Mortífero
1
Existe
una leyenda en la que se cuenta, por muy ficticia que parezca, que la muerte,
alguna vez sintió amor. Siempre, he creído que es más una historia de horror,
que, de amor. Sin embargo, jamás ha dejado de parecerme romántica. El hecho de
que una deidad tan lúgubre y temida haya sentido aquél sentimiento que ha
matado a más de un hombre, es digno de admirar. La leyenda transcurre en
aquellos años que la paz y la tranquilidad reinaban, dónde las ciudades eran
pueblos y los pueblos eran bosques. Dónde La Muerte, estaba escaso de trabajo.
Una
joven chica de un pequeño pueblo estaba acostumbrada a pasear todos los
domingos por un parque peatonal a unas cuadras de su casa, siempre iba a
recoger flores pues a esta le encantaba dárselas a la madre enferma. Era una niña
muy inocente, de unos 16 o 17 años, con una piel tan suave y delicada como
aquellas rosas que yacían sembradas en aquellos grandes rosales del parque, tan
pálida que podía tener brillo propio. Era tan hermosa que tenía decenas de
pretendientes en el pueblo, pero ella, tan dulce e inocente, sólo podía estar
enamorada de una sola persona. Cerca del parque vivía un buenmozo joven que era
un par de años mayor que ella, era el dueño del rosal y cada que Sofía (la
chica protagonista de esta historia) visitaba el mismo, aprovechaba para verlo
y hablar por horas con el joven Alejandro, pues su amor era mutuo, un par de
almas juveniles emancipadas por el sentimiento del amor, siempre ensimismados
en su extraña relación de amigos. jamás se percataban de lo sucedía en la vida
real.
Un
día, a Alejandro, al joven y alegre muchacho, le tocaba morir. La Muerte
deambulaba por el rosal, marchitando cada rosa a su paso, acercándose de manera
taciturna al hombre. Iba con sus manos abiertas para tomar a Alejandro entre
sus brazos y llevárselo del mundo en el que éste decía vivir feliz. Pero algo
lo detuvo, pues la lúgubre entidad observó a una chica caminando de manera
alegre por entre las rosas, sin cortarse, sin hacerse el mínimo rasguño. “¿Qué sucede?” Se preguntaba la muerte, “¿cómo es posible que alguien pueda
camuflajearse con el brillo de las rosas?” La siguió por la curiosidad de
saber quién era, porque jamás había visto a alguien tan hermosa andar de manera
tan tranquila por las calles de tan pequeño mundo. ¿Acaso la muerte no sabía de
ella? ¡Pues no! No lo sabía, y eso era lo que más le inquietaba a la inmortal
presencia, “¡Estaba seguro de que no era
una creación humana, era una creación divina!” Y para su sorpresa, era la
causa de que el joven Alejandro estuviera feliz, y Alejandro era la causa de
que ella también lo estuviera. Ambos eran aquella unión divina predicha en
cualquier profecía que pudiese existir. Ambos emanaban aquella felicidad y
jovialidad que podría caracterizar a cualquier adolescente. La divina y
espectral presencia quería hacerse dueño de esa hermosa creación de la
naturaleza, ¡pero no era un ser material! ¿cómo un humano podría enamorarse de
algo que no ve ni siente? Eso era deprimente, pero La Muerte, a pesar de su
tristeza, jamás se resignó, quería darle a demostrar por sobre todas las cosas,
que él, la aparición que más aterrorizaba a todo hombre, podría resguardar de ella,
por el resto de la eternidad.
—
¡Nadie podrá hacerle daño a tal creación divina mientras yo esté vivo! —Exclamó
La Muerte, mientras observaba a la pareja de enamorados abrazarse— Y si alguien
osa de molestarla, entristecerla, maldecirla, desearle el mal, infringirle el
odio, ¡morirá! Pero si alguien más pretende hacerla feliz, yo por mi parte, me
encargaré de que esa persona, con sus buenas intenciones también viva, ¡pues su
felicidad lo vale todo! Y yo, haré hasta lo imposible para que así sea. —La
Muerte permaneció detrás de los dos enamorados, cubriéndolos con su túnica
oscura y fría. Alejandro no murió ese día, pues éste, era la causa de que la
protegida, fuese feliz.
Sofía
regresó a su casa después de un largo día de estar con Alejandro, con un
canasto lleno de rosas blancas y rojas, que la mismísima muerte se había
encargado de que las mismas, jamás se marchitasen mientras el siguiera junto a
Sofía. Eran las rosas más hermosas que alguna vez Sofía habría recolectado,
eran brillantes y olorosas, carecían de espinas y aún mantenían el rocío
matutino a pesar de que el sol se estaba escondiendo, pues un nuevo atardecer
se acercaba. La madre de Sofía estaba enferma de una fuerte gripe que arrasaba
con toda la aldea, no era mortal, pero sí peligrosa pues podía desencadenar
otro tipo de enfermedades. La señora Rocío siempre estaba postrada en cama
tomando algunos medicamentos que los confiables doctores recetaban para la cura
inmediata o rápida del virus, pero cuando Sofía llegaba a traerle flores, Rocío
siempre se levantaba de la misma y la recibía con mucha alegría y emoción, pues
decía que, aunque sentía que fuese a morir, su hermosa hija la llenaba de vida.
