Los reyes

Los reyes

Es sencillo, demasiado sencillo. Decepcionantemente fácil. Sólo tenemos que bloquear la salida de su garaje con unos cuantos troncos y esperar. 
Esperar.
Esperar.
Cerca ya de la medianoche la puerta se abre, el Gordo ve los troncos, grita palabras en un idioma que no entiendo y se baja de su carro. En cuanto sale al frío cortante del exterior se enfrenta a la figura imponente del Negro, entonces comienza a temblar. Sabe que algo malo está a punto de sucederle, pero no puede hacer nada por evitarlo. Me acerco por su espalda, le doy un codazo en la nuca, y cae. Se desploma con el estrépito de un edificio en ruinas. Por un instante temo haberme excedido con el golpe y me inclino sobre su boca. Aún respira, es una enorme masa de carne que respira. Su pecho se hincha y se deshincha de un modo desmesurado, similar al de las estúpidas risotadas con las que se pasea habitualmente por los centros comerciales, se hincha, se deshincha, como si de su movimiento dependiera todo el oxígeno del mundo. Algunos gruñidos llegan del interior del garaje y se mezclan con los aullidos lejanos del bosque.
-¡Rápido! – dice el Negro.
Tenemos que cogerlo entre los tres para arrastrarlo de vuelta a su casa. Está vacía, todos sus ayudantes se han marchado ya, dejando en su ausencia el rastro de un olor dulzón a caramelo líquido que nos avasalla en cuanto entramos. He de reprimir una arcada y abro las ventanas.
-¿Qué haces? – me reprende el Colorado -. Nos vamos a congelar.
No me importa, necesito aire limpio. Busco unas cuerdas y atamos al Gordo a su chimenea. Con esto bastaría, con paladear tranquilamente el paso de los minutos hasta más allá del amanecer ya sabríamos que la victoria es nuestra, pero el Negro parece tener otros planes. No es de los que se conforma con un triunfo plácido. No. Le gusta regodearse, siempre ha sido así, un fanfarrón con cadenas de oro. Comienza a abofetear al Gordo hasta que lo despierta.
-¿De verdad pensaste que nunca descubriríamos dónde vives? – le dice.
-¿Qué… qué queréis? – farfulla el Gordo. 
Su papada se agita en un balanceo hipnótico. Veo el terror en sus ojos, sus mejillas de borracho encendidas. Intenta incorporarse, aparentar que domina la situación, pero una mancha en la entrepierna lo delata. No me da pena. Nunca debió meterse en nuestro territorio. Hasta que llegó él, nosotros éramos los reyes. Los únicos. Nos creíamos tan fuertes que pensamos que nada podría afectarnos, por eso, al principio, le dejamos que hiciera sus negocios pero, poco a poco, año tras año, nos fue arrebatando parte de nuestro mercado. Ahora tiene más poder que nosotros, y no nos queda más remedio que eliminarlo antes de que consiga borrar nuestros nombres para siempre.
-Podéis llevaros mi mercancía. Os diré dónde está, hay suficiente para todos. Siempre hay suficiente – propone en tono suplicante.
El Negro sonríe.
-No es tu mercancía lo que hemos venido a buscar.
-¿Vais… vais a matarme?
-Sólo si nos obligas.
-Entonces qué queréis, ¿qué cojones queréis?
-Pero que sucia tienes la boca – bromea el Negro -. Está muy mal hablar así, ¿lo sabías? ¿Qué pensarían de ti tus clientes si supieran que dices esas palabras tan feas 
-Queremos acabar con tu prestigio – le digo -. Eso es lo único que queremos. A eso hemos venido. Hoy no harás tu entrega, y a partir de mañana ya nadie volverá a confiar en ti.
Empieza a comprender. Hunde la cabeza en el pecho. Juraría que en cualquier momento puede romper a llorar. Los gruñidos del garaje son más fuertes y constantes. El Negro se gira hacia nosotros.
-Ocupaos de eso – nos dice -. No podemos llamar la atención.
Yo miro al Colorado. Él me mira a mí, suspira, se encoge de hombros y se marcha. Los gruñidos crecen antes de que escuchemos nueve disparos. Después el silencio.
-¡¿Qué habéis hecho?! ¡¿Qué habéis hecho, hijos de puta?! 
El Gordo intenta desatarse, se convulsiona como un pistón enloquecido. Resulta perturbador ver a un hombre de su tamaño luchando por ponerse de rodillas. El Negro detiene su rebelión descargándole un simple puñetazo en los riñones. El Gordo se calla, se repliega sobre sí mismo. Ya no es más que un bulto sollozante pero el Negro decide seguir y le hunde la rodilla en el estómago. El Colorado entra de nuevo en la casa y se suma a la fiesta. Con cada golpe el Gordo emite un gemido apagado, un ruidito minúsculo y agudo, irritante, similar al sonido de una fuga en un balón agujereado. 
-Vamos – me dicen -, es divertido.
Me acerco. Zurrarle al Gordo es como zambullirse en un mar de gelatina. Un ejercicio desconcertante y adictivo. Pierdo la noción del tiempo, y sólo me detengo cuando noto una humedad viscosa y caliente en mis dedos. Me levanto. Veo como el charco de sangre del Gordo avanza lentamente por el suelo. Hace juego con el rojo de su traje. Diferentes tonalidades de un mismo color. Me recuerda a un cuadro de Rothko, pero me guardo el pensamiento en la punta de la lengua, si se me ocurriera compartirlo con mis compañeros estoy seguro de que se reirían de mi.
-Vale ya – les digo -. Un poco de compasión, joder, que es Navidad.
El Negro y el Colorado se incorporan. Jadean. Son dos leones hambrientos que se felicitan por haber dado caza a la mayor de las presas. El Gordo se vuelca hacia un costado, escupe varios dientes, tose.
-Los niños… los niños – musita una y otra vez.
Los niños, sí. En pocas horas despertarán. Cuántas lágrimas habrá cuando no encuentren bajo el árbol ninguno de los juguetes que han pedido. Qué más da, pienso, al fin y al cabo dentro de pocos días llegaremos nosotros para resolver todos sus problemas.
Me acerco a la ventana y la cierro. El Colorado tenía razón, hace demasiado frío, pero en el ambiente aún flota el pegajoso hedor a caramelo líquido. No lo soporto.
-¿Alguien se ha acordado de traer incienso? – digo.



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