ese fallo de la naturaleza que llegó conmigo al mundo.
Porque si no, ¿qué otra cosa podría ser?
Cuando era pequeña,
creía que mi invisibilidad se debía a la extraña conformación de mi faz. O a
las absurdas proporciones de mi cuerpo. Ahora ya no estoy tan segura.
Sin embargo, no hay
otra explicación. ¿La hay?
No quiero pensar en
ello. No quiero pensar en ello.
¿Y mi voz? ¿Qué
demonios le pasa a mi voz? ¿Por qué nadie la escucha?
Ahora soy adulta. Pero
he tenido una infancia, una adolescencia, una juventud… No las recuerdo mucho,
por eso: ya os he contado que los recuerdos se me empañan. Desaparecen.
Tuve una infancia, sí.
Recuerdo a unos padres, Mis padres. No me querían mucho, creo. Tampoco me
hacían mucho caso. Me recuerdo en mi habitación, leyendo… Los libros nunca
traicionan. O al menos no lo hacían antes, porque desde que se ha popularizado
la edición independiente online, la cosa es muy otra… No obstante, en aquella
época, los libros eran los mejores compañeros que alguien como yo podía desear.
Me escuchaban. Hasta me hablaban… Aparte de ellos, no recuerdo ningún momento
feliz de mi infancia. En realidad, no recuerdo ningún momento. Mi infancia está
vacía. Tan vacía, que ni siquiera veo polvo ni telarañas en ella.
Después crecí. Llegó la
adolescencia. No fue emocionante. No hubo ninguna pasión, ninguna aventura.
Tuve amigas. Sí, tuve amigas y todo, ¿qué os creías? Me parece que mis amigas
tampoco me querían mucho. Ni me hacían mucho caso. Nos limitábamos a pasear por
la calle mayor del pueblo. Buscábamos algo. Pero no pasaba nada. Nunca pasaba
nada. Las recuerdo, hablando entre ellas, ignorándome, mientras yo paseaba a su
lado esperando lo que nunca llegó.
A mi vida le falta
vida, escribí una vez. Y ya la vida no llegará.
Pero no debo pensar en
esas cosas. No. Aún no.
Sigo paseando por
aquellas mismas calles, a veces. Creo que no sé renunciar. Y a veces, es más
cobarde el que se niega a rendirse que el que saber claudicar a tiempo.
Luego me hice adulta.
Fui a la universidad. Todo continuaba igual. Me ofrecía para participar en las
manifestaciones estudiantiles, colaboraba, o deseaba colaborar, con organizaciones
sin ánimo de lucro, participaba en eventos de ocio alternativo.
Yo era una mano
eternamente tendida que nadie estrechaba.
Nadie me quería. Y
tampoco, nadie me odiaba. Y verdaderamente no sé lo que es peor.
El eco de mis pasos se
perdía en el infinito. Mi voz sonaba en el proverbial bosque donde se cae el
árbol solipsista. Nada de lo que yo dijera o hiciera tenía el más mínimo
efecto.
Era como si estuviera
en este mundo.
Déjalo. ¿Me has oído?
No pienses de nuevo en eso.
Encontré mi primer
trabajo. Y el segundo. Se trataba de trabajos que se adecuaban a mis estudios,
que eran diversos y amplios. No tenía otra cosa que hacer que estudiar,
¿comprendéis? Los encontraba fácilmente, eso es verdad. Y sin embargo, todos,
sin excepción, eran aburridos. Sin posibilidades. Tan asfixiantes como
cárceles, tan ineludibles. Y muy, muy mal pagados. No acostumbraba a durar en
ellos. No podía concentrarme. Cometía errores. No lograba motivarme- Y era
agobiante aquel silencio…
De hecho, creo que mis
jefes se dirigían a mí sólo para despedirme. ¿O tal vez me enviaban una carta?
Mis compañeros, ni eso.
Ahora creo que, si me
contrataban, era porque, en el fondo, eran trabajos que nadie quería.
O tal vez…
Y en cuanto a mi vida
sentimental, ¿qué queréis saber? Oh, sí, tuve dos o tres parejas. Todos me
dejaron. O simplemente desaparecieron, no lo sé muy bien. La verdad, no me
importó mucho. También tuve amigos. Mejor dicho, ellos me tuvieron a mí.
Porque, como siempre, en realidad nunca estaban. No sólo cuando les necesitaba.
Nunca.
Pero yo les quise.
