La furia de Irene

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La furia de Irene

Sonaba La obertura de los esclavos felices en el fonógrafo mientras ella peinaba su larga cabellera. Cada mechón parecía haber sido bañado en oro. Era resplandeciente, inigualable… En la mesilla de noche descansaba un ejemplar de Romeo y Julieta  y al girar su mirada hacia allí, no pudo evitar sonreír. Su vida se había convertido en una obra más de Shakespeare. 

Su prometido, Jaime, estaba esperándola en el comedor, tomando un Whisky doble junto a su futuro suegro. Charlaban sobre las propiedades que cada uno poseía, y sobre cómo Jaime se convertiría en Duque una vez que contrajera matrimonio con Irene. La primogénita de sus cuatro hijas.

-Tu escuadrón de batalla deberá tenerte todavía más respeto, Coronel -dijo Eduardo.

-No creo que puedan respetarme más de lo que ya lo hacen, con todo el respeto -alardeó.

Eduardo lo miró con resquemor, si no hubiera pactado con tu padre este esperado enlace, jovencito, no toleraría el tono de tus respuestas. Te echaría de inmediato de esta morada. Sin embargo, debo aguantar. Nuestra fortuna crecerá mucho más tras las nupcias de nuestra querida señorita Irene. Pensaba cada vez que Jaime utilizaba esas expresiones.

-Por cierto, Andrés ya no será un problema, he sobornado al juez -añadió.

-Bien.

Irene observaba la distancia que había hasta su ventana. Apenas seis metros la alejaban de su destino. Pero sus pensamientos estaban muy lejos de ahí. No podía silenciarlos, así que se sirvió una copa de vino y se tumbó en la cama, descansando sus manos sobre su vientre. Su precioso vientre, cuyas paredes daban calor a una preciosa criatura, aunque nadie más que ella lo supiera.

-Andrés, ¿qué nos ha pasado? -susurraba-. Lo teníamos todo controlado, aunque quizá nuestros sueños eran demasiado ambiciosos. Quizá el universo entero ha conspirado en nuestra contra. Es posible que hasta las mismísimas estrellas, que tantas noches nos han alumbrado, se hayan hartado de ser testigos de este amor -dijo mientras se deshacía de su polisón para sentirse más liberada-. ¡Andrés, vuelve! -no pudo contener más las lágrimas. 

Cerró los ojos y dio un sorbo a su vino. Necesitaba volver a las cuadras de su padre. Necesitaba volver a aquel instante.

Montones de paja los rodeaban. Nadie podría encontrarlos ahí. Eran las dos de la madrugada de un frío quince de octubre de 1853, y aquellos muchachos se sentían libres por primera vez.

Un humilde mozo de cuadras, que había vivido en la miseria durante toda su vida, y una Duquesa que había gozado de todas las comodidades habidas y por haber, habían conectado como nunca antes lo habían hecho con ninguna otra persona.

-Señorita Eguarás, ¿puedo confesarle una cosa?

-Puedes llamarme Irene -se rascó la nariz-, bueno. Siempre y cuando mi padre no esté presente, claro -soltó una carcajada-. Pero claro, dime lo que quieras.

-Me gusta mucho gozar de su compañía, Irene.

-¡Pero bueno! -le cogió de la mano-. Puedes comenzar a tutearme, querido. A mí también me gusta charlar contigo.

Él había trabajado para su padre desde que apenas tenía doce años. Ahora tenía veintidós. Y cada uno de esos diez años, los había pasado contemplando a Irene. Viendo como su vitalidad le hacía parecer libre, aunque bien sabía que sus deberes como dama de la alta sociedad, le generaban mucha infelicidad. Sin embargo, ella jamás se mostraba triste. Cuando tenía un mal día, cogía su caballo y cabalgaba hasta perderse en los campos que rodeaban su querido pueblecito, a las orillas de río Queiles. Cuando volvía, dejaba que su corcel bebiera de su agua, pues creía que tenía propiedades curativas, y lo dejaba descansando mientras ella acudía a la catedral, a escasos metros de su palacio, para seguir cumpliendo con sus tareas de beneficencia. 