Sin embargo, Sofía no era la única hija de la señora Rocío, también estaba el
caballero y señor Alfonso, que, aún con 32 años, no llevaba ni un pan a la
casa. Era el dolor de cabeza más grande de ambas mujeres del hogar, pues el
pobre hombre sufría de alcoholismo y duraba noches sin volver a su hogar
dejando una preocupación muy grande en la familia y un dolor insoportable al
sentir el repugnante olor del ron casero y notar su fuerte rabia hacia la
existencia de la pequeña Sofía, pues éste decía, que ella, tan pura y santa, se
había convertido en el reemplazo del mismo, arruinando su vida por completo.
Pero aun así Sofía, no odiaba a su hermano y siempre que podía le llevaba un
pan o unas galletas que compraba en el pueblo ya que a este le encantaban.
Esa
noche, todo fluía con normalidad, La Muerte yacía escondida en una esquina
oscura de la habitación observando cómo moría lentamente la madre de la pequeña
niña sin su intervención divina. Había muchas cosas que la muerte no entendía
del mundo, pues ésta sólo salía de su hogar para asechar y llevarse otra alma.
Jamás le dio tiempo de entender al humano, pues a ésta omnipotente presencia se
le encargaba llevárselos. Alfonso acababa de llegar y para sorpresa de la pequeña
familia, esta vez también estaba borracho. La Muerte, inmediatamente se percató
del sentimiento que emanaba del hombre mayor, era un odio imparable que iba más
allá de su propio ser. Éste entró sin pronunciar ni una sola palabra al humilde
hogar y apenas vio a su pequeña e inocente hermana, comenzó a insultarla,
culpándola de crímenes que ni un demonio sería capaz de cometer. La enferma
madre, preocupada por el estado de su hijo se levanta de cama, e inmediatamente
le da un ataque de tos, La Muerte, observando toda la situación maravillado,
permanecía escondido en su esquina, viendo cómo los humanos reaccionaban a las
distintas situaciones que se le podían presentar de un momento a otro. Sin
embargo, las cosas se salieron de control, el furioso hermano se abalanzó sobre
la pequeña niña y con sus fuertes manos comenzó a estrangularla, y ésta, con
sus delicadas manos, sólo le daba fuerzas para intentar alejar a su hermano de
sí misma. Su madre en crisis de tos no podía levantarse y ayudar a su dulce
hija que se encontraba en peligro, cómo muchas veces antes lo había hecho. La
Muerte, furiosa al ver las lágrimas correr y el intento de gritar de su
protegida, comenzó a acercarse lentamente por la espalda del endemoniado
hombre, mientras observaba cómo la pequeña comenzaba a perder la razón y, el
espectro, con un sentimiento que jamás había conocido en su vida, al tener a
Alfonso frente a él, tocó su hombro, como si de un amigo se tratara, como si
brindarle paz fuese el principal objetivo de la taciturna presencia.
Inmediatamente, Alfonso soltó a Sofía y tomó su pecho entre sus manos, apretaba
sus dientes y comenzaba a perder el conocimiento, el equilibrio, la voz, la
respiración, la vida. Sus ojos viraban hacia arriba y su boca emanaba espuma.
Sofía y Rocío corrieron rápidamente hacia su pariente moribundo, y ambas con
lágrimas en sus mejillas llorando desgarradoramente, tomaban a Alfonso entre
sus brazos y con fuerza gritaban al cielo, implorándole al mismísimo Dios que
se los devolviera, que se las llevara a ellas. Lo abrazaban con fuerza, pues
sentían que su forma física también se iría del lugar. Estaban desoladas,
deprimidas y dolidas. Era la muerte del amor de sus vidas, había muerto alguien
importante para ambas. La Muerte, observaba con delicadeza y compasión la
situación, parecía comprender el dolor de los humanos y comenzar a sentirlo,
ver a su protegida tan deprimida y desconsolada comenzaba a hacerle sentir todo
tipo de sentimiento que jamás en su vida se había imaginado sentir. La Muerte
se arrodilló junto a ellas, y lloró. Lloró como jamás lo había hecho en su
vida, de forma desconsolada, con llantos y lamentos, con lágrimas frías y
gritos al viento, maldiciones y juramentos malditos que jamás habían salido de
su boca. ¿La muerte podía sentir? ¿algo tan imposible podía llegar a ser tan real?
Y era tanto el dolor, que el llanto de la muerte se convirtió en lluvia, y la
lluvia en el llanto de Rocío y Sofía.
2
Alejandro
y Sofía comenzaban a estar más unidos, y La Muerte protegiendo de que nada le
pase a la fuente de felicidad más grande del mundo también permanecía con ellos.
Sin embargo, hasta en el día más soleado pueden caer gotas de lluvia.
