Mis manos
Habíamos pasado la noche en una fiesta de mal gusto de esas que se daban mucho en La Habana, donde es tradición llevar al alma de la fiesta a la sala de emergencias en una procesión de borrachos. Llegamos a casa justo al amanecer y nos tumbamos en nuestro maravilloso kingzise de agujeros y ácaros. Disfrutamos de nuestra cotidianidad como nunca antes, como si supiéramos que al despertar todo cambiaría. Fue ese el día que perdí mis manos. Lo noté instantáneamente cuando quise enredar mis dedos en tu cabello despeinado mientras dormías, pero terminé despertándote de un grito y tu reacción por supuesto fué fúrica. Lo primero que hiciste fue acusarme de habérmelas comido, sospechando que ese mal hábito de morderme los cueros de los dedos se había salido de control. Yo lógicamente también sospeché de tí, porque era un hábito compartido. Pero bastó un segundo vistazo darse cuenta que esas no eran marcas ni de tus dientes ni de los míos, y que habían simplemente desaparecido con sorprendente sutileza. Mis brazos por su lado permanecían adormecidos, podía sentir solo las muy altas temperaturas, y sin embargo mis percepciones eran débiles, como si mi piel se hubiera declarado en huelga por la pérdida. Yo en cambio decidí esperar pacientemente el día que volviera a mí mientras aprendía a convivir con mis brazos solitarios, me parecía lo más maduro. Había leído alguna vez sobre los aspectos psicológicos de la amputación, entendía que debía superar mis propios obstáculos hasta llegar a la aceptación y el optimismo. Pero yo no había sufrido ninguna amputación, no viví ningún suceso que me ayudara a comprenderlo. Viví algo que no tenía explicación ni pasos a seguir. Claro que el dolor no tardó en llegar, y se volvió aún peor . “No dejes que esto se te salga de las manos”bromeabas, cínico e indiferente. No podía vivir sin mis manos, comiendo como un perro, sin poder fumar, sin poder tocarte. No lo entendías, y yo no paraba de buscarlas histérica, por todas partes, revolcando una y otra vez la habitación hasta desarmarla.
No bastaba. Los demás tampoco sabían qué decirme o qué hacer. Llegaron a visitarme un par de veces, sin pasar de la puerta de la habitación. Supongo que les aterraba entrar y verme así, o que se rumoreaba que podría ser contagioso. Los demás se negaron siquiera a verme, acusaban a mis manos de ser cómplices de algún delito del que no quería hablar, y ciertamente nunca dí declaraciones de ningún tipo. Sabía que sólo querían darle respuesta al misterioso fenómeno que estaba padeciendo y que se hubieran conformado con cualquier cosa. Los dejé hablar. Todos opinaban pero nadie hacía nada. Excepto tú. Te quedaste conmigo un buen tiempo sin decir una sola palabra, limitándote a abrazarme de vez en cuando y a esconder en lo posible tus manos de mi vista, para que no echara de menos las mías. Incluso movías un poco las cosas cada semana, como fingiendo buscarlas. Pero ambos sabíamos que no estaban allí. A esas alturas sólo me planteaba mejorar escribiendo con el lápiz en la boca o en los pies. Con poder al menos acariciarte con más soltura y gracia me hubiera conformado. Pero así fueron sucediendo las cosas, preocupándome cada vez más por adaptarme que por volver a ser lo que era; había perdido la esperanza de toda posible recuperación, me había rendido. Lo más duro sin duda fue perderte en el camino, nunca llegué a entenderte del todo y sin embargo todo me pareció predecible. Sabía que perder eso de tocarnos resultaría devastador, que habían códigos que sólo podían leerse en braille. Y yo, que pasé tantos días imaginando los posibles escenarios en los que mis manos me salvaban de estrellar mi cara contra el piso, para terminar aquí, con todos los escenarios vividos, imaginando que estás para recogerme.