HEXAMERÓN

HEXAMERÓN

DE PROFUNDIS

Arrastré mis pies por las callejas de Cunchillos: tan sólo uno entre los más de doscientos moriscos expulsados de sus hogares.

Un grito me asfixiaba desde dentro. Boqueé, famélico de aire, como un pez fuera del agua. El grito fue a estrellarse contra mi garganta, cerrada a carne y sangre.

Atenacé aquel grito y logré sepultarlo en lo profundo. Él hará lo mismo conmigo, y será más temprano que tarde.

 

GRITAR

En la oscura humedad de esta mazmorra intento, vanamente, gritar.

Mis puños golpean los muros opresivos, mi cabeza se estrella como un ariete. Las puertas no se abren.

Sólo el afilado acero y la sangre derramada me redimirán…

¡Libre! Aire y luz me abofetean. ¡Puedo gritar! La cesárea fue exitosa.

 

SAHAGÚN, 1808

 

Cuando el maltrecho soldado francés llegó a la ermita mudéjar, junto al Valderaduey, comprobó que un inglés ya había tomado posesión de ella. El primer impulso del ocupante fue echar mano a la pistola, pero se contuvo: un desertor sabía reconocer a otro.

– ¿Vienes de Sahagún?

El francés asintió.

– ¿Y cómo estuvo?

– ¡Terrible!

– Ya veo. ¿Cuál era tu Regimiento?

– Primero de Cazadores… ¿y tú?

– Décimo de Dragones – bufó el inglés – Gracias al viejo Slade, nos retrasamos y logré escabullirme… ¡Ésta no es mi guerra!

– Tampoco mía – replicó el francés – En realidad, las guerras no son de nadie…

– ¡Sólo de los malnacidos que las inventan!

– … pero son los pueblos los que las sufren.

– ¡Díselo al español!

Permanecieron en silencio compartiendo pan, queso y vino.

– Oye, camarada – dijo finalmente el francés – somos afortunados al haber sobrevivido…

El inglés asintió, sin dejar de masticar.

– ¿Qué dices si abandonamos estos uniformes y peregrinamos hasta Santiago de Compostela para agradecer?

– ¿Y eso cómo se te ha ocurrido?

– Es una larga historia – sonrió el francés – Te la cuento en el Camino…

 

OBEDIENCIA DEBIDA

 Sinceramente, desearía no haberlo conocido jamás. Al menos, no en las circunstancias que lo hice… Circunstancias imposibles de olvidar, por el propio horror de las mismas y porque él, cada vez que me nombra, no hace otra cosa más que recordármelas…

            ¿Cómo olvidar aquel día de junio, allá en campos de Soriano, cuando el trompa de órdenes se equivocó y tocó “a degüello” en lugar de “carneada” y todo acabó en una carnicería?

Y sin embargo, no puedo odiarlo. No puedo odiarlo, no, a pesar de los incontables muertos de aquella jornada aciaga, muchos de ellos despojados hasta de sus ponchos porque, según dicen: “en el otro mundo no hace frío”.

No puedo odiarlo ni siquiera a pesar de los lamentos de los moribundos que aún taladran mis oídos, a pesar de la sangre derramada que todavía se agolpa impidiendo que el aire penetre en mi nariz… a pesar de todo no puedo odiarlo. Y menos ahora, cuando su destino ha venido a alcanzarlo en esta calle de Montevideo.

¡Justamente ahora! Que es su gemido el que me ha estremecido y su sangre la que se ha derramado a través de las heridas. Tan luego ahora, cuando debería sentirme liberado, casi podría decir que su pérdida me duele hasta en lo más profundo y que ¡por supuesto! soy absolutamente incapaz de abandonarlo gimoteando como ha hecho ese cobarde de Márquez.

Permanezco a su lado. Él, con sus últimas fuerzas, me tiende una mano temblorosa. La voz le falla y ya no puede pronunciar mi nombre (ese nombre que tanto he aborrecido a lo largo de estos cinco años) quizás sea por eso, precisamente, que acudo a su llamado, con la cabeza gacha, para lamer su sangre…

El sacerdote francés que le ha impartido los últimos sacramentos anuncia:

– El General Venancio Flores ha muerto.

El Comandante Evia, mientras tanto, ordena:

–  ¡Salí, Coquimbo! ¡Fuera, perro!

