Mi tía María
Todos los martes a eso de las cinco, paso a ver a María. Está ingresada en un asilo desde hace muchos años y curiosamente yo no la conozco de nada.
Todo empezó una tarde de primavera, solía salir a pasear aprovechando el buen tiempo. Necesitaba desintoxicarme de las duras jornadas de trabajo y caminar por aquella zona arbolada era para mí el mejor sitio para desconectar. Justo al lado, a unos pocos metros se encontraba el asilo. Sentada en una silla de ruedas estaba María. Era una anciana de ochenta y tantos años, rondando los noventa, y se asomaba al otro lado de la verja que rodeaba el jardín del centro en el que estaba.
La primera vez que me vio me llamó alegremente: “Laura”, me dijo. Yo me giré más por saber si había alguien tras de mí y no me había fijado, que por creer que fuera yo a la que llamaba, pero no era así, se refería a mí y sin duda se estaba confundiendo.
– Se confunde de persona, acerté a decirle mientras continuaba el ritmo de mi carrera.
Semana tras semana la anciana seguía llamándome, hasta que un día me paré frente a ella con la determinación de sacarla de su error. En lugar de ello, no sé cómo empezamos a charlar.
Según pude deducir me confundía con una sobrina suya, hija de su hermana la menor, a la que siempre le había tenido mucho cariño. Me miraba con tanta ilusión y un brillo en los ojos que no me vi con fuerzas de sacarla de su error. Así que, casi sin darme cuenta, empecé a venir todos los martes hacia la misma hora a hablar con ella. Yo le seguía la conversación embelesada, aunque la mayor parte del tiempo era ella la que me hablaba y hablaba habitualmente de lo mismo pues olvidaba casi en su totalidad las conversaciones mantenidas de una vez para otra.
En el centro dieron por hecho que yo era realmente su sobrina Laura, o quizás se dieron cuenta de que María estaba muy sola, y me dejaban pasar al jardín durante la media hora de visita.
Fue así como supe que había perdido a su marido muy joven. Que se puso a trabajar para una modista, (tenía nociones básicas de corte y confección) para poder sacar adelante a sus tres hijos ya que con la pensión de viudedad no le llegaba.
Un día sacó un pequeño cartón amarillento del que colgaba un cordoncito. “Es mi carné de baile” me dijo orgullosa. Lo miré detalladamente. Tenía en un lado escrito el nombre de una pieza musical y a continuación, escrito de su puño y letra, iba el nombre del caballero que le pedía bailar esa canción. Tenía bastantes nombres. “Vaya, pensé, había sido toda una rompecorazones”. Me reí disimuladamente.
Y así hasta el día de hoy. No me canso de escucharla, de hecho estoy deseando que llegue el martes para ver a “mi tía María”