Lorena
He recordado un capítulo de mi infancia que, viniendo constantemente a mi cabeza, de pronto descubro que influenció profundamente mi modo de pensar. Y cada vez que lo rememoro encuentro detalles nuevos que me dejan pensativo.
Eran aquellos los tiempos en que los jóvenes soñaban con ser hombres: tener un empleo, una casa modesta y una esposa decente que se quedara para siempre con ellos y sus hijos. Por lo menos así pensaban en nuestra familia.
Henry apenas había empezado la adultez y se veía claro que eso era lo que haría con su vida. Ya tenía el empleo y una novia, pronto se casarían y se irían a vivir juntos. Si todo marchaba según la costumbre, el primer o segundo año tendrían a su primogénito, se harían amigos de otros padres con los que harían pequeñas reuniones de domingo, irían de visita a la casa materna durante las fiestas de fin de año y a viajes con la familia de ambos. Muchos recuerdos y muchas fotos; una que otra crisis, algunas lágrimas, sonrisas y mejillas arreboladas. Todos momentos memorables de los cuales hablarían en cada ocasión.
En esos días ya se hablaba de Henry con la añoranza y la ternura con que se habla del hijo que deja el hogar por su independencia. Era el principal tema de conversación entre hombres y mujeres de la familia en sus breves visitas entre semana. Él y su novia Lorena eran las estrellas de aquellos días. ¡Lorena! no se de donde había salido Lorena pero siempre estaba de buen humor, todos la amaban. No era fea pero tampoco demasiado bonita, tenía la belleza de la juventud, belleza que tuvieron mi madre, mis tías y hasta mis abuelas en su tiempo. Era divertida, honesta, llena de energía y credulidad; Lorena era el eslabón perdido de nuestra familia, era perfecta para Henry.
Era el verano y los pequeños solo nos ocupábamos de jugar, bromear, pasear, montar en bicicleta y hacer pequeños viajes a casa de familiares. Todos estábamos siempre contentos porque eran las vacaciones y veíamos a parientes que vivían lejos. Por lo menos así lo recuerdo yo. Ya habíamos hecho un par de viajes a la playa, pero esa vez fuimos en caravana en una buseta que consiguió uno de los amigos nuevos de Henry, que estaba pasando mucho tiempo por su lado con ellos y Lorena.
No recuerdo cual playa era, pero sí el traje de baño que se puso ella, y que Henry jocoso le preguntó hacia donde apuntaba su estampado de rayas. En las horas de la tarde yo estaba tan entretenido que me olvidé de Lorena. Estábamos jugando y riéndonos en la orilla del agua cuando la vi saltando del rompeolas.
—¡Mira! —Le dije a Henry—. Lorena saltó de allí.
Henry se encogió de hombros y dijo fingiendo despreocupación:
—Que haga lo que quiera.
Me pareció que Henry se había puesto serio. Decidí que no tenía importancia y seguí jugando. Luego de un par de minutos ella empezó a hacer ruidos que se confundían con la chillería de los niñitos que nos divertíamos, pero yo, que tenía un oído aquí y otro allá, oí un grito de angustia clamando por Henry. Lorena se retorcía en el agua y gritaba desesperada. Alerté a Henry que estaba a dos pasos de mi y él salió disparado fuera del agua y corrió por el rompe olas. Tenía sandalias de goma de las que se atan con cierre mágico, menos mal no había tomado la sugerencia de la tía de quitárselas o se habría magullado las plantas de los pies al correr sobre los guijarros calientes. Corrió muy, muy rápido y se lanzó al agua sin hacer pausa. Le costó sacarla, no se ahogaba como creímos al principio sino que luchaba con algo bajo el agua. “Algo la mordió.” dijo alguien. Salí rápidamente del agua y me paré frente al camino, a la expectativa. Otros adultos acudieron a ayudar. Un tío, después de observar y exclamar una mala palabra de asombro se devolvió corriendo y agitando los brazos.
—¡Salgan del agua, sálganse del agua, vamos!
Algunos iban saliendo incrédulos preguntando, que pasaba, que había en el agua.
—Nada, nada. Salgan, hay marea roja —dijo el amigo nuevo de Henry—. Le picó un aguamala.
Aparte le dijo al tío que nos hiciera recoger nuestras cosas. Los muchachos estaban confundidos, no querían recoger sin saber que ocurría. Veía que Henry trataba de quitar algo de la pierna de Lorena y ese algo lo lastimaba cada vez que lo tocaba.
El amigo de Henry volvió.
—Ya prendí la camioneta, tráela —Nos arreaba chocando las manos—. ¡Súbanse al carro, vamos! No dejen nada, recojan todo.
Ya se acumulaban los curiosos. Ella tenía algo rosado enroscado en la pierna como una especie de serpiente. Todos hablaban: “¿Qué vaina es esa?”, “Hay que quitársela o la va a quemar”, “No la halen que se aferra más”, “Córtenla. ¿Quién tiene una navaja?”, “¿Es eléctrica?”
Lorena se retorcía tanto que casi no podían sostenerla y gritaba horriblemente. Su rostro rojo, las lágrimas brotaban. De pronto mi madre me agarró por el hombro y me arrastró.