Yo obedezco, y me retiro con el rabo entre las patas.

 

RESPONSO NOCTURNO

 “Y una noche de champán y de cocó, al arrullo funeral de un bandoneón,”

            Sus dedos fatigados se deslizan, en la penumbra, sobre los botones del bandoneón, desangrando las estrofas del tango de Delfino. De repente, los sonidos se detienen; se diría que hasta su respiración se ha detenido… Tras un silencio que parece eterno, su pulgar derecho acciona la palanca y cierra el fuelle, con un gemido estertoroso, para inundar la noche con los acordes de “Responso”.

Una sombra se atraviesa en la ventana velando las luces de Buenos Aires y todo el cielo. Una voz inconfundible, con un perenne perfume de yuyos y de alfalfa, exclama:

– ¡Qué “tangazo” hermoso, gordo querido! ¡Me habría gustado tanto ponerle letra! Como al de Discepolín ¿te acordás?

– ¿Cómo no me voy a acordar? – aquella voz aguardentosa resuella en lo  más profundo de su enorme humanidad – Si me llamaste por teléfono ¡del hospital! para dictármela…

– Ahora también te llamé, y mira que no es fácil conseguir línea desde el otro barrio. El teléfono sonaba y sonaba, vos no atendías. Entonces me dije: “Se le debe haber ido la mano con las copas”… Y decidí venir, para avisarte.

– ¿Avisarme?

Tres golpes espaciados, potentes como marronazos, hacen estremecer la puerta. Sin necesidad de que ésta se abra, una figura descarnada penetra en la habitación y lo interpela:

– ¿El señor Aníbal Carmelo Troilo?

– Soy yo.

El recién llegado abre un grueso libro de tapas negras, de cuyo interior emana una claridad mortecina que se refleja en los cristales y la montura metálica de sus lentes.

– Hace cincuenta años Doña Felisa, su señora madre que en Gloria esté – dice, mientras un dedo huesudo rematado por una uña carcomida va recorriendo las líneas en el libro – le compró un bandoneón en la suma de… déjeme ver… ¡Ah, sí! ¡acá está! Ciento cuarenta pesos de aquella época, que debían ser abonados en catorce cuotas, iguales y consecutivas de las que se hicieron efectivas tan sólo cuatro…

– ¡Pero no vino más nadie a cobrar las otras! – protesta Pichuco.

– Para eso estoy yo hoy aquí. Para cobrar esas diez cuotas impagas, todas juntas y con los intereses moratorios que así correspondiere…

Pichuco, indignado, intenta dificultosamente ponerse de pie. El bandoneón se escurre entre sus manos sudorosas, pero alguien alcanza a recogerlo justo antes de que toque el suelo.

– ¡Giacumín! ¿Qué hacés acá?

Un rostro tiznado de carbón, iluminado por una sonrisa blanquísima, le responde:

– Lo mismo de siempre, gordo: jugar al lado tuyo, de jás izquierdo… – le tiende el viejo fuelle.

Pichuco se seca la transpiración con el mandil y recupera su instrumento.

Retumba un trueno dentro de la habitación: es el libraco negro que acaba de cerrarse.

– ¡Llegó la hora!

Troilo siente cómo se le pianta un lagrimón.

– ¡Ah no, gordo! – Giacumín lo rezonga – No te me pongás picciuso justo ahora. Mirá: las estrellas de la esquina de lo de tu Vieja te están llamando…

La sombra amiga se retira de la ventana para flanquearlo por la derecha. Efectivamente, tal como ha dicho Giacumín, las estrellas titilantes parecen trazar un camino hacia la madrugada otoñal.

– Dale, che, que nos estamos quedando en orsái…

– … si ya echamos el resto,

la contra flor y el truco,

¿qué es lo que queda de esto?

Vení… ¡vamos Pichuco!

 

CAFÉ LITERARIO

  Javier acababa de dejar las liquidaciones de sueldos sobre el escritorio de su jefa, en ese momento Tina (la nueva recepcionista) acertó a pasar llevando correspondencia para el Director.

            – ¡No puedo más, Renée! – exclamó Javier, siguiendo a Tina con la mirada – ¡Me tiene loco!

– Bueno, che, calmate – respondió la jefa con una sonrisa cómplice.

