La Castañera

La Castañera

Como cada año volvía a poner en aquel mismo lugar de esa gran ciudad.

Casi tres meses pasaba dentro de aquella caseta que ni medio metro media, o quizás debiera decir… que eran más las veces que estaba fuera que dentro con aquel frio que congelaba hasta los huesos, más que nada por tener a su hija pequeña sentada y bien arropada por aquella desmarañada manta, desde donde sentía el calor a través de ella, siéndole proporcionado más por aquel viejo brasero donde asaban las castañas, que por la propia manta.

–A una peseta el cucurucho.

–A una peseta señora y caballero.

Doce ricas y sabrosas castañas asadas en aquel antiguo brasero, el mismo que iba viendo como pasaba cada año la vida de Águeda y de su pequeña hija Inés.

Desde por la mañana hasta bien avanzada la noche pasaba su día a día vendiendo las castañas que asaba, donde no existía ni un ápice de tregua para cerrar por unos momentos aquella caseta, ni tan siquiera para acudir a comer por lo que en alguna ocasión se vio como se comían una sabrosa batata asada o unas migas de la noche anterior recalentadas, en aquel mismo viejo brasero donde asaban aquellas ricas castañas, y cada vez que pasaba se oía decir…

–A una peseta el cucurucho.

–A una peseta señora y caballero.

Águeda era una mujer joven por aquel tiempo de entonces con pena en el rostro y ojeras marrones, al haberse quedado viuda y sola con su hija sin amparo ninguno.

Su marido fue recolector de frutos secos y asador de castañas en los inviernos, Águeda ejercía de planchadora en alguna que otra casa de ricos con dinero como ella le decía a su marido, ese trabajo suyo les proporcionaba un plato de sopa caliente mientras que con el de José pagaban una humilde y pequeña habitación y el aceite de aquella única lamparilla que les servía para alumbrarse aun así…

Águeda se sentía una mujer feliz por tener a José como marido, al mismo tiempo que era dichosa al haber tenido con él y del fruto del amor que se tenían mutuamente, a su preciosa hija Inés.

Águeda tenía ilusiones y sueños como cualquier mujer joven, los cuales la gustaba compartirlos con su amado esposo, el cual al oírla relatarlos se la quedaba escuchando mientras la regalaba su humilde y cálida miradas.

–José algún día ya verás cómo tendremos nuestra propia casita y la pondremos a Inés la habitación más bonita del mundo.

José tras su mirada la decía:

–Algún día claro que si mujer, algún día…

Ya han pasado algunos años de aquellos sueños e ilusiones, los cuales quedaron en eso en un sueño en nada como decía Águeda, tan solo seguía quedando aquel viejo brasero y algunas castañas que la eran regaladas con pena tras decir:

No me debes nada mujer sigue pagando esta habitación y con ellas ese plato de sopa caliente, y que Dios os bendiga a ambas…

–A una peseta el cucurucho.

–A una peseta señora y caballero.

Bendito brasero dice en alguna ocasión Águeda y maldito aquel día en el que fue arrollado su marido por aquella endiablada máquina, haciéndola sentir el mayor ahogo y pena, y cada vez que pasaba se volvía a oír…

–A una peseta el cucurucho.

–A una peseta señora y caballero.

Águeda envejeció junto con aquel antiguo brasero, Inés creció entre castañas, una ya tenía el pelo gris y la piel arrugada tras una mirada llena de tristeza, pero aun así cuando alguien se acercaba a comprar un cucurucho les seguía regalando su sonrisa mientras a Inés la continuaba guiñando el ojo haciendo a esta morir de risa.

Inés aprendió el oficio de ser castañera siendo una joven altanera y de buena planta, mientras vendía las castañas siempre andaba pendiente de su madre tras regalarla besos y dulces miradas y alguna que otra palabra para deleitarla a la vez que esta la guiñaba el ojo, dibujando sonrisas por ese hecho.

Inés en una ocasión repitió aquellas misma palabras que un día dijo Águeda a José, solo que esta vez sin tener conocimiento de ellas su hija ese sueño ya no la pertenecía a ella emocionándola hasta las entrañas al escucharlas en boca de su hija…

–Algún día madre tendremos una casita y la pondré a usted la habitación más bonita de todas las que haya imaginado hasta ahora.

En algunos momentos Águeda maldecía su vida e Inés rápidamente la reprendía diciéndola:

–Madre ande calle mujer, no ve que no nos falta lumbre con este brasero y además está usted bien calentita, calle mujer no maldiga más, siga ahí sentada mientras se arropa con esa manta…

“Y en ese preciso instante decía Águeda en un hilo de dolor”

–Bendito brasero de mi alma cuantas sopas calientes a cambio de una vida…    

Y se oía de nuevo al pasar…

–Un duro el cucurucho de castañas.

–Un duro señoras y señores.

Tras aquel frio invierno y una vez llegó el siguiente, al pasar por aquel mismo lugar no oí decir nada, mientras vi cómo la gente se acercaba hasta esa caseta de apenas medio metro, donde Inés entregaba su venta tristemente en aquellos cucuruchos de papel con sus doce castañas después de observarla durante un tiempo me acerque hasta ella y la dije:

–Deme un cucurucho señorita, y no este usted triste –mientras continuaba con la cabeza agachada y sin apenas dedicarme una breve mirada, continúe diciéndola–, su madre la está viendo a usted desde el cielo más bonito del mundo.

Inés levanto su cabeza en ese preciso instante fijando su mirada en el cielo mientras decía:

–A un duro el cucurucho de castañas.

–A un duro señoras y señores.  




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