La calle de la alegría

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La calle de la alegría

     – ¡Vayámos ya! La calle de la alegría nos espera, papá.

     La ilusión en la cara del pequeño Juan se contagiaba con solo mirarla.
Nada causaba mayor obsesión en la joven pero avispada mente, que ver las novedades que los feriantes habían colocado en la avenida dispuesta para ello. La calle de la alegría era una amalgama de color, luces y extrañas formas que instalaban en una avenida exterior a la pequeña ciudad de Villabarca. Diferentes olores y sonidos hacían que en apenas doscientos metros hubiera una pequeña representación de los diferentes tipos de diversiones conocidas en el mundo.

     –  ¡Han vuelto los ponis azules! El año pasado no vinieron, papá.

     Los niños como Juan solo alcanzaban a ver una pequeña parte de lo que allí acontecía. Payasos que hacían curiosas figuras con globos de colores, atracciones mecánicas dónde uno se creía piloto de naves espaciales derrotando al Imperio, nubes de algodón de azúcar que rodeaban paralelepípedos de madera y teatros de marionetas dónde oír cuentos sin necesidad de lectura, solo oyendo la actuación de un reparto energético.

     Los adultos como el padre de Juan veían también los pequeños vasos de aguardiente entre la Casa de los Espejos y la rana saltarina. Veían a las rameras haciendo negocio al fondo de las torres de mazapán y los puros habanos cuyo humo se entremezclaba con el que expulsaba el dragón Frasquito y que olía a fresa. Un gran abanico de posibilidades para pasarlo bien disponible para unos y otros.

     Juan, junto a su padre, esperaba con cierto aburrimiento a que su hermana Nuria y su madre acabaran su interminable paseo en el carruaje calabaza del tiovivo. Juan y Nuria eran mellizos, pero pese a tener la misma exacta edad, Juan ya no estaba dispuesto a conformarse con tan infantiles entretenimientos. A sus ocho años, las lecturas de libros con castillos dónde una varita mágica era la más mortal de las armas y otros dónde una niña podía hipnotizar a todos sus amigos, habían desarrollado en él un interés grande por el ocultismo y la nigromancia. Deseaba fuertemente que ese año no se hubiera quedado atrás el gran mago Fidini. Quería verlo. Aprender. Dejarse engatusar por sus ingenios. Incluso poder preguntarle alguna cosa. Estaba pensando en su momento más esperado para esa noche, cuando, oportunamente, su hermana y su madre salieron del tiovivo.

     – Adivina, Juan, quién, según comentaban en la taquilla del tiovivo, ha vuelto este año y ofrece su espectáculo en la calle de la alegría –volvió diciendo su madre, que llevaba un mes oyendo a su hijo comentar su deseo.

     – ¡Fidini! No puedo esperar para ir, papá – dijo rápidamente girando el cuello.

     Toda la familia avanzaba rápidamente siguiendo la estela que Juan iba dejando, buscando con apremio las telas a rayas negras y blancas de la caseta de Fidini. De pronto, cuando por fin las vio, se detuvo para reponer oxígeno en sus pulmones y porque necesitaba que sus padres llegaran, pues ellos tenían el dinero necesario para pagar la entrada al número.

     Mamá pidió un abono familiar para cuatro y una bolsa de caramelos para no tener que recibir cambio del billete de cien divisas que entregaba.
Luego entraron y tomaron asiento. Como si los hubiesen estado esperando, el espectáculo empezó en seguida.

     – Bienvenidos todos y todas al viaje por el mágico mundo de Fidini – saludó una azafata rubia de sonrisa blanca y amplio canalillo – . Me gustaría pediros a los niños que os sentéis en el suelo delante de la primera fila para que no perdáis detalle por falta de estatura.

     Juan ¡fue el primero en llegar para tomar la posición de mejor visión y además reservó un lugar para Nuria a su izquierda con la esperanza de que se contagiara un poco del espíritu mágico.

     Cuando Fidini salió, la sala entera enmudeció. El bigote, el rimel en las pestañas, el sombrero de copa, el chaqué y los zapatos de charol dotaban al personaje de un aire de grandilocuencia inalcanzable.

     Su espectáculo no ofrecía nada novedoso: colaboradoras serradas en dos partes inconexas, conejos en chisteras, adivinación de cartas
azarosamente elegidas. Nada inusual en el número de cualquier mago. Sin embargo, cuando faltaban apenas diez minutos para el final de la función, Fidini se congratuló de ofrecer su mejor habilidad: la lectura del futuro. Directamente, sin cartas de tarot, bolas de cristal ni posos de café; Fidini aseguraba ver el futuro de una persona solo mirándola a los ojos. Para comprobarlo, pidió un voluntario. Los padres de Juan no se sorprendieron al ver a su hijo realizar un rápido movimiento con su brazo. Aún así, se miraron preocupados. Jugar a establecer los acontecimientos venideros en la vida de alguien podía no ser divertido ni inocente. Acertadas o no, las predicciones podían traumatizar a cualquier persona.

     Fidini pensaba de manera similar a los padres de Juan. No quería voluntarios con edad de columpiarse en el parque y mancharse de barro los pantalones a diario. Sin embargo, esa noche parecía que solamente tenía un voluntario disponible: no era otro que Juan. Además, en él veía una ilusión por ser partícipe del acto que llevaba mucho tiempo sin ver. Con cierto desagrado, aceptó. Pensó que con tres o cuatro cosas banales contentaría al chiquillo sin crear ningún tipo de problema. Así, fijó sus ojos en los del niño, intentando no prestarle mucha atención. Pero la magia llegó.

     La magia estaba allí. Juan la desprendía a través de sus pupilas. Para Fidini, era imposible abstraerse de lo que vería era muy claro todo. Podía asegurar sin ningún riesgo a equivocarse lo que el destino le deparaba al niño. Todo estaba en aquella sala de espectáculos. Intentó apartar la mirada de Juan y al mirar a la niña de su izquierda no hizo otra cosa que confirmar sus sospechas. Sin saber que eran hermanos, había visto claramente una conexión entre ellos dos y podía ver que el futuro estaba muy conectado para los dos. Un futuro apasionado, un futuro terrible.

     Pero se lo calló. Pidió perdón por no ser capaz de ver nada. Y así cerró la función. Nunca, a partir de entonces, olvidaría aquel día y lo que había visto a través del niño.

     – ¡Vaya decepción! Justo cuando parecía que iba a explicarlo todo, papá –se lamentaba Juan volviendo a casa; mientras sus padres se miraban temerosos para, justo después, mirar a sus hijos.

     La madre de los niños suspiró.




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