—Quítate de allí muchacho, ponte las cholas y la camisa rápido.
Corrí hacia donde las había dejado y me las puse a toda prisa; ya Henry llevaba a Lorena en brazos a la camioneta, su amigo hablaba con alguien por teléfono sobre lo que pasaba, no se veía asustado, actuaba con dinamismo apremiando a todos para que subieran. Lo hicieron en desorden. Mi mamá decía que fueran a llevar a Lorena primero, y nos buscaran luego o que después veríamos como irnos; los demás se mostraban de acuerdo pero él decía:
—No, no. todos adentro. Móntense rápido. Suban todo así. No se sequen.
El manejaba. Henry subió de ultimo con Lorena y la puso en el pasillo. Ya ella no gritaba, sólo gemía desesperada. Pude ver su pierna de cerca y tenía muchas punzadas con sangre donde había estado esa cosa clavada, que no era un aguamala. Por un lado de su pierna estaba un largo extremo de la criatura metida dentro de su piel, y el extremo que quedaba afuera, que era como de unos siete centímetros de largo, estaba rojo por la sangre que había chupado y se aferraba con fuerza a su tobillo mediante dos agujas, era como una culebra, un gusano o un cien pies con tenazas en lugar de patas, era traslúcido y brillante.
No dejaban de hablar. Henry no los escuchaba, sólo la miraba a ella con resignación. Su rostro estaba tenso y enrojecido como si hubiera llorado mucho pero sus ojos estaban secos.
—Todos quédense tranquilos y sentados — dijo el que conducía con autoridad—. No le vamos a quitar nada, ni vamos a moverla ni a hacerle nada, de eso se va a encargar un experto. Ya estamos en camino. Quedémonos en silencio para que ella no se desespere más.
El vehículo corría veloz y sonaba la bocina de cuando en cuando. Todos los demás se habían quedado quietos y callados como por arte de magia. Yo estaba en un asiento junto a Henry y pude escuchar que Lorena le murmuró:
—Está dentro de mi, se está moviendo dentro de mi —Henry asentía y le sujetaba la pierna pero ella ya no la movía tanto—. Me duele.
—Concéntrate —le susurró él—, ¿por donde va? —Ella tragó con dificultad y se puso la mano crispada en el tórax—. Sólo concéntrate en resistir, ya casi llegamos.
Miré al conductor, decía por teléfono: “Ya no llegamos”. De pronto el cuerpo de Lorena se arqueó en un espasmo terrible y gritó: “Está subiendo” con los dientes apretados. Y agitaba la cabeza y el cuerpo de un lado al otro. Henry la sujetaba con fuerza y luchaba por no llorar. Luego ella hizo una gran inhalación.
—Aguanta…Lorena, voy a hacer que te lo saquen.
Abrió los ojos para decir algo y movió la mano hacia su cara para tocarlo, pero no sé por qué él se lo impidió sosteniéndole la muñeca.
—Ya no importa —dijo Lorena, y su voz sonó grave como si un hombre hubiera hablado por ella.
Cayó. Aunque ya estaba en el piso todo su cuerpo cayó como halado a tierra, toda la tensión de su cuerpo cedió en el mismo momento. Henry, que le sostenía la nuca y el brazo la soltó a su vez como quien tira un ancla; y los ojos de Lorena se llenaron de sangre mezclada con lágrimas que bajaron por sus sienes en una sola carrera.
El amigo de Henry paró el carro en el arcén y dijo sin voltear:
—Ya está, ¿verdad?
—Sí —respondió Henry mirando el cuerpo con compasión.
—Ellos ya vienen para acá —Siguió diciendo sin voltearse—. Están cerca.
Recuerdo ese segundo como si aún lo estuviera viendo, sus manos recargadas sobre el volante, la parte de atrás de su cuello, con el pelo y la forma de su cabeza; sin embargo su cara y su nombre están borrosos en mi memoria.
Henry se calmó rápidamente. Se sentó en el lugar con los brazos sobre las rodillas mirando el vacío. De pronto mi madre, que estaba en el otro asiento junto a él con mi hermanito bebé, explotó en palabras. Empezó lento y fue elevando y urgiendo la voz a medida que hablaba.
—Pero, ¡Bueno! ¡muchacho! vamos a terminar de llegar hasta el hospital. Uno no sabe, uno no es médico, que sabe uno si todavía se puede hace algo, si todavía no se ha muerto ¡ni Dios lo quiera! y solamente está en coma…
—Ya los otros casi están aquí —Le interrumpió el amigo de Henry.
—No, pero igualmente. Vamos a llegarnos a la emergencia, a ella la tienen que ver de urgencia, no nos podemos quedar aquí…
Ninguno de los dos le hacía caso a mi mamá ni a ella le importaba que lo hicieran, sólo necesitaba hablar como era su costumbre, única forma que utilizaba para asimilar una situación. Después de su reacción empezó un efecto dominó, mi tía empezó a llorar tapándose la boca, mi tío exclamó ¡Veeerro loco!”, los demás, ayes, Dios míos, no puedes seres, unos niños lloraban, otros hacían preguntas; la tía joven abrazaba a sus dos hijitos como si se fueran a morir.