Alejandro, trabajaba en el rosal con su padre, pues el campo de rosas era la
fuente de economía de la familia, el joven muchacho era alguien bastante
trabajador y apasionado. Sin embargo, era un muchacho demasiado ensimismado y,
por lo tanto, muy despistado en el trabajo. Su padre era alguien bastante
estricto y muy controlador con Alejandro, pues no quería que éste descuidara el
campo ya que el viejo hombre pretendía dejarle las tierras a su pequeño y único
hijo. Alejandro y Sofía se veían a escondidas y, luego de tanto tiempo, ambos
fueron descubiertos. La separación de ambos desconcentró a Alejandro de manera
poco común, le quitaba el apetito, las fuerzas, las ganas de trabajar. Su
padre, al darse cuenta de tal situación comenzó a maltratarlo tanto física como
verbalmente, lo explotaba y lo obligaba a levantarse de su cama a trabajar. La
pequeña Sofía, triste y deprimida por la falta de su enamorado y la partida de
su hermano, pasaba noches enteras llorando de manera desconsolada y la lúgubre
presencia, con su túnica fría, intentaba arropar a la hermosa niña y protegerla
hasta que la misma dejara de llorar y se quedara dormida. El muchacho,
Alejandro, le enviaba cartas proclamándole su amor y deseo, que la extrañaba de
manera infernal y que su amor por ella jamás se apagaría. Sofía le respondía
muchas de las cartas e incluso le enviaba más de lo esperado, pero, aun así, a
pesar de los tantos intentos de comunicarse con Alejandro, Sofía, pocas veces
recibía respuesta. El viejo y obstinado padre de Alejandro al ver las cartas llegar
al buzón las quemaba junto con la hierba mala del campo, pocas veces el
muchacho llegaba a ver algunas. El viejo hombre pedía y recomendaba que
Alejandro dejara de verla, porque ella, era un ancla, porque todas las mujeres
lo eran, no lo iban a dejar avanzar y siempre estaría estancado en la vida.
La
realidad era que, a los dos hombres, los había abandonado la misma mujer hacía
muchos años ya. La madre de Alejandro, se fue del hogar en el que pretendía
criar a su hijo toda la vida cuando éste sólo tenía 7 años, el padre, furioso y
despechado comenzó a criar a su hijo con fuerza y actitud para que éste no
pasara lo mismo por lo que él. Sin embargo, los años de niñez fueron muy
diferentes a partir de ahí. Alfonso, con tan sólo 8 años de edad comenzaría a
trabajar para su padre, sin recibir ningún tipo de recompensa ni gratificación,
el viejo hombre trataba de mal en peor al pobre niño, que mientras pasaban los
años más iba perdiendo la inocencia. Los maltratos verbales y mentales que
infringía en el pequeño cada día empeoraban más, pues poco a poco iban
convirtiendo al aún niño, en todo un hombre.
Una
mañana cálida, llegó al buzón de Sofía, una pequeña carta. Sólo tenía unas
cuantas palabras que notificaban una noticia esperanzadora, pues Alejandro, por
fin sería capaz de ver a Sofía. Sin embargo, es menester dar una explicación
detallada de cómo las decisiones de un viejo terco pudieron cambiar de la noche
a la mañana.
Alejandro
comenzaba a tenerle resentimiento a su padre, pues sabía que, por culpa del
mismo, él jamás sería feliz. El ancla no era Sofía, el ancla era él. Su padre,
el hombre que dio todo por él, el único que daría su vida por el joven
muchacho. ¡Y era claro que lo era! Todo llevaba a esa respuesta, que el padre,
jamás lo dejaría avanzar. Jamás lo dejaría ser feliz.
Alejandro,
comenzaría a dejar de ser el mismo, y La Muerte, se dio cuenta de eso. Dejaron
de llegarle cartas a Sofía y ésta, se preocupaba cada vez más. El juramento de
la muerte fue el de ayudar y proteger a todo aquel que hiciera feliz a su
protegida y, por lo tanto, tendría que mantener vigilado a Alejandro. Una noche
fría, la muerte se encontraba deambulando por los distintos hogares del centro
del pueblo junto con Sofía, pues ésta, buscaba desesperadamente un medicamento
para la fiebre de la madre. Sin embargo, un sentimiento bastante conocido llegó
al espectro y, en un pequeño movimiento, llegó hasta el lugar del que se
producía el mismo. Alejandro, yacía recostado de su cama dura y sucia, leyendo
un libro de algún poeta maldito que probablemente su alma ya era posesión de La
Muerte. Su cara no reflejaba nada más que serenidad, sin embargo, de su alma
emanaba el odio más grande y puro que la muerte sintió jamás. Sofía estaba a
salvo, por lo tanto, no había de que preocuparse y, estar con Alejandro, era la
única forma de saber si él realmente la haría feliz a ella. Alejandro dejó el
libro sobre una mesa de noche que sostenía una lámpara que le daba brillo a la
habitación mientras leía. Se sentó sobre la cama y tomó una escopeta doble
cañón del costado de la misma que pertenecía a su padre, éste la usaba para
cazar algunas codornices cómo pasatiempo. Probablemente al joven muchacho le
tocaba hacer la guardia de la noche. Revisó su munición y se percató de que
ambos cañones tuvieran balas. La Muerte, había presenciado esa escena mucho
tiempo antes, cuando un joven muchacho, lleno de odio, atentó contra toda su
familia, sin embargo, sabía que esta vez era diferente. El chico se levantó de
la cama y caminó con detenimiento, cómo si quisiera que ni los demonios lo
escuchasen. Pisaba el piso de forma taciturna, con calma, con parsimonia. No
quería que nadie lo escuchara y eso se notaba a leguas. El padre reposaba dormido
en su cama, las luces de su habitación se encontraban apagadas y las ventanas
cerradas. La lluvia comenzó a caer y fuertes truenos y rayos comenzaron a
quebrantar el silencio lúgubre de la satánica escena. El hijo, que con sumo
cuidado llegó a la puerta de la habitación de su padre, comenzó a abrir la
misma de forma delicada, metiendo cada parte de su cuerpo con tanta lentitud
posible, para hacer el menor ruido. La lluvia, que caía sobre la ventana de la
habitación, era el único sonido que se escuchaba en el hogar y, los fuertes
ronquidos del señor, estaban siendo opacados por el fuerte latir del corazón de
su hijo. Que a pesar de que estaba completamente decidido, estaba muy asustado,
porque sabía que, lo que haría, jamás tendría reparación.
