Historia de unas gafas y un libro
Hijo de Martín León y Marisa León, ambos sin calle propia en su natal Cubillas de los Oteros, nace David León León en la capital homónima de la provincia de León. Con semejante comienzo, no podría haber sido algo menos que domador, cazador, boxeador o proscrito; aventurero en general, pero como siempre ocurre, el rechazo a lo que el-de-allí-arriba decide por nosotros, hizo que abandonara su prometedora carrera como el humano más fiero y felino jamás visto.
Decidió ser un letrado y estudiar.
Me veo en la obligación de añadir que si has nacido en 1919, es obvio que en 1936 rondas los 17 años y claro, si vives en España en 1936 las cosas se complican un poco. Un poco para los que ya sabían
manejar la bayoneta y tenían buena precisión con el rifle. En el caso de David León León, que carecía de ambas habilidades, podéis hacer un pequeño cálculo sobre cómo de fácil le fue vivir la
hostilidad del momento.
Empujado por unos nuevos conocidos, León tuvo que sumarse al movimiento nacional, y abandonar, con la esperanza de que fuera algo temporal, las tutorías lingüísticas del bibliotecario del pueblo, al que llamaban “Mediotuerto”, pues su economía no le permitía renovar aquellas gafas con un cristal roto que tenía desde años atrás.
Sería interesante dejar ahora paralizada la historia de León para crear emoción a quien me esté leyendo y explicar algo mejor la relación de “Mediotuerto” con David, y haré eso, debido a la belleza de
esta parte del relato, más que como un recurso lingüístico (muy visto y por tanto, poco sorprendente ya).
Decir que “Mediotuerto” nació allá por 1862 sería remontarse demasiado atrás, y por tanto, no lo haré y me centraré en el momento en que el hijo de los León decide hacer caso omiso de sus apellidos y ciudad. No era esto un presagio para él. Lo que le interesaba no era cazar palomas con tirachinas, tirar piedras a latas ni golpear esféricos y lograr que pasaran entre dos palitroques de madera. No le gustaba la manera en que parecía estar obligado a aprender el uso de la escopeta para cazar perdices, o gamusinos, como a él le gustaba imaginar. Pero tampoco tenía predilección por otras cosas. Podríamos decir que “no sentía gusto por nada,
puesto que aún no conocía nada que le gustase”.
Pero con un poco de fortuna (más bien con mucha fortuna, pero usar “mucha fortuna” en vez de “un poco de fortuna” puede afear el relato, tan preestablecido formalmente por todo lo anteriormente escrito en el universo, como la vida de David lo estaba por sus coincidencias de nacimiento) se encontró con un antiguo bar privado, un lugar de encuentro para los señoritos de León, ricachones y palurdos con suerte a los cuáles les había ido demasiado bien. Desde fuera sólo se veían dos salas del interior del establecimiento, en una señores gordos con bigote, o delgados y acicalados; todos bebían coñac o whisky y reían pegando golpes sobre la mesa. Nada sorprendió a mi amigo David. Pero en la otra sala sí que encontró algo que hizo que se le erizase el vello. La gente, en un silencio sepulcral y respetuoso, hojeaba libros, revistas y diarios nacionales, aún no infectados por la guerra que llegaría cuatro años más adelante. En un escritorio con una preciosa lamparita verde de cristal, estaba “Mediotuerto”, contratado por aquellos señoritos elegantes por cuatro perras, como solíamos decir (y no sé cuál será su expresión análoga actual), para que hiciera las labores de bibliotecario.
No era muy grande la colección, quizá de unos 150 libros, casi todos de autores clásicos. Recuerdo la primera conversación que tuve con David sobre esto, y nunca podré olvidar su cara de excitación al enumerarme lo que allí había descubierto. En aquella pequeña biblioteca pudo leer por primera vez los versos de Quevedo, Góngora y Garcilaso, pudo maravillarse pensando cómo representarían una obra de Tirso, Lope o Calderón, pudo echar a volar su imaginación con los molinos y gigantes del Quijote, con los ingeniosos métodos de Lazarillo o con los engaños de Celestina. Aquel día, en mayo del 36, mientras tomábamos un helado, vi brillarle los ojos cuando por primera vez me dijo que quería ser escritor. Esa mirada es la que me hizo enamorarme de él. ¿Cómo no iba a hacerlo? Era una niña de 15 años y tenía ante mí a un soñador, un iluso quizá, pero alguien que despertaba admiración en mi interior.
Más adelante, el día que marchó al frente, con lágrimas en mis ojos, le oí la historia de cómo conoció a “Mediotuerto”. Se trataba de un día de tormenta, en que la lluvia había cogido por sorpresa a David mientras miraba fijamente por la ventana lo que allí dentro hacían, en la sala de lectura del bar. “Mediotuerto” llevaba días viéndolo mirar por la ventana, y, aunque sabía que la privacidad del club haría que no lo dejaran pasar, también era cierto que ni siquiera los más ricos de León podrían negarse a acoger a un niño con aquella tempestad que azotaba la ciudad. Así que fue cuando levantó una mano, y como si conociera a David de toda la vida le señaló que entrara y así este obedeció. Sé que la expectación que os había creado con esta parte era exagerada, que podréis decir que fue un cúmulo de casualidades y nada espectacular. Pero, ¿qué hay más maravilloso que las casualidades nos lleven a lo que más deseamos?, ¿todo se consigue con esfuerzo, sin ayuda de nada; o también necesitamos un poco de ayuda externa, quizá de un origen desconocido?
El primer día pudo hojear por primera vez un libro en toda su vida. Los siguientes meses tuvo acceso al club con la condición de que ayudara a “Mediotuerto” a catalogar las obras y cuando pasó un año ya lo conocían todos en el selecto bar. Tanto lo conocían que el bar lo llevó a su perdición. Con el alzamiento militar en Canarias y el inicio de la guerra, en el bar de la sala de lectura todos los asiduos también se afiliaron al movimiento del alzamiento nacional y, a la hora de buscar gente para la batalla, pensaron rápidamente en David que, presionado, no tuvo más remedio que aceptar. Si no aceptaba, quizás no sería admitido allí más. Así que marchó a la batalla, como ya os dije antes.
No hay ni que decir que David murió el segundo día de contienda, dada su inexperiencia. Yo creo que él lo sabía, o al menos eso presentí cuando me dio el primer y último beso en los labios, el día que se marchó al frente. Y aunque lo sabía, prefirió eso a tener que abandonar el club de lectura. Normalmente, cuando le cuento esto a la gente, me dicen que estaba loco, pero yo que lo conocí, supe que entonces fue cuando hizo honor a su nombre y ciudad y, valientemente, decidió luchar por sus sueños, que nada tenían que ver con el propósito de la contienda.
La semana posterior a su muerte, cuando visité a sus padres, me entregaron unas hojas de papel ocre en donde David había plasmado sus creaciones literarias. Aquellos versos eran maravillosos, no tenían nada que envidiar a los de los ahora más conocidos Lorca o Cernuda. Aquellos relatos breves tenían una estructura novedosa, ingeniosa y a la vez algo influenciada por Rinconete y Cortadillo.
Aquellos textos eran realmente buenos y no íbamos a tener nada más de él.
Es por eso, que, recogiendo su testigo, comencé mis estudios de Literatura Española, y comencé a escribir. No he conseguido publicar nada, puesto que no soy tan buena como él, pero aún hoy, casada y con dos hijos varones, sigo escribiendo y poniendo siempre la misma dedicatoria: “A David, para que escribas allí donde estés”.