Las deidades de la vida
Ahí estaba yo, un niño de 8 años junto a su hermano
mayor en un pequeño cuarto sofocados por el calor acérrimo característico del
municipio de Jamundí ubicado a unos cuantos minutos de la ciudad de Cali,
nuestra ciudad de origen. Trascurría el año 2003, y junto a nosotros se
encontraban varios miembros de la familia materna, con gestos de angustia y
desesperanza. Al frente, una cama estrecha con sabanas delgadas bajo las cuales
se escondía nuestra prima, una joven de 23 años cuya vida se apagaba
lentamente. Al verla quede perplejo, se proyectaba ante mí una figura que hasta
el momento no conocía y que no creía fuera humana, un cuerpo consumido,
esquelético, cuya piel abrazaba como un manto a sus huesos sin mostrar siquiera
un pequeño rastro de grasa o músculo entre ellos, era un esqueleto forrado con
piel, su rostro lucía cadavérico, con las cuencas de sus ojos muy marcadas, y
sus ojos que luchaban por no ser succionados por su cráneo lucían con un brillo
que poco a poco se iba extinguiendo, sus labios estaban en extremo secos, con
fisuras, surcos y descamaciones, carecía de dientes y de cabello, y su voz
estaba ausente. No pude resistir la curiosidad y con mi pequeña mano le agarré
un tobillo, como si quisiera comprobar que lo que estaba viendo era real, con
mis cortos dedos abracé por completo su tobillo, y de no ser por el calor de su
piel que percibí en mi mano desnuda, juraría que por primera vez estaba frente
a un muerto.
Este fue mi primer encuentro con la muerte, ahí
estaba, silenciosa, en el cuarto de mi prima, asechando, esperando paciente a
que ella diera su último aliento. Mi joven prima se aferraba con fervor a la
vida, con tenacidad y valentía, a pesar de lucir como un esqueleto forrado con
piel, incapaz de moverse, hablar, o realizar cualquier tipo de acto que
involucrara la acción de sus músculos ya por completo ausentes.
Tres años atrás, mis padres nos llevaron a mi hermano
y a mí a conocerla. En ese entonces ella tenía alrededor de 20 años, era alta,
de tez trigueña, pelo corto, y porte elegante. De inmediato se mostró tierna,
carismática, con una energía arrolladora y una sonrisa siempre en su rostro que
iluminaba toda la casa. Desde el comienzo simpatizó con nosotros. A partir de
ahí, cada año mis padres nos llevaban a hacerle una breve visita. Pero con el
paso de los años logré notar algo extraño en ella, su apariencia cambió de
manera radical y progresiva, en su cabeza tenía una pañoleta, su cabello se
caía de a pocos, y parecía más delgada. Pero su carisma persistía, lucia en
extremo delgada, sin dentadura, sin pelo en su cuero cabelludo ni en su rostro,
cada vez su carisma, su energía y ternura se iban apaciguando, era como si algo
le succionara todo desde adentro. Nunca supe qué enfermedad causó dicho
deterioro, sigue siendo un misterio familiar hasta hoy día.
Desde entonces, me mostré interesado en la muerte, me
repetía con vehemencia capítulos de los cuentos de los hermanos Grimm que
tuvieran relación con la muerte, como “el ahijado de la muerte”, o “guardia en
la tumba”, entre otros recursos audiovisuales acordes con mi temprana edad. Tenía la capacidad a mi corta edad de sentir a la muerte como un estado natural de todo ser viviente, no me causaba tristeza
ni dolor, jamás lloré a pesar de haber conocido con anterioridad a mi prima, no
sentí un duelo, no sentí una tusa, en ese momento la inocencia primaba en mi
ser, y no lo veía importante, no conocía la ausencia de alguien cercano, veía a
mi prima en un estado deplorable, sin embargo, a través de mis ojos jamás dejé
de ver su esencia, nunca fue una enferma o una enfermedad, para mí siempre fue
mi prima, yo no tenía juzgamientos interiores, ni tenía la capacidad de
entender lo que era una enfermedad, ni mucho menos lo que era la muerte. Tenía muchas dudas sin resolver, ¿Qué era la
muerte? ¿todos morían de la misma forma? ¿Por qué todos morían? Entre muchos
otros cuestionamientos que hasta hoy día no resuelvo.
Entre mis 10 y 19 años, murieron algunos familiares y
algún amigo del colegio. Para entonces ya tenía algo más de conciencia sobre la
pérdida de un ser cercano, y llegué a sentir dolor y duelo. Las películas,
libros, la sociedad y las personas, me ayudaron a construir un concepto en
torno a la muerte, en ese entonces, para mí era sinónimo de ausencia, -alguien
muerto se iba y no regresaba jamás, se extinguía su esencia, su presencia, sus
sentimientos, todo desaparecía con la muerte-. No obstante, a ninguno de ellos
había visto morir, siempre la noticia había sido repentina y a través de algún
familiar o amigo cercano. Por lo que no me había vuelto a encontrar de frente
con la muerte.