Alejandro,
poseído por la rabia, le quitó el seguro a la escopeta y apuntó a la cabeza de
su padre que yacía en un profundo sueño, La Muerte, que en todo momento
observaba y se mantenía a las espaldas del mismo, detallaba cada movimiento y
sentimiento del pobre chico que, aunque se sentía seguro, su sufrimiento
interior emanaba por sus ojos, pues sus lágrimas, eran la muestra de que
realmente le dolía. Pues lloraba todo lo que no pudo haber llorado en su niñez,
porque los hombres no lloran, porque los fuertes se aguantan todo. Sufría,
porque él, durante toda su vida, jamás pensó hacer lo que estaba haciendo. Pero
sin pensarlo por mucho, apretó el gatillo. Disparó dos veces el arma.
La
Muerte, aprendía cada vez más de los humanos, de lo viles que pueden llegar a
ser. De cómo ya no necesitaban de Él para hacer que un alma no permanezca en el
mundo. Aprendió que los humanos están completamente desquiciados y, hasta el
más cuerdo, puede perder la cabeza en un segundo. El joven muchacho, observó y
detalló los sesos de su padre esparcidos a lo largo de la habitación. Su masa
craneal se encontraba completamente esparcida y destrozada, su cabeza ya no
estaba y lo que la sustituía era una cantidad de sangre descomunal que brotaba
de ella. Alejandro dejó la escopeta en el suelo y se acercó a su difunto padre
con parsimonia, le dio un pequeño vistazo y, sin tanto pensarlo, se acostó a un
lado del cadáver. El cuerpo estaba repleto de sangre y la cama de mala calidad
sólo hacía que la misma se regara por todo el colchón. Sin embargo, a Alejandro
no le interesaba esto, pues pretendía pasar una última noche con el cuerpo de
su padre, recordando y recitando viejas historias. La lluvia, era testigo del
crimen cometido por la fuerza del odio y el rencor, y La Muerte misma, siendo
tan oscura y solemne, no podía explicarse cómo el ser humano llegó a ser así.
Si todo fuese controlado por él, ¿cómo sería el mundo?, pensó, pues aún no
lograba entender esas formas de actuar llenas de extremismo y maldad. ¿Están
malditos los humanos? Pues ellos han de culpar a los dioses y deidades de sus
errores y horrores, convirtiendo a las mismas, en los principales culpables.
La
carta que Sofía recibió le llenó de alegría, pues no se esperaba, que después
de tanto tiempo, su amor regresaría. La Muerte, que sabía toda la historia
trasfondo, no se separaba de Sofía en lo más mínimo, pues sabía que Alejandro
era peligroso. Ya no era el mismo muchacho del que Sofía se había enamorado,
éste, era aún más violento. Maquinador. Serio. Ahora era un asesino; ahora, era
un psicópata. Sin embargo, si a Sofía la hacía feliz, La Muerte sería capaz de
proteger a ambos por el resto de la eternidad, no le incumbían los problemas
humanos y sus soluciones ridículas. A pesar de ser interesantes.
La
Muerte, pensando en lo ocurrido, recordó que a Alejandro le tocaba morir hace
mucho, y que quizás si éste no hubiese evitado la muerte, su padre aún seguiría
vivo. Estaba pensando acerca de cómo las cosas suceden por un motivo en
específico, y que todo, a pesar de ser cómo una obra de teatro llena de
improvisaciones, está escrito.
Días
después, Sofía fue a visitar a su amado, pues tantas semanas de espera le
causaron mucha tristeza y, después de tanto, volver a verlo, la haría
completamente feliz. Sin embargo, ella misma inmediatamente notó que Alejandro,
no era el mismo. Su mirada estaba muy cambiada y su semblante lo estaba aún
más. El joven y alegre chico, ahora emanaba un aura gris y sombría, sus manos
siempre se encontraban frías y su total nerviosismo era demasiado preocupante. La
sonrisa del jovial muchacho ya no era la de antes, encantadora y brillante,
ahora era enferma y llena de alguna locura desmedida. Infringía miedo, pero
Sofía, enamorada ciegamente, aún lo amaba. Ambos se encontraron y se dieron un
gran abrazo, quizás lo sintieron cómo el último, su corazón se convirtió en un
solo latido, y sus manos, aferradas a sus gruesas vestimentas, demostraban todo
el cariño y amor que aún se sentían durante todo el tiempo que pasaron
separados. La Muerte, a pesar de estar conmovida, sentía un sentimiento
extraño, pues ver a su protegida, brindándole amor a alguien que no fuese él
mismo, le obstinaba, sin embargo, su objetivo era protegerla, y eso, jamás
debía molestarle.
