Mi ángel
Entré en aquel local en busca urgente de una buena taza de algo que consiguiera arrebatar (o al menos lo intentara) el frío que recorría mi cuerpo.
Era una tarde lluviosa de un viernes de diciembre y hacía mucho frío.
Me acomodé en la primera mesa libre que descubrí y suspiré. Mientras me quitaba las mil y una piezas de ropa que llevaba encima, una jovencita de unos veintitantos años me mostró la carta y no tardé demasiado en pedir. Me decidí por una taza de chocolate caliente con un poquito de nata y nubecitas de colores por encima.
Mientras esperaba aquel delicioso y empalagoso tentempié, contemplaba con cierto misterio las paredes que cubrían aquella cafetería. No era un lugar grande y tampoco estéticamente bonito; las paredes eran de un color marrón oscuro que le daba un toque cálido al entorno. Los muebles que adornaban, eran la mayoría de madera desgastada, así que supuse que ese lugar era de los de toda la vida. Pero se respiraba buen ambiente y eso me gustaba.
No pasaron más de cinco minutos y la misma jovencita se ocupó en traerme la bomba calórica que había pedido.
Que lo disfrutes – expresó con una sonrisa.
Gracias.
Al rodear mis manos en esa larga tacita de color nude pensé que sería mejor dejarlo enfriar unos minutos si no quería abrasarme la lengua.
Cogí el móvil y revisé los mensajes: había uno de mi madre, que me preguntaba si había llegado ya a casa de la abuela.
No. No había llegado aún a casa de la abuela y tampoco tenía intención de correr hacia ella. Tenía ganas, claro que sí. Tenía ganas de verla, de abrazarla… pero a ella, a mi abuela, a la que casi se le caían las lágrimas y me rebozaba de abrazos al verme.
Teníamos un vínculo muy fuerte, pues era como mi segunda madre. Cada día, cuando era pequeña y salía del colegio, ella me recogía e íbamos a una cafetería en la plaza Corsini. Me compraba la pasta de chocolate más grande que había en el aparador y siempre me decía ‘pero no se lo digas a tu madre, será nuestro secreto, ¿vale?’ Después, me llevaba al Balcón del Mediterráneo y nos inventábamos historias sobre dónde iría la gente que pasaba por allí. Era quizás, mi parte favorita del día.
Pero ahora mi segunda madre ya no se acordaba de mi. Y yo no sabía como afrontar eso.
Terminé de beberme la lava con sabor a cacao y miré por la ventana. Las pocas almas que se dejaban ver se resguardaban acurrucadas del frío con sus propios abrigos al caminar. Era raro que hiciera tanto frío, pero las noticias habían avisado que vendría una de las olas de frío más gélidas, posiblemente de todo el invierno. Así que me tapé bien, cogí mis pertenencias, me acerqué a la barra y pagué.
Me despedí con gesto simpático, abrí la puerta y empecé a avanzar batallando con aquel gélido viento que agredía las calles de Tarragona.
Aceleré el paso para llegar pronto a casa de la abuela. De camino, comenzaron a caer diminutos copos de nieve que me hicieron recordar los buenos tiempos de mi infancia. Cuando era pequeña y nevaba por Prades, mis abuelos aprovechaban para llevarnos a mis primos y a mi para que jugáramos un rato con la nieve. O ese era el plan, porque al final nos quedábamos nosotros en el coche helados de frío, riéndonos a carcajadas viendo como mis abuelos peleaban para ver quién se lanzaba la bola de nieve más grande. ¿En qué parte del camino se quedó esa época de inocencia y bienestar?
En ese momento empezó a nevar con más fuerza y el frío me devolvió a la realidad.
Llegué al portal y a medida que subía por el ascensor deseaba con todas mis fuerzas que Samantha se hubiera acordado de poner la calefacción.
Abrí con celeridad la puerta y al entrar, una brisa cálida se introdujo en el interior de mi cutis queriéndome decir que ya estaba a salvo de aquella ventisca helada que azotaba la ciudad.
Hola, nena. ¿Mucho frío? – Me saludó Sam desde la cocina.
Hmmm… la verdad, estaba pensando en ir a la playa a darme un baño, ¿te vienes? – vacilé irónica.
Me sonrió y se dirigió a mí con los brazos abiertos. Entre los estudios y el trabajo, hacía unas cuantas semanas que no nos veíamos.