Fue hasta que ingresé a la universidad, cuando volví a
acercarme a esta deidad. Por razones que aún desconozco sentí la necesidad de
entrar a la facultad de medicina, ahí me explicaron todo sobre el cuerpo
humano, entendí a grandes rasgos el milagro de un ser viviente, realmente somos
maquinarias en extremo complejas. En este camino, vi cuerpos muertos en los
anfiteatros para estudiar sus músculos, nervios, vasos sanguíneos y huesos.
Pero estos cuerpos ya carecían de vida hace mucho tiempo, no conocía sus
historias, sus vidas, ni la manera como habían terminado en ese lugar. Es
decir, seguía sin toparme frente a frente con la muerte.
Fue hasta el semestre séptimo donde en una asignatura
que se llama medicina interna volví a encontrarme con ella, “la muerte”. Me
asignaron a un grupo de cuatro alumnos que compartiríamos experiencias hasta
finalizar el semestre. Solo entablé relación con una de los cuatro. Una agradable
joven que se tornaba un poco abrumada, con un ambiente de tristeza y angustia
en torno a ella. Pasaron los días, llegábamos en las mañanas al hospital íbamos
al piso de urgencias a buscar pacientes que necesitaran ser evaluados por nuestros
profesores internistas conocíamos sus historias, sus enfermedades, y al
cabo de una o dos horas llegaba el profesor y pasábamos por cada uno de los
pacientes vistos. Se los teníamos que contar con mucho detalle, luego ellos nos
hacían preguntas y tomaban decisiones en torno a la conducta médica. Mi
compañera era brillante, se aprendía los detalles de memoria, no escribía nada
para recordar, y se le hacía fácil comentar cada paciente que veía, del mismo
modo, solía responder a cada pregunta que le hacían los profesores sin
dificultad. Los días pasaban y ella y yo, comenzamos a notar que algunos
pacientes que veíamos días antes ya no estaban al día siguiente, revisábamos
sus historias y algunos eran dados de alta por su mejoría clínica, pero otros
morían durante la noche. Así que ya éramos conscientes que la muerte deambulaba
frente a nosotros, en el aire, en el ambiente, moviéndose de manera ágil y
habilidosa, pudiendo pasar desapercibida. A partir de ahí, ya no veíamos del
mismo modo a los pacientes, ahora cuando estábamos frente a un adulto mayor con
múltiples enfermedades, delgado, sin fuerzas, con las extremidades frías y
violáceas, nos mirábamos fijamente como si ambos estuviéramos pensando en lo
mismo, como si sintiéramos en ese cuarto a la muerte asechando, esperando el
momento preciso para atacar. Los dos nos volvimos cómplices de la muerte.
Diario veíamos pacientes en estado “gasping” dando sus últimos alientos en ese
hilo delgado entre la vida y la muerte. Intentábamos descifrar cómo se movía la
muerte entre los enfermos, y centramos nuestra atención en los pacientes en
peores condiciones de salud, escogíamos ver sus historias, ir a examinarlos,
tomarles sus signos vitales, preguntarle a los familiares sobre sus vidas con
la intención de observar más de cerca ese momento justo en el que la muerte
hace lo suyo, sigilosa, y audaz, de un segundo a otro hacía su trabajo sin que
nadie se enterara sino hasta después de varios minutos en que el familiar
cobraba fuerzas para avisar al equipo médico sobre la partida de su paciente. Era
ese último suspiro que nos desvelaba a ambos, como tratando de entenderlo. Fueron
pasando los días y nos fuimos dando cuenta que el grado de deterioro clínico no
era necesariamente un llamado oficial a la muerte. Un día estábamos frente a
una anciana, poco mayor de 80 años, se encontraba inconsciente, con soporte de
oxígeno, extremidades frías como tempano de hielo, con los dedos completamente
violáceos, sin respuesta alguna a estímulos. No recuerdo con exactitud cuál era
la condición médica que la tenía luchando contra la vida y la muerte, lo que si
tengo claro es que en ese momento mi compañera y yo nos miramos y creímos ver a
la muerte de frente, pensamos que al día siguiente ya no estaría, que la muerte
llegaría en medio de la noche a arrebatar su aliento, y al amanecer encontraríamos
en su lugar a un nuevo paciente. A la mañana siguiente, para nuestra sorpresa y
la de todos nuestros compañeros. Como si estuviéramos en otro tiempo, en otro
lugar, la octogenaria resucitó, no podíamos creerlo, encontramos a una anciana
sentada en el borde de la camilla, desayunando, sin necesidad de soporte de
oxígeno, hablando, lúcida, y orientada. Nos recibió con un saludo elocuente, y
feliz de haber evadido la visita de la muerte la noche anterior. En ese momento
llego a mi mente una estrofa de un poema de John Donne:
Muerte, no te enorgullezcas, aunque algunos te hayan
llamado
poderosa y terrible, no lo eres;
porque aquellos a quienes crees poder derribar
no mueren, pobre Muerte; y tampoco puedes matarme a
mí.
