LOS DIENTES DEL DIABLO

LOS DIENTES DEL DIABLO

Era las 3:00 de la mañana cuando Lorenzo despertó como lo hacía
todos los días desde que tiene uso de razón. Su esposa aún dormía
plácidamente cuando él se levantó de la cama sintiendo la fría
tierra bajo sus pies. Se desplazó poco a poco por la habitación
hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, encendió la vela
que se encontraba sobre la mesa y sin perder tiempo se puso una vieja
franela, que en algún momento del pasado fue blanca, se calzó unas
alpargatas y al disponerse a salir de la habitación un ruido
metálico producido por la cama llamó su atención deteniéndolo en
seco.

—No olvides llevar el machete Lorenzo. —La inconfundible voz
perezosa de su esposa se escuchó a pesar de lo bajo que habló.

—Tranquila mujer, lo deje al lado del mecate pa’ que no se me
olvidara.

La esposa produjo un sonido que se asemejo a un “te amo”
pero fue imposible identificarlo totalmente. El hombre salió al
patio después de encender una lámpara de aceite para luchar con la
negrura de la noche que lo arropaba con un frio inclemente, pero
Lorenzo estaba acostumbrado. Cada vez que tenía que recolectar leña
se debía levantar muy temprano para regresar a una hora prudente y
ordeñar la vaca en la hora justa para que el animal no se enferme.
Contempló el cielo por un instante, segundos antes de inclinarse a
recoger el mecate y el machete del suelo, le echó en el lomo una
funda de cuero con herramientas, luego desamarró con mucho cuidado a
“Mozo”, un burro macho, un tanto testarudo, regalo de bodas
de su padre. Con un par de jalones guió al animal rumbo al cerro El
Café, el lugar más cercano para cortar leña.

El camino no era fácil. Lo irregular del terreno y la cantidad tan
grande de piedras sueltas ralentizaba el andar, eso sin contar la
necedad del burro de, cuando le provocaba, detenerse en cualquier
parte a retozar varios minutos.

La noche era particularmente oscura, sin estrellas, ni luna o punto
visible en el cielo. Con la lámpara apenas podía ver unos cuantos
metros adelante, pero su mejor guía era el instinto y la confianza
acumulada de muchos años recorriendo esos parajes, por lo que llegar
a su destino no supondría problema. Pasaron un par de minutos
marchando cuesta arriba por un camino serpenteante rodeado de maleza,
cuando el burro tuvo uno de sus ataques de ansiedad donde no quiso
avanzar. Lorenzo haló con fuerza la cuerda que rodeaba el cuello del
animal pero, aun así, este se resistía a obedecer.

—Muévete pedazo de porquería. —Le gritó al burro.

La fuerza con la que halaba era tal, que por un momento creyó que le
arrancaría la cabeza a Mozo que, más que avanzar, retrocedía
haciendo más difícil el trabajo de Lorenzo. Volvió a halar el
mecate a la vez que una brisa fría lo golpeaba en el rostro y el
sonido de los matorrales moviéndose lo sacaban de concentración.
Miró a su alrededor con curiosidad, moviendo la lámpara de un lugar
a otro tratando de precisar el origen del sonido, después de todo,
Lorenzo había escuchado muchas historias extrañas que ocurrían por
esos caminos a altas horas de la noche, desde espantos horribles, que
Lorenzo consideraba cuentos, hasta ladrones muy peligrosos. Con eso
en mente sostuvo el machete en alto, observó el camino y a lo lejos
notó una tenue luz que se acercaba bajando del cerro. El burro
empezó a subir sin que le obligaran y reaccionando rápido, Lorenzo
sostuvo el mecate de Mozo antes que se le perdiera. Siguió
avanzando, con paso más lento que el de antes, acercándose a donde
se producía la luz. Pronto vio la luz más cerca que antes, lo que
le asustó sobremanera, manteniéndolo alerta por si fuese un ladrón.
Faltaban unos metros cuando al fin vio la silueta de un hombre
jalando un burro.

—Lorenzo, ¿cómo le va? —dijo el hombre saludando con la mano.
Lorenzo saludo un poco inseguro, pues no logró reconocer al sujeto
hasta que lo tuvo casi al lado.

—Pedro. No sabía que estabas por acá.

El rostro de Pedro reflejaba varios días sin dormir bien,
encontrándose sucio de pies a cabeza, mientras el burro que le hacía
compañía no llevaba carga alguna, pero se notaba igual de cansado.

—Ando buscando a un chivo que se me perdió, pero voy de regreso
pues se me acaba el aceite. ¿Por casualidad no tendrás un poco que
te sobre?

—Lo siento, —Lorenzo frunció los labios— ando justico y como
voy a cortar leña, no estoy seguro que me alcance.

—Bueno, gracias de todos modos. Creo que puedo llegar a la casa
antes que se me vaya la luz, solo quería estar seguro, tu sabes, con
tantas cosas raras que hay en este monte, es mejor estar acompañado
por lo menos por la lámpara, porque si es por este burro, estaría
más seguro sin él.

—Eso es verdad, nunca se sabe que gente malintencionada le espera a
uno por estos caminos.

—Y hasta los que no son gente.

—No me diga que cree es esos cuentos.

Pedro se sonrió encogiéndose de hombros, mientras continuaba su
camino apurando el paso cuando notó que la luz de su lámpara bajó
su intensidad.

—Mosca por ahí, —le aconsejó Pedro—, tú sabes, de que
vuelan, vuelan. Nos vemos.

—Nos vemos.

