La palabra más larga

La palabra más larga

El tren llegó puntual.

Raúl subió a él y antes de que partiera ya se había instalado en su asiento. Se acomodó lo mejor que pudo con la esperanza de recuperar alguna de las horas de sueño que había perdido aquella noche.

Cerró los ojos y le vino a la mente un recuerdo de hacía más de treinta años, el recuerdo de un último día de clase, aunque él entonces, poco más que un niño despreocupado, no lo sabía…

Aunque había llovido durante toda la noche, la mañana había amanecido clara y despejada. Hacía fresco, algo anormal en el mes de junio, pero que se agradecía. Eran casi las 9 de la mañana y el chico de unos trece años iba corriendo por la calle.

Raúl, que así se llamaba el chico, era él mismo y llegaba tarde a clase. –¿Por qué no se había acordado de poner el despertador?– Iba pensando mientras corría, esquivando charcos, perros paseados por sus dueños y otros viandantes que, –estaba seguro–, si habían puesto el reloj a su hora dada la calma con la que caminaban.

Iba pensando que había estado a punto de no ir a clase pero al final su madre, hablando con Montse, madre de Sergio, su mejor amigo y compañero, se había enterado de que hoy también habría cole, así que no se había podido librar.  Y todo por culpa del profe de lengua. Solo a don Gonzalo, que así se llamaba, se le podía ocurrir dar clase el último día antes de las vacaciones de verano y encima ¡a primera hora!

Despeinado, sudoroso y jadeante llegó a la puerta del colegio justo en el momento en que Fidel, el bedel del centro, estaba cerrando la puerta de entrada. —¡Hola Fidel! —gritó el muchacho sin dejar de correr y pasando tan cerca del pobre portero que éste asustado dio un salto atrás a la vez que miraba ceñudo al chico que ya llevaba medio patio recorrido en su alocada galopada.

Subió a la tercera planta saltando los escalones de dos en dos y, cuando giró hacia el largo pasillo donde estaba su aula vio que la puerta azul estaba abierta y por la otra punta del pasillo aparecía don Gonzalo, ¡lo había logrado!

Dejó de correr y se dirigió a la puerta del aula contemplando los colores del pasillo, mitad inferior verde pastel, mitad superior color crema separadas por una gruesa línea roja que solo se interrumpía al llegar a alguna puerta, para continuar tras ella.

Llegando a la puerta de su clase con tan solo dos metros de ventaja sobre su profesor, le saludó con la voz agitada todavía por la intensa carrera;

—Ho, hola, don Gonzalo, —acertó a suspirar.

–Hola Martínez, una vez más justo a tiempo —dijo, socarrón, el maestro.

Don Gonzalo aunque algo estrafalario y con aspecto despistado, escondía un lince perspicaz tras sus gafas de montura de pasta y lentes redondas. Siempre iba vestido con una americana de cheviot con tonos marrones o verdes, defendida con coderas de ante del mismo color de la chaqueta pero de un tono más oscuro, camisa a juego y pantalones de pana verdes o marrones -siempre al contrario que la chaqueta- , lo que llamaba más la atención eran sus siempre extrañas pajaritas de vivos colores y alegres dibujos. Esa indumentaria junto con sus gafas y su pelo algo largo y revuelto –cualquier día anidaría allí algún gorrión despistado, comentaban los chicos-, le daban ese aspecto de “sabio loco” que a él le gustaba cultivar.

Corría por el colegio la leyenda de que nunca había repetido pajarita en sus más de quince años como profesor allí. Cuando alguien le había preguntado sobre cuántas pajaritas tenía, su invariable respuesta era;

—Yo soy de letras, (seguido del apellido del que preguntaba), y su risa franca y sonora.

Aunque nadie conocía su edad en la porra que se hacía año tras año entre los alumnos de la escuela, la cifra más votada solía ser la de cuarenta y cinco años, algo curioso teniendo en cuenta que entre la primera y la última apuesta habían pasado casi veinte años.

En cuanto entró en el aula cerrando la puerta, los alumnos fueron sentándose en sus pupitres y se fue acallando el vociferio reinante aun siendo una hora temprana. Los muchachos están deseando irse de vacaciones, -pensó para sí mismo el maestro-, les propondré el juego para estos días y les dejaré marchar.

—¡Buenos días a todos! –saludó cuando el silencio fue absoluto y, tras la respuesta del alumnado, prosiguió; -ya sé que el haceros venir hoy a primera hora es casi una faena, pero tenía mis motivos; el primero que así al estar ya aquí tengo la esperanza de que todos os quedéis después a la obra de teatro que vamos a representar los profesores junto con los alumnos de bachiller. El segundo, y no menos importante, es deciros qué actividades tenéis que hacer estos días dentro de mi asignatura.

