Memoria

Memoria

MEMORIA

 

– Mi mujer tiene una memoria excepcional.

Veinte años presumiendo de lo mismo. Veinte años advirtiendo, aconsejando, asesorando al desmemoriado, al amenazado por detalles imprevistos, al olvidadizo. Veinte años recurriendo al archivo insondable, pozo profundo, imponderable, de contenidos inextinguibles. Veinte años bendiciendo aquella facultad.

– Pregunta a María Elena. Seguro que ella se acuerda.

– ¡María Elena! ¿En qué fecha fue lo de tía Antonia?

La memoria de María Elena era un prodigio del que todo el mundo se hacía lenguas, que todos sin excepción alababan, admirados de que tal cantidad de información pudiese mantenerse vívida, fresca y disponible en cualquier momento para cualquiera que la necesitase.

Veinte años de matrimonio, tres hijos, todo un pasado común, toda una construcción edificada día a día, momento a momento, paso a paso. Veinte años de lucha conjunta, batiéndose ferozmente codo con codo, contra los ataques del entorno, del mundo en que se sumergieron largo tiempo atrás. Veinte años de vivir, de sentirse, de rozarse en la luz o en la oscuridad, en la voluntad o en la renuencia.

– Veinte años de consentirnos, de perdonarnos, de concedernos, de comprendernos, María Elena – murmuró el hombre.

Ella no respondió. La luz de la lámpara tembló con el revoloteo de una mariposa nocturna.

– Veinte años de esforzarnos, de trabajar, de edificar, de sacar adelante a esos tres hijos, a esos tres retazos de gloria con que Dios premió y bendijo nuestro matrimonio, María Elena – susurró él. Su voz era tenue, agridulce, ambivalente, mezcla de toda la gama de sentimientos que de pronto se agolparon en su garganta, impidiéndole elevar el volumen como hubiera deseado.

Permaneció en silencio la mujer. Pálidas las manos, extendidas sobre la falda oscura, forzadas a la inmovilidad por un gesto volitivo de su dueña.

– Veinte años de constancia, María Elena, veinte años de amor de esposos, de esperanza, de ilusión, de confirmación día tras día de la verdad de la palabra que un día nos dimos ante el altar – se apagaba el susurro, se agotaba el gemido, se extinguía el aliento que impulsaba las palabras.

¡Si al menos ella le hubiera hecho un reproche! ¡Si al menos le hubiera insultado, se hubiera quejado!

Pero ella callaba. Calló desde el primer momento en que él, confuso, avergonzado, aniquilado por la culpa y la pérdida inminente de su propia autoestima, se vio precisado a confesar su crimen.

– Te he engañado, María Elena – la confesión había salido a borbotones de su garganta – te he mentido. No estuve en Bilbao trabajando la semana pasada, estuve con otra mujer. Es cierto, no sé cómo pude hacerlo,
pero… lo hice.

– Necesitaba… necesitaba confesártelo, querida – ante el silencio inexplicable de la esposa, él se había llenado de desazón, de estupor, de malestar, en lugar de aliviarse con la vomitona de sus iniquidades – dime, dime que me perdonas, dime que lo comprendes, yo…

Como ella callaba y se limitaba a mirarle con expresión indefinible, inextricable, él se sintió en la necesidad de completar la narración de su culpa.

– La… la conozco hace tiempo, no creas, pero nunca, nunca creí que sería capaz de mentirte, de componer un engaño tan estructurado. En realidad, no me hice demasiadas reflexiones, sólo… sólo cedí a la tentación, María Elena, a la tentación de la edad, de los cincuenta años sobrepasados que duelen, duelen y pesan y se hacen insoportables por las mañanas frente al espejo que nos devuelve esa imagen fría, despojada de ornamentos habituales, desnuda de cobertores piadosos. Yo…

Suspendida la meditación, la justificación ¿acaso ella se la había pedido?, se detuvo angustiado, agigantada su estólida y vulgar hazaña por el silencio de la esposa.

– Veinte años, María Elena, veinte años construyendo – ya había encontrado el filón a explotar, agotadas las posibilidades de excusar la falta, llegaron las consideraciones a someter al buen juicio, a la preponderancia del raciocinio sobre explosiones emocionales ¿acaso las había?

– Veinte años de convivencia, de cotidianidad deslizada de la mano del amor, de la amistad, María Elena, veinte años de querernos en silencio y a voces, veinte años de vivir momentos de tensión insostenible que explotaron siempre a favor de la supervivencia de un cariño que ya venía consolidado desde los primeros tropezoncillos del noviazgo.