Ambos
duraron una tarde feliz, pero Alejandro, sólo actuaba para que Sofía se
sintiera cómoda, empero, no duró mucho tiempo para contarle a Sofía su atroz
delito, paso por paso, detalle por detalle. Acerca de cómo un hijo, inundado
del odio y rencor, asesinó a su padre a sangre fría, y luego, para esconder el
cuerpo, lo amordazó, lo descuartizó y se lo dio de comer a los cerdos de la
granja. Ahora serían felices y estarían juntos, pensó Alejandro, pero lo que no
pudo imaginarse él, es que Sofía, jamás hubiese aceptado aquello con normalidad,
por lo tanto, al escuchar la historia, la pobre chica se paralizó del terror.
Su joven y hermoso enamorado, ahora era un asesino, y no uno cualquiera, sino,
uno que -aunque fuese increíble- asesinó a su padre y se lo dio de comer a los
cerdos. Era un maldito, y ahora Sofía ya no le tenía amor, sino, pavor. Corrió
lo más que pudo hasta su casa, inundada en lágrimas y terror, y la muerte,
tratando de arrullarla y protegerla, se fue encima de ella, obvio, colocando su
mirada ahora en Alejandro, quién, ya no era de este mundo. Su alma, se había
ido cuando mató a su padre, ahora era un recipiente vacío. Un muerto en vida.
Sofía
pensaba en alertar a la policía del mórbido crimen que su amante había
cometido, pero su terror a que algo le pasara a ella, la privó de toda acción
que amenazara contra la seguridad de Alejandro o la de ella. La Muerte, llena
de rabia y compasión, por el estado de su niña, fue detrás de Alejandro, quién,
a pesar de haber tenido aquella discusión y haber asesinado a su padre, estaba
de manera tranquila paseando por su granja. ¿Cómo
alguien puede ser así?, pensaba La Muerte, ¿cómo es posible que los humanos puedan ser tan soeces y sádicos? Sin
brindarle nada de importancia a la vida misma de un prójimo y anteponerla con
la suya. La Muerte estaba preocupada por la situación de los humanos y cuál
sería su fin.
Alejandro,
con una parsimonia impresionante, paseaba por el rosal en el cuál conoció a
Sofía, sosteniendo la escopeta con la que había asesinado a su progenitor días
atrás, ya que había un zorro que molestaba a los animales del corral y este
pretendía darle caza. La Muerte, cada vez más llena de odio, caminaba
lentamente tras Alejandro, dejando cada rosa marchita a su paso, su aura,
poderosa y sublime, podía sentirse de manera inminente, y Alejandro, cubierta
de ella, se pudo dar cuenta. Las rosas del todo el rosal comenzaron a pasar de
un color brillante y puro, hermosa y esperanzador a uno sombrío y marchito,
puesto que ellas, comenzaban a morir poco a poco. ¿Me estaré volviendo loco?,
pasó por su imaginación aquella idea, sin embargo, lo afirmó en el momento que,
mientras detallaba como el rosal iba muriendo poco a poco, una gran sombra se
apareció frente a él, extendiendo su mano, sin decir alguna sola palabra.
—¿Quién
eres? —La Muerte, nunca respondió. — ¿Qué necesitas de mí? — A pesar de que
Alejandro insistía, La Muerte solo callaba y extendía su mano. Ésta, era una
presencia sin rostro, que tomaba la forma de una sombra lúgubre que iba vestida
de una túnica negra, sus manos, eran esqueléticas y escalofriantes, y ésta iba
levitando. Tan alta que podía llegar a medir dos metros de alto, infringía el
miedo que las antiguas historias y leyendas contaban. Pero Alejandro, no lo
sentía. Y tomó su mano.
La
Muerte, de forma tranquila desapareció con su mano entre las suyas, brindándole
paz al joven chico. Ahora, tendría el control de él. El joven muchacho tomó la
escopeta entre sus manos y, moviéndola lentamente, colocó el cañón debajo de su
barbilla. Algunas gotas de lágrimas
corrieron de su mejilla, pero entendía que era lo correcto; alguien como él, no
debía estar en el mundo humano. Antes de por fin dar el último respiro, observó
el rosal en el que había conocido a Sofía, y la melancolía de su partida, le
dio el valor necesario para apretar el gatillo. Las rosas marchitas que se
encontraban a su alrededor, retomaron el color rojo que se les había ido. La
sangre de Alejandro se esparció por entre las rosas, y el eco del disparo,
despertó aquellos cuervos y zamuros hambrientos de carne. Finalmente, el vil y
sádico muchacho, había desaparecido del mundo terrenal, dejando a su paso,
rosas marchitas coloreadas con sangre, junto a un rosal entero lleno de
inocencia destruida.
