Muerte al lobo feroz
Fue en una tarde de otoño. Los caminos estaban mojados y cubiertos de hojas secas.
El humo de las chimeneas se alzaba y se confundía con el plomizo cielo gris.
Los habitantes de la pequeña aldea no se atrevían a salir de sus pequeñas casas de piedra debido a las fuertes corrientes de viento, que habían conseguido tumbar algunas de las carretas de los comerciantes.
Aquella tarde, el aullido del viento trajo un sonido distinto, parecido al llanto desesperado de una mujer.
Un pequeño grupo de hombres se atrevió a salir a buscar la procedencia de aquél sonido, y a los pocos minutos les
descubrieron.
Se encontraban en las lindes del bosque cercano a la aldea.
Un cuerpo estaba tirado de cualquier manera en el suelo, inmóvil y cubierto de sangre. Su pelo negro tapaba los ojos del cadáver, que tenía unos feos arañazos en la cara, parecidos a la huella de la zarpa de un animal. Sin embargo, la mayoría de la sangre manaba de sus entrañas.
Muchos hubiesen jurado que la joven que yacía sobre él también estaba muerta, si no fuera por las convulsiones de sus hombros al llorar sobre el cuerpo de él. Su capa roja estaba teñida en algunos puntos con manchas de un rojo más intenso, el de la sangre.
Los pueblerinos les conocían; eran hermanos, y vivían en una casa apartada de la aldea. Ella se dedicaba a llevarle distintas hierbas curativas a la herbolaria, y él cazaba y limpiaba algunas piezas para el carnicero.
Sus nombres eran Andrés y Viviane, y eran huérfanos desde pequeños. Muchos de ellos les habían ayudado cuando eran unos niños.
Algunos hombres llevaron a Viviane con la curandera para que se encargara de darle una infusión y lavara sus manchas de sangre, y otros pocos llevaron el cuerpo ante el sacerdote.
Nadie supo nunca qué animal había causado la muerte del chico, ya que su hermana nunca habló de ello. Tampoco nadie advirtió la determinación que se había apoderado de ella: matar a la bestia que se había llevado a su hermano.