Suspiró la mujer, exhalando aires inhalados quién sabía en qué momento de la conversación. Reacomodó su postura en la butaca y tornó a su observación silenciosa de la figura empequeñecida, humillada, dolida del esposo sentado tan cerca y tan lejos. Aguardó él, esperanzado ante el movimiento de ella, pero ningún sonido se produjo. María Elena no despegó los labios, tan sólo le miró ¿realmente le miraba? y continuó su silenciosa escucha ¿le escuchaba?

– ¿Me escuchas, María Elena? – la voz del hombre se iba quebrando, falta de  fuerzas – ¿Me comprendes? ¿Me perdonas? ¡María Elena! ¡Veinte años no pueden destruirse por una nonada de una semana, por una aventurilla sin implicaciones sentimentales, que en nada ha menguado el cariño, el respeto, la adoración que por ti siento!

Siempre en silencio, María Elena renovó la poderosa acción con la que desde hacía largo rato, había logrado inhibir su capacidad auditiva, convirtiendo en un murmullo amorfo y sin contenido el discurso de su esposo. No quería oírle, no necesitaba oírle. ¿Para qué? ¿Qué importancia tenía la estulta acción de una semana de eyaculaciones dispensadas a tontas y a locas en sabía Dios qué albergue de amores turbios? ¿Creería él, pobre iluso, que podía herirla con aquel dispendio de simiente despreciable? ¿Qué importaba aquella angustiosa vindicación de juventud residual junto a las verdaderas afrentas que poblaron su relación de veinte años y que él ignorara, apartara, relegara unilateralmente al basurero de los actos a olvidar?

Su prodigiosa retentiva estaba poniendo a su disposición, desde que el hombre iniciara su confesión, toda una secuencia de imágenes, palabras, gestos, frases, actitudes y sensaciones que veinte años de convivencia matrimonial no habían logrado ni siquiera emborronar. Y no cabía el perdón donde no existía el olvido.

Ante su ánimo perturbado desfilaron escenas nítidas, vívidas, ni siquiera empañadas por el paso del tiempo, generadoras de estremecedoras conmociones, fijadas a perpetuidad tanto su impresión eidética como su colorido emocional. Momentos de abandono, de rechazo, de llanto infructuoso, de sinrazón, de inclemencia.

Días de amargura de novia dócil, abrumada por las demandas, los celos, las arbitrariedades y las injusticias del varón triunfante. Noches de dolor de esposa desflorada, desconcertada por el brutal desgarro de su interior ternura, sometida a la tiranía despiadada del débito conyugal. Tardes de soledad de madre primípara, desazonada por la inexperiencia de las manifestaciones misteriosas del bebé déspota, aislada por la fuga egoísta y la incuria del padre irresponsable.

Y, luego, momentos de humillación silenciosa, de lágrimas sorbidas en la oscuridad propicia de un cuarto de baño, de una habitación aislada, huyendo del enfrentamiento del público erudito a la mofa inclemente de su oscura condición de madre ignara, a la mirada despectiva ante su ingenua manifestación de esposa iletrada. Instantes de implosión de angustias íntimas ferozmente reprimidas ante la expectación de la sociedad de él, sólo de él, de sus amigos, de sus compañeros, de sus contertulios, de sus camaradas.

– Veinte años María Elena, veinte años de desgastar juntos la vida, el tiempo, la juventud, el ocio, el trabajo – el haz de verborrea que brotaba de la boca del hombre llegó de nuevo a los oídos de la mujer, atravesando tenaz la brumosa ofuscación de su consciencia ocluida por la memoria.

– Veinte años – ya no escuchó más. De nuevo, pautas indestructibles de viejas infamias se superpusieron al aquí y ahora. De nuevo, imágenes claras, impecables, tersas, resplandecientes entre la luz de los recuerdos, se interpusieron entre las disculpas, las justificaciones, las consideraciones, las súplicas del hombre y la memoria inmisericorde de la mujer.

Cloto que hilaba el filamento de los recuerdos, Láquesis que devanaba el hilo de las reminiscencias, no había Átropos piadosa que abatiera su guadaña sobre el manar continuo, sobreabundante, incontenible, desmesurado, inhumano de la memoria despiadada de María Elena.

 

Ana Martos Rubio




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