3
Cuando
el cuerpo de Alejandro se descubrió, habrían pasado alrededor de 3 semanas, las
rosas rojas aún estaban y las marchitas, ya no. Los cuervos y zamuros aún
rondaban el lugar, y su cadáver en descomposición sólo llamaba a los gusanos.
Mientras, Sofía ya no era la misma, luego de ambas muertes, se dio cuenta de
que algo estaba fallando; ella.
Los
últimos días ya no eran los mismos, Sofía mantenía un aura oscura y lúgubre,
pues La Muerte, ahora era parte de ella. Sus intentos de suicidios fueron
demasiados, pero La Muerte, en su afán de protegerla, jamás permitió que se
lograran. Su madre, en una fuerte preocupación por el estado de su hija,
intentaba siempre acompañarla y aconsejarla, sin embargo, ella sintió el aura
que emanaba su amada y única niña; la de La Muerte. Ahora la niña no quería
salir del cuarto, y su constante depresión, era totalmente incontrolable para
aquella deidad omnipotente y solemne, pues hasta éste, estaba deprimido. ¿Cómo era posible que ni para proteger a
alguien servía? ¿En qué estaba fallando?, La Muerte, no podía creerlo,
tanto que había hecho y su niña, jamás logró ser feliz.
Los
tiempos pasaban y todo aquél que se encontraba con Sofía le huía, pues por
alguna razón, cuando el sol le pegaba de frente, no reflejaba su sombra, sino,
la de La Muerte. Se contaba una historia, de que ella, se había casado con La
Muerte, y de que éste, estaba celoso de todos los hombres que se le acercaran,
y por eso, poco a poco, todos iban muriendo de formas atroces. Los
pretendientes de la hermosa chica se separaron de ella, y los hombres que
conocían la historia, se limitaban a mirarla de reojo. Ya no era la radiante y
hermosa Sofía, ahora era la lúgubre y desolada esposa de La Muerte.
La
señora Rocío, preocupada e impresionada con las historias que contaban de su
hija, llamó a un cura, pues decía, que ésta sólo necesitaba una intervención
divina. Sin embargo, no dio fruto. Pues para La Muerte, Dios no existía, y las
almas de los humanos, sólo deambularían en la tierra por el resto de la
eternidad. Él no era un demonio, ni un ángel; era una deidad. Un espíritu encargado
de limpiar la tierra de las almas que ya no merecían permanecer en ella. Y la
de Sofía, era merecedora de eso, y mucho más.
La
actitud de Sofía ante la vida ahora era totalmente distinta, era una chica
hecha de piedra, sin sentimientos. La muerte de dos de sus personas más
importantes la cambiaron de manera drástica, pues sentía, que ella era la
culpable de ambas muertes. La madre, comienza a acompañar a su hija cada que
puede, pues sentía que, de dejarla sola, podía todo terminar en una calamidad.
La experimentada señora, comienza a llevar a Sofía a la iglesia, para que ésta,
según Rocío, pudiera encontrar el camino correcto. La muerte no debería poder entrar
a la iglesia, pero en esta historia, no es así. Pues La Muerte, se sentaba tras
las dos bellas mujeres, a escuchar todo el acto y, de vez en cuando, rezar.
¿Por qué no hacerlo? Quizás así entendería su existencia y el por qué fue creado
para matar, para ser el arma de algún ser poderoso que se siente impotente.
Los
domingos de misa eran los más dolorosos para él, pues sentía, cómo la tristeza
de Sofía, se transmitía a él, y cada lágrima dedicada a ambos hombres muertos,
Él las imitaba en un llanto lleno de miseria y dolor. La Muerte estaba
deprimida, y Sofía, aún más. La enfermedad de su madre, empeoró, y su fuerte
gripe, terminó siendo una tuberculosis. La Muerte sentía la inminente partida
de la madre de Sofía y, por lo tanto, predecía la nueva y más grande tristeza
de su amada. No dejaría que su madre muriese y haría todo lo necesario para que
eso no pasara. A pesar de que, de alargar su vida, se alargaría su enfermedad
y, por ende, su sufrimiento.
Y
fue en ese momento que, después de todo, La Muerte se dio cuenta de que estaba
enamorada. El amor se basa en los sacrificios, en dar todo por el otro, incluso
más de lo esperado. Y Él, con toda la fuerza y poder divino que se le otorgó,
intentó frenar el crecimiento mortífero de la enfermedad y así alargar un
tiempo más la vida de Rocío, mientras la medicina contemporánea daba todo para
poder curar o controlar aquel mal que le vaticinaba su muerte próxima.