Conozco a Sam desde que ella tenía seis años y yo cuatro. Mi abuela la cuidaba cuando sus padres trabajaban y no podían quedarse con ella. La dejaban en su casa y juntas pasábamos las horas. Era la prima que nunca tuve. Pero ahora los roles habían cambiado. Ella había estudiado Educación Social y era ella quien cuidaba casi siempre de la abuela.
¿Como está? – pregunté mientras me destapaba.
Bueno, ha tenido días mejores. – Enseñándome su antebrazo – Se ha agobiado y al querer tranquilizarla me ha arañado. Pero no te preocupes, parece que ahora está más tranquila. Está en su cama.
—
Hola abuela, ¿cómo estás? – le sonreí.
Sabía que no me contestaría. A estas alturas preguntarle algo a la abuela era como hablar con tu mascota, que la quieres con toda tu alma y le preguntas cosas aún sabiendo que nunca contestará. Pero en el botecito metafórico de la esperanza, aún quedaban gotitas que no tenía intención de desperdiciar.
Poco a poco subió la cabeza y me miró con el ceño fruncido. No sonreía. Me aguanto la mirada durante dos segundos y lo soltó:
Vete de mi casa y de mi vida.
—
A diferencia de mi, el sábado amaneció tranquilo. No me podía sacar ese cuchillo de palabras clavado en lo más hondo de mi pecho. Yo sabía que no lo dijo en serio. ‘Son cosas de la enfermedad’ me repetía a mi misma cientos de veces. Y no fueron quizás las palabras lo que me despedazaron. Fue el hecho de saber que eso no era buena señal. Que iba de mal en peor. Y sabía que algún día ésto llegaría, pero nadie está realmente preparado para ello.
A pesar de mis pocas ganas de salir de casa, mi consciencia me empujó hacia la calle. Hacía menos frío que ayer pero había un poco más de viento, y las luces de navidad colgadas desde los edificios paralelos bailaban sin cesar.
Un aroma de pan recién hecho proveniente de una pastelería a diez metros de mi, me dió la idea de comprar algo de almuerzo y así lo hice.
Elegí varias pastas al azar y las galletas favoritas de mi abuela. Pagué y me apresuré a llegar a su casa.
Cuando llegué, saludé a Sam y sin quitarme el abrigo fui directamente hacia su habitación.
¡Buenos días! Mira lo que he traído sóooolo para ti – saqué de la bolsa otra bolsita transparente y se la enseñé. – ¡Galletas del Maginet! A ver… sé que normalmente se comen después de comer pero ahora mismo te voy a hacer un chocolate calentito y, ¿quién te dice a ti que no puede ser el almuerzo perfecto?
Las galletas del Maginet son una especie de barquillos en forma de abanico que se suelen preparar por Navidad y a mi abuela le encantan. Era lo primero que apuntaba cada año en la lista de la compra navideña, pero ese año, me adelanté.
Cuando me giré para dirigirme hacia la puerta me cogió la mano. Me volví hacia ella sorprendida y me sonrió. Y yo sonreí también.
Te quiero mucho, abuela. – Y la abracé muy fuerte.
—
Seguí paso por paso la receta casera que mi abuelo dejó escrita en la nevera y, al cabo de diez minutos, estaba lista para degustar. Vertí una generosa cantidad en un vaso azul cielo de tamaño medio que, para no quemarme, sujeté con un trapo. Recorrí el pasillo en pocos segundos y cuando llegué a la habitación, me senté al borde de la cama sin quitarle ojo al chocolate para que no se derramara.
Abuela, mira que te traigo.
La miré. Tenía los ojos cerrados y la boca medio abierta. Su faz estaba pálida. Tragué saliva. Al tocarla con la única mano libre que me quedaba, mi corazón empezó a bombear con más fuerza. Estaba fría.
Abuela, mírame. Por favor, mírame. – le cogí la mano, pero no obtuve respuesta.
—
Siempre recordaré las meriendas junto a ti. Las mil historias inventadas por nosotras. Los veranos en la playa cada fin de semana. Los inviernos en la nieve.
La manía que tenías en ponerle colores vivos a mis días grises. Esa manía tuya que te hacía tan especial.
No lloré. Porque ese frígido y triste día de diciembre, el cielo había ganado un ángel. Y por fin, mi ángel podría descansar en paz.
0 Comentarios