—¡Deberes en verano! —se quejaron los chicos.

—Venga, no os quejéis que os voy a proponer un juego, —dijo él sonriendo—. Es muy sencillo, cada uno de vosotros tenéis que hacer una redacción de un folio por una cara de, y además os voy a dar hasta el título: “La palabra más larga”.

Revoltosos, los chicos empezaron a quejarse;

—No podía ser sobre lo que hacemos cada uno en vacaciones, —dijo Javi, famoso por sus excusas a la hora de no cumplir con las fechas. Ese curso el perro se había comido sus deberes cuatro veces, su hermana pequeña otras dos y su abuela se los había llevado por error al pueblo tres más.

—¿Cómo se hace una redacción sobre una palabra? —Esta vez fue Sara, en su tono de voz chillón y nervioso como ella misma.

Después la cacofonía se hizo insoportable y haciendo gestos con las manos, don Gonzalo pidió calma.

—A ver chicos, no es tan difícil, pensad la que creéis que es la palabra más larga y me decís lo que significa, porque es la más larga para vosotros, vamos que quiero que penséis un poco, no que busquéis la palabra con más letras. —Viendo la cara de los chicos añadió—, os diré un ejemplo que no podéis usar, para mí, una palabra muy larga sería “infinito”, ¿no creéis?

Aprovechando el silencio momentáneo siguió, —venga, ya sabéis que el trabajo es voluntario y que solo sirve para subir nota, así que a algunos de vosotros os irá muy bien hacerlo.

—Pero si el curso ya ha acabado, ¿nos subirá la nota del año que viene? —preguntó Jorge, el más previsor y empollón de la clase-.

—¿Quién sabe Serrano?, —respondió el maestro.

Después deseándoles unas felices vacaciones les dejó marchar.

Raúl y Sergio después de ver la obra de teatro volvieron juntos caminando a sus casas.

Se conocían desde que recordaban. Empezaron juntos en preescolar y así seguían. Realmente formaban un buen equipo y esperaban seguir así toda la vida.

Al llegar a casa de Sergio se despidieron hasta después de las vacaciones, ya que mientras este se iría con sus padres al apartamento que tenían en la playa, Raúl se marcharía con su familia al pequeño pueblo donde vivían sus abuelos. Algo más de un mes sin verse ya que en agosto ambos estarían de vuelta.

Como correspondía a su edad el tiempo pasó deslizándose feliz entre juegos y tardes en la piscina.

Pero aquel año algo cambió. Trasladaron a su padre a la nueva planta que su empresa había abierto en Málaga.

Por mucho que Raúl y su hermana mayor Ana, de quince años, protestaron no hubo nada que hacer. La decisión estaba tomada.

—Será lo mejor para la familia, —decía su madre.

—Haréis nuevos amigos, —decía su padre.

—Además hay un tren directo hasta Barcelona y podremos venir de vez en cuando, —decían ambos.

Volvieron en Navidad y después en verano. Las visitas se fueron distanciando en el tiempo y ahora hacía diez años que no visitaba su ciudad natal. No había tenido ningún motivo para hacerlo, hasta ayer, cuando Sergio le había telefoneado para decirle que don Gonzalo, su antiguo profesor de lengua, había fallecido.

Al recibir la noticia Raúl confirmó que acudiría al entierro a la vez que recordaba aquel lejano último día de clase en que recibieron el encargo de hacer una redacción durante el verano. Una redacción que él no hizo ya que no volvió a aquel colegio. Y la escribió.

“Hace tiempo, siendo poco más que un niño, alguien me preguntó cual era la palabra más larga que conocía. Tras la pregunta nunca más volví a ver al hombre sabio que me la hizo, ni siquiera nos despedimos.

Ayer supe de su muerte y con ella llegó la respuesta.

¿Cuántas personas importantes desparecen de nuestras vidas, por los motivos que sean, y nunca más volvemos a verlas? ¿Un amigo de la infancia? ¿Un profesor?

¿Cuántas veces hemos estado en lugares que nos importan sin ser conscientes de que nunca más los visitaremos? ¿El cine de nuestro barrio? ¿Nuestro colegio?

¿Cuántas cosas hacemos sin saber que nunca más las repetiremos? ¿Jugar al escondite? ¿Sencillamente jugar?

Para mí la palabra más larga del mundo es NUNCA. El hecho de no tener conciencia de que nunca más volverás a ver, o a estar, o a hacer lo que sea me crea un desasosiego, que, me temo, durará para SIEMPRE.”




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