-Siento que limpiamos nuestra consciencia -le confesó a Andrés una de esas noches-, pero realmente no ayudamos a esas personas.

-Pero les alimentais.

-¿Te sentirías dichoso por recibir simplemente un caldo reseco de vez en cuando?

-Pues… no. La verdad es que no.

Era diferente, de eso no había duda. 

Irene, que seguía con los ojos cerrados, se asomó por fin a la ventana. Quería respirar antes de seguir recordando.

-Si consigo otro trabajo, si consigo que mi fortuna aumente, quizá tu padre me acepte como tu futuro marido -le dijo por fin.

-Pero yo no quiero que seas otra persona -le acarició la mejilla-, yo te quiero así.

-Pero…

-Pero nada, Andrés. Nos escaparemos y encontraremos un lugar donde podamos vivir este amor.

En ese momento, ocurrió lo que ambos habían deseado con todo su corazón desde hacía demasiado tiempo. Se fundieron en un beso tan apasionado que hasta los caballos decidieron cerrar los ojos. Se tumbaron sobre el pajar y se juraron amor eterno mientras sus cuerpos se encontraban por primera vez.

-Eres preciosa -le dijo.

-No me dejes nunca -y le volvió a besar.

Hicieron el amor durante horas, hasta quedarse profundamente dormidos. Estaban desnudos cuando Eduardo los descubrió, y no tardó demasiado tiempo en disparar su rifle muy cerca de la cabeza de Andrés.

-¡¡Vete de aquí, o te convertirás en comida para mis cerdos!! -le amenazó.

Los jóvenes amantes compartieron una última mirada antes de que éste desapareciera del establo.

-Te casarás con Jaime, ayer lo acordé con su padre -y se marchó, sin decir una palabra más.

Durante semanas, Irene esperó que Andrés apareciera como Romeo había aparecido bajo la ventana de su amada, pero la esperanza de que algo así le ocurriera a ella se fue desvaneciendo. Se vio obligada a cortejar con Jaime, pues sabía que si no lo hacía, tendría que irse de esa casa para siempre. Pero su desdicha aumentaba cada día que pasaba lejos de Andrés…

Tanto fue así, que esa misma tarde cuando su prometido le lanzó un disparo al corazón al decirle que Andrés iría a la horca por traición a la corona., subió inmediatamente a su habitación y se encerró con llave, haciendo caso omiso de los gritos que se oían desde fuera ordenándole que volviera al comedor.

Irene tenía claro cuál iba a ser su destino, así que no perdió el tiempo y, recordando la cara de Andrés, se arrojó desde el balcón, cayendo sin vida a los adoquines de la calle. Su vida no tenía sentido sin él.

Su madre entró a la alcoba media hora después. Cuando vio la ventana abierta, supo que su hija ya descansaba de su tormento, y encontró una nota escrita en la cama.

Ojalá llegue un día en el que el amor esté por encima del dinero. Ojalá algún día las mujeres sean libres de elegir. Ojalá un día Shakespeare salga de su tumba para darle sentido a esta historia. Ojalá hayáis sido felices, porque ahora siempre cargaréis con mi muerte, y con la de Andrés. No os perdonaré jamás.

                                                                                                                   Irene.   

Aurora no hizo otra cosa sino llorar la muerte de su hija, y entender su dolor. Ella no había sido dichosa en su matrimonio y deseaba, como Irene, que otros tiempos llegaran para todas las mujeres.

-Descansa en paz, querida hija -dijo al besar la nota de despedida.

A partir de esa noche, los caballos nunca permanecían en los establos, y relinchaban durante horas protestando por la muerte de Irene. La añoraban, y extrañaban los abrazos de Andrés cada vez que los peinaba.  Las puertas del palacio se golpeaban impidiendo el sueño de las personas que habitaban en él, y la ventana de la alcoba de Irene, jamás se pudo cerrar. Su habitación, cada día recogida, siempre estaba desordenada. Era la furia de una joven  enamorada que había sido despojada del hombre al que amaba.

Eduardo se volvió loco y se pegó un tiro pocos días después. 

Y desde entonces, dos siglos después, corre la leyenda de que Irene vive en forma de fantasma para atormentar a todos aquellos que han dejado de creer en el amor.




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