La despedida de Cacho
Autor: Gustavo Vignera – www.gustavovignera.com.ar
“¿A qué hora llega la enfermera?” preguntó Ricardo el
primogénito y supuesto heredero de la dinastía de zapateros que por casi un
siglo fue nuestro negocio familiar y maldito legado. Vivíamos en una casa
chorizo, una especie de conventillo, pero con la ventaja de tener cada uno su
pequeño baño y la desgracia de estar unidos sanguinamente a todos los
energúmenos que ahí nos hacinábamos. Yo… aunque con gran torpeza… también me
incluía en esa tribu, a pesar de todo, era mi grupo de pertenencia. Mamá la
hermana de Ricardo, le tenía la mano a Cacho, o sea a mi abuelo. El olor a
humedad mezclado con una baranda a meo concentrado no me dejaba atravesar la
puerta de su dormitorio. Yo nunca le dije abuelo, para mí era una mala palabra,
él tampoco me decía Julio, siempre me chirriaba “¡Nene, vení para acá!”, era
una manera de sacarme identidad ya que el hecho de que mi vieja me hubiese
tenido soltera le generaba un rechazo que Cacho nunca pudo dominar. Yo era el
bastardo de la familia, la vergüenza hecha pibe, lo tenía asumido, nunca un
beso, nunca una caricia, nunca un regalo pare reyes, solo en algunos raros
cumpleaños me regalaban unos calzoncillos o algún pañuelo para cuando me
resfriase, yo sabía que le daba asco verme con los mocos colgando. Ahora que me
acuerdo, y para ser justo… para un día del niño me regaló un martillo viejo,
usado, uno que seguramente lo rescató de la basura y me dijo que era para que
vaya practicando para cuando termine la primaria ya que después de sesto había
que ir a laburar sin escusas. Soñé varias veces en darle con el martillo
gastado en el bocho a Cacho, pero algo me decía que eso no era lo correcto, la
vida se iba a ocupar de poner las cosas en su lugar. Mi vieja no tenía ni voz
ni voto, ella solo obedecía lo que decía el capanga. Al pie de la cama estaba
Sofía, mi otra tía, con su marido Coco, el que trabaja en la curtiembre, ambos
lo miraban y no emitían sonido alguno. Parecía que están esperando que cerrara
los ojos, miraban el reloj como pidiendo “¡La hora referí!” y dar por
finalizado de una vez por todas ese estúpido partido. Del Hospital lo habían
mandado de vuelta. Según lo que había escuchado a escondidas, de mi mamá y mis
tíos, “estaba todo tomado”. Yo sabía que a Cacho le gustaba el chupi pero no sabía
que se había tomado tanto como para estar en las últimas. Mi abuela, caminaba
de una pared a la otra de la habitación como un león enjaulado. Su enorme
rosario se bamboleaba como un indeciso balero. Una amiga que había ido a ver a
la virgen, creo que por San Nicolás se lo había traído especialmente. Decía que
estaba bendecido por Dios en vivo y en directo. También le había regalado una
botella en forma de mujer con un manto en la cabeza que estaba llena de agua… bendita…
eso también decía. Siempre me ponía unas gotas haciéndome unos signos raros en
la frente para que sea más bueno y obediente.
La nueva mujer de mi tío Ricardo me dijo “¡Correte
nene!”. La miré de reojo con desprecio, pero al toque me di cuenta que venía
con la enfermera y un tipo de blanco que por el estetoscopio no podía ser otro
que el médico. “Pueden dejarnos un momento” ordenó el doctor y toda la
parentela salió como tiro de la habitación. Yo no deje de ocupar mi lugar de
privilegio. Yo podía ver todo, el sachet de agua sujeta de un fierro que le
estaban cambiando con una manguerita que tenía pinchada en el brazo, las
estampitas de santos que había formado como un ejército mi abuela al pie de la
cama, las jeringas que la enfermera pinchaba en unos frasquitos y luego se los
clavaba cerca del cuello, podía ver todo, estaba en primera fila. Y el Cacho… seguía ahí tirado como si no le
pasara nada. A mí me dolía solo el hecho de verlo. Se ve que el cacique de la
familia, era un hombre fuerte, un cacho de hombre, un hombre como a mí me
gustaría ser cuando sea grande. El bastón estaba al lado de la mesita de luz, a
mí me gustaba escondérselo, era una especie de venganza por la forma que muchas
veces me trataba. Recuerdo que un día agarré jabón para lavar la ropa y le embadurné
la punta, el viejo después de un rato de búsquedas y puteadas, lo encontró
detrás de la puerta de la cocina de mi abuela. Cuando apoyo el bastón con
firmeza se pegó una resbalada brutal dándose el porrazo de su vida. No se
rompió la cadera de milagro. ¡Por Dios! Cuanto me reí ese día, viendo al viejo
desparramado gritándome como un perro “¡Nene, vení para acá!”. Recuerdo que me
acerqué sin miedo a que me revolee un bastonazo y lo abrace, lo abrace fuerte y
con toda mi fuerza de nueve años lo ayudé a pararse y me sentí mayor, había
sido el primero que había derribado al gran jefe. Mi jefe.
A pesar de todo yo lo quería al Cacho, él era el jefe
de la manada, el capo mafia, el mandamás, siempre enojado, cascarrabias,
puteando contra todos los gobiernos, contra todos los inmigrantes, contra todos
los comerciantes, contra todos los vecinos, contra todos nosotros. Cacho había
vivido dando martillazos a las suelas, con toda la bronca que se le puede tener
al mundo entero cuando solo te alcanza para un cacho de pan para repartir con tu
familia.
La enfermera y el doctor, terminaron con sus cosas y el
Cacho gritó “¡Tengo frio!”. Y todos mis parientes que estaban atrás mío
abrieron los ojos sorprendidos, hacía semanas que no decía ni pío. En la
habitación hacía un calor de cagarse, y el viejo tenía frio. “Es que tiene un
poco de fiebre, abuelo” le dice con dulzura la enfermera que ya le había tirado
el ojo a mi tío Ricardo que no perdonaba a ninguna. “¿Cuanto tengo nena?“
volvió a hablar mi abuelo. El doctor agarró el termómetro lo acercó al velador
y entrecerrando los ojos le dijo “Treinta y nueve y medio”. Mi abuela suspiraba
y mi vieja no paraba de moverse, parecía que le corrían hormigas coloradas por
las piernas. El Cacho, respiró hondo y con mucho esfuerzo le pregunta
“¿Fahrenheit o Celsius?”. Yo me reí como loco, la señorita Beatriz me había
explicado que Fahrenheit era un chabón que había establecido la escala de
temperatura de congelamiento del agua. Nunca lo había escuchado decir un
chiste, y este era uno muy bueno. Cacho, o sea mi abuelo, escuchó mi risotada y
sonrió. Inclinó con torpeza su cabeza hacia la puerta, me guiño un ojo y me
dijo “Julito, ¿dónde está mi bastón?” y con la fuerza de su último martillazo
cerró lentamente sus duros ojos.
Fin.