El
padre de Sofía estaba vivo, sin embargo, su influencia en la vida de la pequeña
era muy escasa. No era un mal padre, de hecho, era muy bueno. Quería a su niña
cómo si fuese parte de él, pues decía que esta era lo más importante. Éste, no
era padre de Alfonso, y su trato con él era bastante distante, por lo tanto, su
atención hacia el mismo sería escasa. Su trabajo de marinero lo separaba
demasiado de su familia, pues la economía del pueblo, estaba basada en la pesca
y él era capitán de una de las embarcaciones más grandes del puerto. Los días
de Sofía fueron distintos luego de sus repetidas idas, pues sus mejores años,
no los pasó con su padre. A La Muerte le tocó salvarlo, cuando un día, al
enredarse el mástil del barco con las cuerdas de la vela, éste fue elevado unos
15 metros en el aire. El espíritu movió el mástil tan sólo un poco para que la
cuerda no volviera a bajar y el pobre hombre se estrellara contra el suelo de
manera mortal. No le tocaba morir, y al ser una muerte accidental, la deidad
podía encargarse de evitar la misma sin alterar los resultados del destino. Si
Rocío moría, a Sofía le tocaría irse con su padre, y eso, en cierto sentido,
era malo. Sofía no estaba acostumbrada a estar con él, y eso sería un
descontrol muy grande en su estabilidad mental y sentimental.
Los
meses pasaron y Sofía estaba cada día peor, su Madre sufría mucho y los
medicamentos no se encontraban, el pueblo no quería saber nada de ellas pues les
tenían miedo. Los murmullos y rumores decían que Sofía estaba maldita y por eso
moría todo lo que se le acercaba. Los doctores dejaron de ir a la casa y su
madre cada vez empeoraba más y La Muerte, que cada vez estaba aún más
preocupado, constaba de muy pocas fuerzas, pues al parecer, a la pobre Rocío sí
le tocaba morir. No lo quería aceptar, pues ahora entendía lo que pasaba si
vivía entre los humanos. Su aura mortal atraía todo aquello malo que predecía
la muerte, a pesar de que sus intenciones fuesen las mínimas. Podía evitar la
muerte de Rocío, pero su eterno sufrimiento sería el mismo que el de Sofía. No
obstante, la falta de su madre la quebrantaría por completo. Era una decisión
bastante grande que tomar, sin embargo, él sabía cuál era la mejor.
Una
tarde bastante fría, la muerte se apareció ante Rocío, que, motivo de su
enfermedad, pensó estar delirando. Sofía, se encontraba recogiendo rosas para
su hermosa y enferma madre.
—¿Has
venido a liberarme? —Preguntó la mujer de manera calmada. La muerte, asintió, era
de pocas palabras. — ¿Es verdad lo qué cuentan los rumores? ¿Qué te has
enamorado de mi hija, y qué te has puesto celoso por los hombres que se le
acercan? ¿Qué la maldijiste y ahora matas todo lo que está en su alrededor? —
La tenebrosa presencia sólo miraba a la quebrantada mujer a punto de llorar.
—¿Por qué has venido a mí familia? ¿Por qué has matado a mi hijo? ¿Por qué le
has hecho tanto daño a mi niña? Por qué, por qué, por qué. ¡No quiero morir y
dejar sola a mi preciosa! ¡Por qué le harías esto! ¡Responde, por favor, hazlo!
—
La muerte está en nosotros siempre. En el tiempo, cuando muere un atardecer y
el día acaba. En las rosas, que se marchitan en el agua mientras hacen lo
posible para seguir sobreviviendo a pesar haber muerto al ser arrancadas. La
muerte está en ti, cuando decides sacar todo tipo de recuerdo cruel y doloroso.
La muerte, está en la vida, cuando poco a poco, van desapareciendo los sueños.
Me han pintado de maneras incontables y he sido inspiración de diversas poesías
e historias. Yo, me encargo de llevarme aquellas almas que ya no merecen estar
en la tierra, que han sufrido mucho, que han hecho mucho. Y tú, eres una de
ellas. Tu enfermedad ha marcado tu fecha de muerte, y yo sólo logré atrasarla
un tiempo más, pues tú, eres la única fuente de felicidad que tiene Sofía. Pero
con el tiempo no se juega, ni con el destino, pues lo que está escrito, está. Y
algún día debías morir. De forma accidental, provocada por otro hombre e
incluso de manera natural. Quise privilegiarte con la vida eterna, pero no
podía ser posible, porque de la eternidad obtendrás el sufrimiento. —La dama
escuchaba todo atónita, jamás esperó oír la voz de La Muerte y mucho menos
mantener una conversación con la misma. Se sentía débil, sabía que moriría y
que aquella aparición no tendría vuelta atrás. Era el final y lo entendía.
—
En una leyenda coloquial has convertido mi familia entera. Eres vil, luctuosa y
aterradora. Vienes al mundo humano a desterrarnos de la tierra en la que dimos
frutos. Haces sufrir a los mortales con tus acciones sin sentido. Muchos te
idolatran y te rinden culto, pero no lo mereces, porque tú, eres una deidad
intentando ser Dios.
— Estar cerca de los humanos me ha hecho
entender que, en realidad, ustedes son los verdaderos monstruos en toda la
historia escrita. Se han colgado de las fuerzas sobrenaturales para dar a
entender que ustedes no son los verdaderos culpables de su autodestrucción. Se
crían y se educan con la idea de que ustedes vienen a ser felices y terceros
los corrompen, ¡ustedes nacen así y eso jamás lo cambiarán! Me he estado
paseando por toda la historia llevándome a quienes no merecían estar más entre
ustedes, de formas misteriosas o claras, de maneras crueles o simples. Sólo me
llevo aquellas almas impuras que ya no son de esta tierra, aunque así parezca.