Lorenzo continuó su camino por varios minutos hasta que llegó a una
pequeña alameda en la que se podía ver un par de árboles que
habían sido cortados previamente. Movió la lámpara de un lado a
otro para asegurarse que entre los arboles no había algún animal
agazapado que pudiera atacarlo por sorpresa (ya le había pasado
antes a varios amigos del pueblo). Empuñó el machete y con avidez
comenzó a podar el árbol más delgado que encontró, luego sacando
un hacha de la funda de cuero, golpeó sin piedad el árbol hasta que
cayó al suelo produciendo un fuerte ruido que hizo huir a un par de
conejos que se encontraban cerca. Una hora más tarde ya había
terminado de cortar en trozos toda la leña que tenía en mente
llevar a casa, aunque pudo haber acabado más rápido si no fuera
porque cada ruido que escuchaba le arrebataba cinco minutos o más de
su tiempo mientras investigaba el origen. Terminó de asegurar la
leña al lomo del burro, anudando el mecate con firmeza y puso rumbo
de regreso a casa.

Había andado un par de minutos cuando un nuevo ruido llamó su
atención; ya estaba harto de los ruidos raros, algo había cruzado
corriendo por unos matorrales junto al camino. Lorenzo se quedó en
silencio un segundo, observando detenidamente el área, siguió
avanzando por el camino hasta que el chillido de un animal perturbó
el silencio de la noche. Parecía un chivo sufriendo de manera
indescriptible, revolcándose en el suelo tratando de escapar de algo
que lo atacaba, después no se escuchó nada más, concluyendo que el
animal debía de estar muerto, mala noticia para su amigo Pedro que
lo buscaba, pero aún más mala noticia para él mismo que si por
casualidad el animal que atacó al chivo no se encontraba satisfecho
podría ser atraído por la luz. Así que haló al burro con
desenfreno, avanzando con la esperanza de bajar la montaña sin
contratiempos y, sobre todo, rápido. No habían pasado ni cinco
minutos cuando divisó a lo lejos, la silueta de una persona sentada
a mitad del camino. Pensó que Pedro se había quedado sin aceite
pero, cuando se acercó lo suficiente, notó que era una persona de
baja estatura, así que no podía ser su amigo; era un niño de unos
8 años, de piel oscura y cabello muy corto, sentado con las rodillas
juntas y la cara incrustada entre ellas. El niño sollozaba
profundamente. Lorenzo se detuvo al instante, un par de metros antes
de llegar al chico y, temiendo que fuese una trampa para robarlo,
levantó su lámpara para examinar el área mejor y al niño.

—¿Qué haces aquí niño? —preguntó Lorenzo con una actitud
preocupada y a la vez cauta—. No deberías estar acá solo y a
estas horas.

El niño levantó el rostro, mostrando sus ojos negros, grandes y
vidriosos, con una mirada triste que no tardó en conmover a Lorenzo.

—Estuve buscando un chivo que se me perdió —respondió el niño
entre sollozos— y mi papa me dijo que no volviera hasta que lo
encontrara.

—Tu papá no parece ser un hombre muy inteligente mandando a un
niño al cerro completamente solo. ¿Te das cuenta del peligro que
corres? Levántate, te acompañaré a tu casa.

Lorenzo ayudó al niño a levantarse, alzándolo por la cintura para
sentarlo en el burro, pero cuando acercó al niño, el animal se
alteró dando patadas y rebuznando de dolor como si lo golpearan.
Lorenzo luchó con Mozo un rato hasta que al fin pudo sentar al niño
sobre la leña.

—¿Qué te pasa Mozo? —Gritó Lorenzo a la vez que acariciaba el
hocico del burro.

—No tienes por qué gritarle al pobre burro, —dijo el niño—
quizás este nervioso por la cola que tengo.

Lorenzo se extrañó por estas palabras y, cuando observa con
detenimiento al niño, vio como una larga cola, que salía de su
coxis y cuyo extremo terminaba en lo que se asemejaba a una punta de
flecha, serpenteaba en el aire en una danza que parecía seguir el
ritmo del viento frio de la noche. Aquello lo tomó por sorpresa,
asustándolo sobre medida. El hombre se puso pálido como un papel y
el cuerpo le temblaba como si se estuviese congelando.

—¿Quieres ver mis dienticos? —Preguntó el niño con un tono
sarcástico que rayaba en la burla.

Enseguida, la boca del niño se ensancho, sus dientes se hicieron
tres veces más grandes de lo normal adquiriendo la forma de los
dientes de un tiburón. Sus colmillos se alargaron tomando la forma
de navajas que chorreaban sangre, a la vez que aparecían manchas de
sangre alrededor de la boca, como si hubiese bebido sangre en
abundancia y no se hubiese limpiado. La sangre era tan espesa que
parecía caer en cámara lenta.

Lorenzo retrocedió varios pasos hasta que se tropezó con algo que
lo hizo caer de espaldas soltando la lámpara. Allí, tirado en mitad
del camino, estaba el chivo. Había sido degollado, prácticamente
decapitado. El burro, volvió a alterarse, tirando al niño-demonio
al suelo justamente cuando la luz de la lámpara se apagó por
completo. En ese momento Lorenzo se levantó y bajo la montaña tan
rápido como sus piernas le permitieron.


Días pasaron desde el incidente y jamás supo que pasó con Mozo,
nunca encontró rastro de él, por más que buscó. Tampoco se
atrevió a subir a cortar leña de madrugada y mucho menos olvidará
como lucen “Los Dientes del Diablo”.




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