—¿Qué bicho es ese mi hermano? —preguntó con una mueca de llanto sin dejar de mirar el tobillo de Lorena—. ¡Mira, se está moviendo! —Y apretaba a los niños berreantes como si la criatura fuera a salir disparada y a clavarse en la piel de los pequeños.
En efecto, la cosa se estaba moviendo. Despegó las dos largas pinzas de la punta, que eran mas largas y afiladas que las que tenía a los costados; pero no se salió sino que, lo mismo que Lorena al tiempo de irse, las dejó caer sin vida.
El amigo de Henry pasó entre los dos asientos delanteros y mandó a todos a bajarse del carro. Yo trataba de seguir la trayectoria de esa cosa a través de la pierna de Lorena pero se perdía donde empezaba el bikini. En ese momento mi madre se fijó en mi.
—¡Mira muchacho! ¡No veas eso!
Se precipitó a alcanzarme con sus manos de hierro y a bajarme del carro con los demás. No me di cuenta cuando las otras personas de la camioneta se subieron a la buseta donde tenían a Lorena, pero eran una mujer flaca y rubia con el pelo largo y un hombre de aspecto arábigo. Traían dos maletines de plástico y estuvieron largo rato dentro de la buseta con Lorena, Henry y el otro. Decían los adultos afuera que le estaban sacando eso. Cuando salieron dijeron que la llevarían a un hospital no se en donde, la subieron a su carro con Henry y se fueron, los demás nos fuimos a nuestras casas con el amigo de Henry en la camioneta. Hablaron sobre eso por todo el camino y durante semanas, pero siempre decían lo mismo una y otra vez, contar su versión de los hechos. No se cuantas semanas pasaron pero un día regresando callado de la escuela escuché a los grandes hablando del asunto con aire misterioso, ella seguía aún en el hospital.
—¡¿Qué, Lorena no se murió de verdad?! —exclamé de pronto sin poder evitarlo.
Mi tía se sobresaltó y dijo:
—¡Ea muchacho, no sea entrometido! váyase para allá y no esté escuchando conversaciones ajenas.
¡Uh! ese muchacho me asustó.
No se donde estaba mi madre esa tarde. Obedecí a medias, ya no me entrometía, pero tomé afición por escuchar conversaciones ajenas. Me alegró que Lorena se hubiese salvado de todos modos, por lo que escuchaba parecía que después del incidente estaba mejor que nunca. Jamás la volví a ver, a Henry en contadas ocasiones, muy fugaces. Me dolía que después de su recuperación mi familia hablaba mal de ella, decían su nombre con repelencia y sospechaban siempre lo peor. La tenían por soberbia, maliciosa y egoísta. Poco a poco lo sucedido se fue convirtiendo en una historia de una vez al año cuando alguien quien hace mucho tiempo no veían preguntaba por Henry.
—¡Ay señor! ese Henry se buscó una mujercita ¡que es…! ese mas nunca portó por aquí, hace tiempo que no viene. Esa mujer lo tiene acabado, lo acabó por completo. Sí, y es mala la mujer, es perversa. Lorena se llama. Esa se lo llevó por ‘ahi’…mas nunca se acordó que tenía familia, o ella no lo deja venir. Pero antes no era así, no, no, no, no…¡Ea! Fuera de aquí muchacho chismoso, vaya para allá a jugar con sus primos.
Mi mamá era la copia de mi abuela.
Jamás pude saber a ciencia cierta lo que sucedió y en mi familia un niño no podía pedir información, la respuesta para esos casos era siempre una variante de: “Mire hijo, ¿por qué mejor no se va para su cuarto a hacer las tareas? O si quiere ver televisión, vaya y ponga las comiquitas, o váyase a jugar al patio y haga sus casitas de barro”. Y ¿cómo rechazar una oportunidad de ver comiquitas, o que tu papá te deje mirar su enciclopedia, la grande, la que apenas puedes levantar? “Pero con cuidado hijo”. Es extraño que sólo te llamen hijo cuando te niegan un derecho.
Después que fui mayor, con hijos, un hombre, un día vinimos a comer a la casa de mi madre. Sentados en una butaca de la estancia fumando con ella recordé de pronto a Lorena, que la había visto por primera vez en esa casa entrando por el portón, tan segura y viva que se me escapó una sonrisa.
Con algo de cautela y fingiendo poco interés pregunté a mi madre sin mirarla:
—¿Y que fue de Henry Mamá?, ¿sigue por allá…por Estados Unidos es que vive él?
—Sí, por ahi por esos lares —respondió sin ganas.
—¿Y todavía vive con esta mujer, con Lorena?
—Ah, sí. —dijo ya con hastío, pero seguí tentando mi suerte.
—¿Qué fue lo que pasó con ella aquella vez…se acuerda? En la playa.
Chasqueó la lengua.
—¡Ay ya! ¡Deja el fastidio muchacho! no me hables más de esa mujer”. Se levantó y se fue murmurando cosas ininteligibles. No volví a preguntar ni a saber nada.
Jamas volví a ver a Lorena, ni en fotos.