En ese momento entendí que la muerte se desplazaba en
medio de todo y de todos, y que actuaba como cualquier deidad, de manera
indescifrable, misteriosa, mística, no se podía evadir pero tampoco intuir, sus
movimientos eran tan ágiles que era imposible de identificar su próxima jugada,
ese hilo entre la vida y la muerte podía ser muy delgado pero en ocasiones
podía tornarse muy robusto y difícil de quebrantar. Era imposible de entender.
Durante ese año, la amistad con mi compañera creció.
Cuando la conocí parecía abrumada. Ese sería un año difícil para ella debido a
algunas perdidas familiares que cambiarían la forma en que ambos entenderíamos
la dinámica entre la vida y la muerte. Quizás por eso, encontré en ella una
cómplice para tratar de entender el comportamiento de la muerte. Pocos años
antes de conocerla, le habían diagnosticado una enfermedad severa a su padre, y
la misma enfermedad la desarrollo su mascota, su perro, como si el perro
quisiera quitarle fuerzas a la enfermedad de su amo para regalarle algo más de
tiempo de vida con sus hijas. El perro sufría dolores intensos, y deformidades
en su cuerpo, razón por la que su familia tomó la decisión de programarle una eutanasia.
Mi compañera estaba devastada, me pidió que la acompañara. Y una vez más me
encontré de frente con la muerte en esta ocasión la muerte trataba de tomar el
alma de un ser vivo con características fenotípicas diferentes a las que estaba
acostumbrado a ver, un animal distinto que atravesaba el mismo proceso que
había visto antes, un ser vivo que pese a su sufrimiento se aferraba a la vida,
y se encontraba luchando en el mismo lugar de mi prima, en el mismo lugar del
que la octogenaria pudo salir, en ese sitio donde el alma lucha una batalla
frenética entre la vida y la muerte. El veterinario recostó al animal en una
camilla, el perro se veía asustado con la cola caída rodeada por sus dos patas
traseras, sus orejas apagadas, una especie de french poodle criollo, color,
blanco, con sus crespos bien peinados para dar un toque romántico a su
encuentro con la muerte. El veterinario inyecto una especie de somnífero y
luego inyecto un fármaco cuya función era facilitarle un poco el trabajo a la
muerte y darle un empujón al perro para que callera de la cuerda floja y así
dejar el mundo de los vivos para entonar un ladrido con la muerte.
Ahí conocí un poco más acerca de esta deidad tan
incomprendida, inesperada, sigilosa, e inadvertida, que no distingue raza,
edad, ni especie. Cuya misión es darles descanso a las almas en pena dejando
muchas lecciones y enseñanzas a los vivos. Me dio algo de tranquilidad estar en
compañía de mi cómplice, y espero haber desencadenado ese sentimiento mutuo en
mi compañera. Observamos el último aliento de la criatura, con los ojos llenos
de lágrimas, mi amiga se despidió de su mascota proclamándola su héroe por
lograr haberle dado un poco más de tiempo con su padre.
Algunos meses después, la muerte había decidido visitar
de nuevo a mi amiga, esta vez, tomaría la vida de su progenitor. Ella y su
hermana ya la esperaban, su padre desde hacía varios años había sido
diagnosticado con una enfermedad cuya historia natural desencadenaba en la
muerte y pese a cualquier estrategia por eludirla solo prolongarían unos pocos
años su encuentro con la muerte. Tuve el honor de conocerlo un día, lucía un
poco golpeado por la vida pero digno de representar en sus tiempos mozos a
aquel personaje sacado de un libro de aventuras del cual mi compañera me había
contado, había recorrido muchos países en busca de aventuras, amaba la vida, y
a las personas de su entorno, rescataba animales en situaciones precarias y
parecía que entendía muy bien aquello de hacer del amor una filosofía de vida. No
obstante, entendida la vida venía la muerte, otra deidad a la cual se veía
forzado a enfrentar y entender. Mi compañera me hablaba de libros en los
dominios de su padre que hacían referencia con la vida y con la muerte, entre
ellos muchas vidas muchos sabios de Brian Weiss, que reflejaban su
angustia por comprender su último viaje, su última aventura. No estuve presente
en dicho escenario, fue una ceremonia algo programada, especial y muy personal
de mi amiga con su familia. Ellos pensaban algo así como que la vida no
terminaba con la muerte del cuerpo, pues su energía y alma iniciaban un viaje
nuevo, un nuevo comienzo, un nuevo camino. En el afán por entender la muerte,
mi compañera y yo nos volvimos un poco espirituales, creíamos en el espíritu,
en el alma y la energía, leíamos sobre diferentes teorías después de la muerte.
El concepto de muerte como ausencia quedó atrás y llegó el concepto de la
trascendencia. Una vez culminó esa etapa, del mismo modo en que la luna
manipula con su fuerza invisible al océano, moviendo sus aguas de un sitio a
otro, así mismo, la vida nos vaciló a su antojo, nos separó, nos alejó, y nos
obligó a tomar caminos muy distintos, comportamiento típico de una deidad; Dejando
solo un recuerdo, de un momento inolvidable, de nuestro paso por el mundo y la
comprensión de sus fuerzas invisibles.