Les doy la paz, el descanso eterno, les doy la libertad que algún día siempre
quisieron, a cambio de algo; su vida. Así que tú, miserable humana, miserable
creación mortal hecha a mano por un Dios rencoroso que intentó ser perfecto
alguna vez, no te atrevas a insultarme por querer hacerte libre, por querer
hacerte feliz, ¡sé egoísta por una vez en tu maldita vida y parte de una vez!
Las almas, siempre serán libres, en cambio la carne, jamás. —Hizo una larga
pausa, quiso observar y detallar a la moribunda mujer una última vez. —Sofía,
se ha convertido en mi protegida, la he amado desde el primer momento en que la
vi caminando entre rosas. La quise hacer feliz alejándole todas aquellas
personas que podrían hacerle daño. Intenté cuidarla y quererla, pues en toda mi
existencia, jamás había amado a alguien. Los humanos se me hacen tan vacíos y
sucios, que su mísera presencia me repudia y me repele. Sin embargo, la pureza
e inocencia de Sofía, me ha hecho quedarme junto a ella. Mis acciones se
tornaron frías y egoístas y terminé matando todo lo que ella amaba, a pesar de
ser dañino para sí misma. Yo, fui el causante de su desgracia.
La vieja y enferma mujer rompió en llanto, La
Muerte le estaba hablando y la estaba haciendo entrar en razón. Sus últimos
respiros se avecinaban y eso ella lo vaticinaba, pero antes, debía dejar algo
resuelto. Sus lágrimas cesaron y sus manos tomaron fuerza una vez más. Vio la
oscura sombra en la que el antiguo e inmortal ente estaba convertido y le
sonrió. Entre sollozos y tos, le extendió la mano. Aceptó su partida, aceptó su
muerte. Sin embargo, al tomar la fría y huesuda mano de la epifanía, la sostuvo
con fuerzas.
—Le has hecho daño a mi familia, mucho daño. Tu
aura luctuosa se ha cernido sobre la pureza y calidez de Sofía, la has corrompido
y dañado hasta el tuétano de sus huesos. Su sonrisa, después de mi partida
jamás se le mirará de nuevo. Mi niña, jamás será ella. Te pido, con las pocas
fuerzas que me quedan, que te alejes de ella. Que partas a tu oscuro y satánico
hogar, y te alejes del mundo terrenal, porque tú, inocente presencia; jamás
podrás amar.
La muerte desapareció al escuchar las palabras
de la moribunda Rocío, las puertas de la casa se abrieron tras él y de ellas
apareció Sofía, hundida en lágrimas al ver a su débil madre, dejar la vida. La
pequeña la tomó entre sus manos y la acarició con dulzura. La señora Rocío le
sonrió por última vez a su hija y en un último respiro, su alma se desprendió
de su cuerpo. Sofía tomó con fuerzas el cuerpo vacío de su madre, y gritó y
lloró con todas sus fuerzas, sus lágrimas se hacían parte de su deprimente
rostro y sus lamentos sólo pedían que La Muerte se la llevase a ella. Su madre,
su hermano y su enamorado habían sido arrebatados de su vida y estaba segura de
que esto no era obra de Dios, porque Él jamás querría que alguien sufriera en
el mundo. Sus piernas perdieron la fuerza y su respiración se volvió
entrecortada, sus fuerzas fueron mínimas y sus ganas de morir eran muy grandes.
Ahora estaba sola, era ella y nadie más. ¿Ahora qué haría? ¿A quién acudiría?
¿Quién sería su hombro? ¿Quién sería su apoyo? ¿Ahora quién?
Las horas pasaban y Sofía no paraba de llorar,
La Muerte, se acercó a ella y con sus manos frías intentó acariciarla, sin
embargo, no podía tocarla. No porque algo se lo evitaba, o porque era
imposible. Simplemente no podía. La vergüenza se había apoderado del espíritu,
sentía que ya no debía estar cerca de ella porque lo único que le traería sería
dolor y sufrimiento. No podía tocarla, no debería hacerlo. Miró y observó a su
amada, sería la última vez que La Muerte le miraría, sería la última vez que la
vería respirar, porque justo en ese instante, dejó de vivir. La Muerte, murió. Y
las rosas que jamás debían marchitarse, también.
Años
después, e incluso hasta ahora, la muerte de un ser humano dejó de ser algo de
su incumbencia y nuestras manos, han sido las únicas que se encargan de ella.
Muchas creencias y cuentos, estiman que la muerte no apareció más nunca, que ya
nada tiene un orden y que el destino, simplemente perdió su sentido. Los
asesinatos, las guerras, mascares, y todas las muertes masivas han ocurrido por
el descontrol que dejó la presencia en su desaparición.
La
Muerte, se aferró a un amor que jamás le amó. La Muerte amó a través del tiempo
sobrepasando barreras y fuerzas externas. Amó con todas sus fuerzas y entregó
todo de sí, a pesar de que no todo fue bueno. Cuenta la leyenda, que, La Muerte
se enamoró y, al darse cuenta de que su amor jamás lo amaría, se suicidó.