Mucho. No os podéis imaginar cuánto. Jim Morrison afirmaba que él daría la vida
por cualquiera. Yo, sin dudarlo, y sin despeinarme, la daría por cualquiera… de
mis amigos. Tengo la suerte de tener unos amigos maravillosos. Lástima que
ellos ni me conozcan. Y mira que intento pasar con ellos todo el tiempo que
tengo libre. Es lo que me hace más feliz. Pero pasa como siempre.
He de tener cuidado. No
puedo molestarlos mucho. Si no, siempre se van.
Pero con los amigos me
pasa algo muy diferente de lo que me sucede con las parejas. Cuando una de mis
parejas se va, yo le tiendo un puente de plata. Si alguna vez sentí algo por
él, se convierte en odio. No, mejor, en indiferencia. Lo olvido. A mis amigos,
hagan lo que hagan, no puedo olvidarles. No quiero olvidarles. Quiero
quererles. Pero es algo que no me cuesta ningún sacrificio. Puedo perdonarles
cualquier cosa.
Mi pareja actual es un
tipo normal y corriente. Creo que alguna vez sentí algo por él. Pero desde hace
tiempo noto que se empieza a agotar, y sé que pronto se marchará. Así que he
decidido no molestarlo más. Él no me habla, así que no le hablo. No me mira,
así que dejo vagar mis ojos por la habitación. No me escucha, así que no
pronuncio palabra. Es la mejor política. Lo he aprendido.
Pero un día sucedió
algo inesperado.
Regreso a casa. Es más
temprano de lo habitual. Él no me espera. Tengo ganas de encerrarme con un
libro, mientras escucho la televisión que él tiene encendida, en la lejanía. La
puerta de la casa está abierta, como siempre. Vivo en el mismo pueblo de
siempre, un pueblo en el que nunca pasa nada. Nada. En la misma casa de
siempre. Yo nunca me fui, se fueron mis padres. Estaban hartos, me imagino.
Le oigo hablar en el
salón. Hace tanto tiempo que no escucho su voz que casi ni la reconozco.
¿Con quién está
hablando?
Me acerco lentamente…
Ya no está en el
comedor. Se encuentra en el cuarto de baño, frente al espejo. Como yo suelo
hacer. Llora. Desconsoladamente. Me pregunto qué le puede haber pasado. Por un
momento, hasta siento lástima por él, hasta que recuerdo que él me odia. Con un
odio frío que no reviste ninguna emoción, ningún romanticismo.
Su voz suena
desfigurada por las lágrimas.
Desfigurada.
Le escucho. Dice que no
tiene a nadie. Que está solo. Que no puede soportarlo más.
Pero… él no está solo.
Llevamos juntos mucho tiempo. Yo hice lo indecible para hacerle feliz. Quería
que funcionara. No, no aprendo nunca, sólo parcialmente. Nunca podría
funcionar. Acabé por darme cuenta de que nada de lo que yo hiciera era lo que
él quería, y entonces me retiré discretamente y le dejé tranquilo.
Salgo silenciosamente
de la casa.
No volveré. No puedo
volver.
No me llevo nada. ¿Para
qué?
Camino por las calles
desiertas de mi barrio.
Encuentro un banco de
piedra. Me siento.
Está solo, ha dicho.
Y yo comprendo que
tengo que hacerlo. Que debo atreverme. Que he de confirmar lo que siempre he
temido.
No existo. Soy un
fantasma. Un fantasma sin pasado ni futuro. Sin paraíso o purgatorio. Ni
siquiera infierno. A no ser que el infierno sean los otros, Sartre. Debí morir
aquel día, el día del accidente, cuando era tan pequeña que ni me acuerdo.
Tengo que comprobarlo.
Lentamente, mis manos
buscan acariciar, palpar, mi cuerpo. Comprobar que, en la dura realidad, no es
sólido. Me concentro. Si dejo de engañarme, si soy sincera conmigo misma,
averiguaré la horrible verdad. Y aprenderé a vivir con ella. Quizá, en el
fondo, haya un sitio para mí, en alguna parte. Quizá sólo tengo que aceptar lo
que soy para pasar a otro nivel.
Me acerco.
Me toco…
Mi piel es suave, con
alguna aspereza, tibia. Mi cuerpo es duro en las zonas huesudas, y algo más
blando en las carnosas.
No hubo ningún
accidente.
Sé que, cuando
comiencen a echarme a falta, si es que lo hacen… nadie saldrá a buscarme.