– ¡Es que está divina! ¿Vos viste qué sexi la hacen los lentes? ¿Y el uniforme…

– Es el mismo que usamos todas.

– Sí, ya sé. Vos perdoname: ¡pero a ninguna le queda como a Tina!

– Invitala a salir entonces.

– Es lo que había pensado. ¿Te parece si le digo de ir al clásico?

Renée sacudió la cabeza.

– No le gusta el fútbol.

– ¿Y el basquetbol? Fijate que, justo ahora, se están jugando las finales.

– Creo que no le interesan los deportes. Vos mismo mencionaste  los lentes; yo la veo más bien con una onda medio intelectual…

– Entonces ¡estoy liquidado!

– Sí, sí ¡claro! ya veo que estos sueldos están todos muy bien liquidados – procuró disimular Renée mientras Tina volvía a pasar junto a ellos – ¡No seas boludo! ¿Nunca te dijeron que no hay peor gestión que la que no se hace?

– Es que no se me ocurre por dónde entrarle – confesó Javier, apesadumbrado – ¿Te parece que agarraría viaje si le dijera de ir a un baile de música tropical?

– ¿Pero vos sos o te hacés? – se indignó Renée – ¡Te acabo de decir que es del tipo intelectual y la querés llevar a una bailanta de cumbias!

– Y… ¡al ballet del SODRE no la puedo llevar!

– Tenés razón – reconoció la mujer – Tampoco se le pueden pedir peras al olmo…

– ¿Cómo?

– Dejá, yo me entiendo. Quiero decir que no hace falta irse a los extremos: Mirá, por ejemplo, en la planta alta del Museo Torres García funciona un Café Literario…

– ¿Dónde decís?

– ¡Acá a la vuelta, muchacho! En la Peatonal Sarandí. ¡Dale! Tina acaba de ir para la máquina de café, aprovechá, sacale conversación y la invitás, así como de pasada…

Javier no perdió ni un segundo en llevar a la práctica lo que Renée recomendaba. Llegó junto a la máquina del café en el preciso momento en que Tina acababa de servirse. Él quiso introducir la llave amarilla que le permitía extraer tres vasos cada día, pero ella aún no había retirado la suya.

– Dejá nomás, Javier – bromeó Tina – Esta vuelta la pago yo…

– ¡Bueno! – sonrió él, mirándola a los ojos – La próxima corre por mi cuenta entonces.

– ¡Dale! – ella revolvió su vaso de plástico y comentó – Ya que te vas a poner en gastos, por lo menos, podrías pagarte un café decente… El “juguito” éste te ayuda a pasar la tarde ¡pero ni se compara con el café de verdad!

Javier casi no podía creer aquel
golpe de suerte: ¡ella acababa de levantarle un centro! Ni lerdo ni perezoso, entró a cabecear.

– ¿Qué te parece si, después del trabajo, vamos hasta ese Café Literario que está acá a la vuelta?

– ¿El del Museo Torres García? ¡Buenísimo! – se entusiasmó Tina – No sabía que te gustaba la Literatura…

– Claro que me gusta – él ya estaba jugado y mintió descaradamente – No hay nada mejor que un buen libro.

– ¿Y qué leés? – Tina se mostró interesada – ¿Poesía o prosa?

Javier opinaba que la poesía era muy poco varonil así que, con total naturalidad, respondió:

– Prosa.

– ¡Qué bien! – dijo ella – ¿Y cuál es tu lectura preferida?

– ¿Mi lectura preferida? – repitió él, intentando ganar tiempo.

– Sí.

La mente de Javier se quedó en blanco. Las pupilas de Tina lo contemplaban, expectantes, desde detrás de los anteojos. Él no se sintió capaz de soportar aquella mirada escrutadora y sumergió la suya en el vaso de café, buceando en pos de una respuesta. De repente, tuvo una especie de flash

– La borra del café… – musitó y, en seguida, lo asaltó la imagen de aquella mujer armenia, enteramente vestida de blanco, que efectuaba esa clase de “lectura”, en platos y pocillos, durante un programa de televisión.

Javier pensó: “Ahora sí que metí la pata… ¡Tierra, tragame!”

– ¡Ah, bueno! – exclamó Tina – Entonces ¿leíste a Benedetti? Perdoname, yo creía que me estabas haciendo cualquier “verso” con tal de que aceptara salir contigo…




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